Llegamos a la final del Mundial de Rusia con el enfrentamiento entre la Francia de las jóvenes estrellas y la Croacia de los guerreros que sueñan con conquistar su primera Copa del Mundo.


El fútbol se ha convertido en un negocio multimillonario, con directivos que ganan barbaridades y fichajes que alcanzan cifras desorbitadas. Como ocurre siempre que hay grandes sumas de dinero en juego, los negocios turbios salen a relucir. Ya sean los escándalos en la FIFA u otros casos de corrupción, lo cierto es que lo que ocurre fuera de los terrenos de juego ha cobrado mayor protagonismo que lo estrictamente deportivo.

Hace unos días eramos testigos del traspaso de Cristiano Ronaldo a la Juventus de Turín y, como si de un seismo se tratase, su marcha del Real Madrid copó los titulares de todos los informativos, periódicos, blogs y las siempre bulliciosas redes sociales. Era un fenómeno. Un acontecimiento digno de cualquier superproducción de Hollywood. Sin embargo, mientras el mundo se volvía loco con su desembarco en el club “bianconero”, un pequeño país bañado por el Adriático vivía en otra realidad completamente diferente y maravillosa. Croacia, un país de apenas cuatro millones de habitantes, se encontraba por primera vez en la historia en una final de un Mundial. Que un deporte logre unir e ilusionar a tanta gente de distintas edades y opiniones no hace más que engrandecerlo, recuperando parte de ese valor que había perdido últimamente.


Para poner en contraste esta hazaña, hay que recordar que grandes titanes del fútbol como Alemania o Argentina apenas lograron brillar; mientras, otras como Italia ni siquiera pudieron clasificarse. España, que hace no mucho fue campeona del Mundo y de Europa dos veces, es una sombra de lo que fue. Queda claro, ahora más que nunca, que los nombres propios nunca podrán con la fuerza del conjunto. Y eso es lo que representa esta Croacia: una selección donde todos reman a una en busca de un objetivo común que está por encima de la gloria personal. A menudo la prensa pone el foco sobre jugadores en concreto: Messi, Neymar, Cristiano, Griezmann…La lucha por el Balón de Oro ensombrece, en ocasiones, los méritos de los equipos a los que pertenece el ganador. El binomio Messi-Ronaldo ha acaparado más miradas que el sextete del Barcelona, el Mundial de España o las tres Copas de Europa consecutivas de este Real Madrid.

Como dice Kirk Douglas en El ídolo de barro: “El hombre lucha contra el hombre. En esta vida, si no tienes dinero, no eres nadie”. Fama, reconocimiento y tanto dinero como el ego pueda soportar. Tantas distracciones extradeportivas hacen que, al final, el deporte se desvirtúe. Que se convierta en un show publicitario; una competición por ver quién lleva el corte de pelo más estrafalario, quién viste el calzado superventas o quién es el rey de las redes sociales. Ya no existen lealtades más que a uno mismo.


Quizá sea un nostálgico, alguien que rema a contracorriente o simplemente un pobre imbécil que no se da cuenta de que los tiempos han cambiado, pero yo aún sigo creyendo en la épica del deporte, esa que tan bien retrataban películas como Rocky, Evasión o victoria o Cinderella Man, entre muchas otras. Porque quién nos iba a decir en los años 90 que un país como Croacia iba a florecer de esta manera y que sus ciudadanos iban a unirse para sentir como uno sólo. Por eso hoy, 15 de julio de 2018, los apoyaré. Porque ni siquiera todos los millones que mueve el mundo del fútbol podrán sustituir nunca ese sentimiento de superación y de lucha que lleva a un individuo, equipo o nación a salir del hoyo en el que se encuentra para gritarle al mundo que un mañana mejor sí es posible.  





Ari Aster debuta en la dirección con Hereditary, película independiente de terror producida por A24 y protagonizada por Toni Collette y Gabriel Byrne. La historia gira alrededor de la familia Graham y cómo ésta afronta la reciente pérdida de uno de sus miembros más importantes.


Cada vez que una película de terror cosecha buenas críticas y alabanzas del público que la vio, me la apunto y espero ansioso a poder verla. Me pasó recientemente con Un lugar tranquilo y ahora con Hereditary. Ambas fueron bien recibidas y ambas cuentan con ideas suficientemente originales como para esperar algo más que un refrito al uso. La primera me decepcionó bastante. Aunque su idea era interesante y su primer acto logró mantenerme enganchado, la cinta protagonizada por Emily Blunt terminó recurriendo a lugares comunes y agujeros de guión importantes. Por no hablar de su bochornoso final. Sin embargo y pese a mi desilusión, tenía la sensación de que esta última me reconciliaría con el género. Escrita y dirigida por el debutante Ari Aster y protagonizada por dos actores contrastados como Toni Collette y Gabriel Byrne, Hereditary narra las desventuras de una familia media americana tras el fallecimiento de su abuela materna. Ese será el punto de partida que prenderá una mecha muy larga hasta su explosivo final. Con cierta sensación de déjà vu, me vuelvo a plantear la misma pregunta que hiciese en la crítica a Un lugar tranquilo: ¿estamos ante la nueva sensación dentro del género de terror? ¿Está destinada a convertirse en película de culto o se quedará a medio camino, como otras muchas?

Primero quiero dejar claro que, en mi opinión, está cinta no es de terror. Al menos no en sus dos primeros actos. Cierto es que sabe crear suspense y que cuenta con una atmósfera opresiva –sobretodo gracias a la magnífica banda sonora–; también tiene un par de escenas que te agobiarán, dependiendo del tipo de espectador que seas y lo curtido que estés en el género, pero yo la veo más un drama psicológico. Tras ver el tráiler y leer algunas críticas, tenía la impresión de estar ante un título prometedor; de esos que no logras sacártelos de la cabeza en unos cuantos días. Lo que me encontré, para mi sorpresa, fue un drama familiar con alguna que otra imagen inquietante pero no lo suficiente como para ponerme en ese estado de ánimo. La falta de ritmo y los planos interminables tampoco ayudan a hacer la experiencia más llevadera. La ambientación del hogar, en el que transcurre gran parte del filme, está muy bien lograda. El juego de luces y sombras bebe directamente del expresionismo alemán pero el ritmo es cansino. Insufrible. Llegado el desenlace, el director da un giro de 180 grados, transformando el retrato de esta familia disfuncional en otra cosa completamente distinta. Desde luego, una cosa sí hay que admitirle: en lo que a finales abruptos se refiere, Hereditary lo borda. Tanto es así que da la sensación de que Aster hubiese cogido dos historias y las hubiese juntado para crear esta. La primera me recuerda a Tenemos que hablar de Kevin, cinta dirigida por Lynne Ramsay; mientras, la segunda se asemeja a un híbrido entre El resplandor, El exorcista y La semilla del diablo. Agitado, no revuelto señor Aster.


En un principio, la calidad del reparto me hacía imaginar que se trataría de una actuación coral, donde el conjunto estuviese por encima de las individualidades. Desgraciadamente, Aster abandona pronto esa vía para hacer del personaje de Toni Collette la absoluta protagonista y el eje central de la acción. Y digo desgraciadamente porque me había hecho a la idea de ver un dúo interpretativo Collette-Byrne y esto simplemente no ocurrió. Conforme pasan los minutos, Hereditary disipa su trama familiar para centrar toda su atención en la figura de la madre. Es a ella a quien seguimos durante la mayor parte del segundo y tercer acto. También es a quien más llegamos a conocer y quien desencadena muchos de los acontecimientos que van transcurriendo. Los demás actores, principalmente Byrne y Wolff, no hacen más que reaccionar y/o sufrir las consecuencias. Pero lo peor no es que queden relegados a un segundo plano; lo peor es su falta de credibilidad. Para una película que trata de librarse de toda artificialidad, sus actuaciones me parecieron bastante alejadas de la realidad. Teniendo en cuenta por todo lo que atraviesan, su comportamiento me pareció cuanto menos apático. Mientras ella se muestra como alguien que siente y padece, Byrne y Wolff suelen quedar reducidos a la mínima expresión. Como si viviesen en una realidad paralela. El primero se limita a pasearse por la casa en estado catatónico; por otro lado, el segundo es el típico adolescente pasmado con un alarmante déficit de atención, que ya viésemos en tantas comedias americanas. Por muy traumática o estresante que resulte la situación, su personaje no tardará más que unos días en pasar página. De Milly Shapiro poco se puede decir: lo que visteis en los tráilers es lo que aporta al filme. Queda claro que la eligieron por sus rasgos faciales, con el único objetivo de ponernos de los nervios. Su intervención es corta pero intensa; aunque su personaje tiene una importancia capital en el desarrollo de la historia, este jamás queda definido –más allá de su comportamiento errático y sus extraños chasquidos con la boca–. El problema de las actuaciones no es tanto por falta de compromiso como por falta de material con el que trabajar y eso queda patente en un guión que nunca está muy seguro de lo que quiere ser. Y es que el tercio final me sobra por completo. Me explico: en El resplandor, Stanley Kubrick pasa de puntillas por el elemento sobrenatural que rodea al Hotel Overlook. Es evidente que está ahí, presente en todo momento pero él prefiere incitar nuestra imaginación con imágenes perturbadoras y escenas difíciles de olvidar. El foco siempre se mantiene sobre el declive de la familia protagonista. En su núcleo, El resplandor no deja de ser una película sobre los oscuros recovecos de nuestra mente y sobre cómo estos afectan a nuestros vínculos más cercanos. Quizá por inexperiencia o por falta de ideas, lo cierto es que Aster no supo desarrollar a sus personajes, lo cual hizo que el final perdiese impacto. No es que los personajes no me importen, es que no me los creo.


Aún así, no todo es negativo. La fotografía y la banda sonora son dos de sus puntos fuertes, siendo capaces de mantenerme pegado a la butaca. El nervio que le falta a la historia, le sobra en estas facetas. Cabría destacar dos escenas como mayores exponentes: una donde un coche corre a toda velocidad por una carretera sumida en la oscuridad de la noche y otra alrededor de una mesa donde la familia se congrega para cenar. Tanto las actuaciones como la iluminación y la música se conjugaron para ofrecernos dos de los momentos más memorables del filme. Ahí es donde la cinta golpea más duro, sorprende y consigue ser realmente perturbadora, dejando entrever todo el potencial que se le intuye. Una pena que no sepa mantener ese nivel las dos horas que dura; de haberlo hecho, no me cabe duda que estaríamos ante uno de los grandes títulos de terror del siglo XXI.


En definitiva, Hereditary es un quiero y no puedo. En un género donde se han explorado ya tantas ideas, la de Aster resulta convincente y llamativa en primera instancia pero termina cayendo en su propia trampa. Tiene tantas ganas de ser considerada “terrorífica” que recurre a tópicos que la hacen más predecible y emborronan todo el conjunto. Prefiero otras producciones como La bruja o It follows. La casa en la que se ambienta es el tablero perfecto y el cineasta sabe situar a los personajes e incluso plantear relaciones conflictivas entre ellos pero no tuvo el atrevimiento de llevarlas más allá. Cuando se trata de nuestras familias, es fácil sacar nuestros más profundos miedos. Se siente como una oportunidad perdida. Sus formas son muy academicista, algo contrario al terror que, en mi opinión, debe ser más pasional, creativo y desenfrenado. Sus dos horas de metraje caen pesadas; son excesivas e injustificadas, cortan el ritmo y me arrancaron algún bostezo. Además, como ocurría en Un lugar tranquilo, el final deja mucho que desear y parece sacado de la mente alucinógena de Wes Anderson. Es innegable que tanto el encargado de fotografía como el compositor tienen talento para dejar su impronta en un futuro. Por su parte, a Aster le falta la madurez, experiencia necesarias para saber cuando arriesgarse. Mientras tanto, permanezco esperanzado de que algún día echemos la mirada atrás y veamos esta obra como la primera en iniciar el legado de un gran director.


5,5/10: LAS HERENCIAS LAS CARGA EL DIABLO.

Stefano Sollima coge las riendas de Sicario después de que Denis Villeneuve firmase una primera entrega sugestiva que trataba un tema tan candente en la actualidad como es la frontera EE.UU.–México y los conflictos que ahí subyacen.

En 2015, el director canadiense Denis Villeneuve nos entregó Sicario, una de las joyas de aquel año. La cinta giraba entorno a la guerra entre los cárteles del narcotráfico y los poderes gubernamentales de los Estados Unidos. En ese maremágnum de droga, conspiraciones y asesinatos encontrábamos al personaje de Emily Blunt, que ejercía de espejo para el espectador; permanecíamos en la misma tensión que ella y nos trasladaba todo el dolor y sufrimiento que padecía a lo largo de la historia. Junto a ella emergían dos escalofriantes figuras, largas y enigmáticas, en forma de Benicio del Toro y Josh Brolin. Sus personajes no tenían mucho desarrollo pero sí dejaban poso en la psique del espectador y un montón de preguntas sin respuesta. Pues bien, en 2018, Stefano Sollima –más conocido por la serie de TV Roma Criminal– es el encargado de desarrollar a estos dos misteriosos personajes en Sicario: El día del soldado. Emily Blunt ya no regresa para esta secuela y hay dos buenas razones que lo explican: su historia ya está contada en la original y Sollima reúne sus esfuerzos en potenciar a los personajes de del Toro (Alejandro) y Brolin (Matt Graver), que habían permanecido en las sombras hasta ahora. A su vez, la historia se centra más en el tráfico ilegal de personas en lugar del comercio de la droga de los cárteles mexicanos, lo que iniciará una guerra sucia entre estos últimos y las agencias secretas americanas. Una lucha de poder a poder que se saldará con muchos muertos e inocentes damnificados pero que, por encima de todo, nos deja claro que en este oscuro mundo el fin siempre justifica los medios.

Taylor Sheridan, el guionista de Hell or Highwater, Sicario o Wind River entre otras, regresa para contarnos una historia que se desmarca bastante de la primera, tanto en el fondo como en las formas. Si bien el objetivo sigue siendo el mismo –retratar la violencia y peligrosidad de este submundo criminal y transfronterizo–, el énfasis se pone más en la guerra abierta entre estos dos bandos y los medios que utilizan nuestros gobernantes para combatirlos. Mientras la primera nos metía en la piel de su protagonista y nos planteaba una serie de conflictos morales, este segunda parte nos deja claro desde la escena inicial que este conflicto trasciende más allá y que la línea fronteriza no es más que la punta del iceberg de un problema de dimensiones inimaginables. Sheridan elabora su guión más incendiario, descarnado y virulento hasta la fecha; un relato tan duro como la vida misma que destapa algunas de las vergüenzas del Estado. Sin embargo, su mensaje de caos y inmoralidad contrasta con el de unos personajes protagonistas en constante evolución. Y es que tanto Alejandro como Graver se tendrán que enfrentar a las consecuencias de sus propios actos, lo que les llevará al límite tanto física como moralmente. Si algo me quedó claro después de ver Sicario: El día del soldado es que su narrativa es uno de sus puntos fuertes y que Taylor Sheridan es probablemente la pieza angular de esta saga de películas. Su verdadero nexo de unión.


Si la primera entrega le sirvió a su director, Denis Villeneuve, para darse a conocer mundialmente –Enemy e Incendies no gozaron de la misma atención que Sicario–, creo que lo mismo podría ocurrir con Sollima. Esta secuela pierde inevitablemente algo de frescura, ya que mantiene algunos elementos de la anterior pero esta es una cinta aún más salvaje y desbocada si cabe. Más sucia. No obstante, donde creo que Sollima muestra verdadera destreza es en las escenas más personales, aquellas donde profundiza en los personajes de Alejandro y Graves. Sollima abandona la idea de un único protagonista para mostrarnos la relación entre estos dos soldados: sus conflictos, lealtades y miedos. Sin entrar en spoilers, hay una escena que involucra a uno de los protagonistas y el lenguaje de signos que me sorprendió muy gratamente. Fue toda una bofetada para aquellos que esperasen una película centrada sólo en la acción. Sollima ya demostró talento y habilidad como narrador en series como Roma Criminal o Gomorra y supo trasladar esas dotes a la dirección de largometraje con Suburra –transición que muchos grandes directores de televisión no lograron–. Ahora ha irrumpido en Hollywood con una película hecha a medida para su estilo de dirección y ante la ardua tarea de hacer olvidar a un Villeneuve pletórico. Tras la buena recepción que ha cosechado, estoy seguro que oiremos hablar más de él.


En cuanto a las actuaciones, la verdad es que poco queda por añadir que no se haya visto ya en Sicario. Josh Brolin está teniendo un año para recordar: entre su estelar participación en Infinity War dando vida a Thanos y su regreso al frío y calculador Matt Graves, lo cierto es que está arrasando. En esta secuela tiene mucho más que hacer que en la primera; abandona los despachos y los interrogatorios para bajar al campo de batalla. Por otra parte, Benicio del Toro raramente decepciona y el papel de Alejandro se está convirtiendo en uno de los más recordados de su carrera, que ya es decir. Aquí lo vemos pasar verdaderos estragos pero, de alguna manera, siempre parece que tiene la situación bajo control. Se ha convertido por derecho propio en un héroe de acción moderno, junto a ilustres como John Wick o Jason Bourne. Si después de esto, Hollywood no le da a Benicio del Toro la categoría de estrella de acción yo ya no sé qué ha de hacer.

La banda sonora guarda el espíritu del fallecido Jóhann Jóhannsson: atmosférica, austera e increíblemente tensa. Es casi un personaje más de la película que, como las cárteles y los sicarios, le corta la respiración al espectador y lo mantiene en vilo. La fotografía de Dariusz Wolski no desmerece al trabajo de Roger Deakins en la primera. Se nota que Sony se ha tomado en serio este proyecto y no ha escatimado en recursos ni en esfuerzos a la hora de contar con los mejores. El público agradece cuando los estudios se toman en serio las secuelas, en vez de desgastarlas para sacar los cuartos.

En definitiva, Sicario: El día del soldado es todo lo que debería ser una secuela: mantener las bases que hicieron grande a la original a la vez que exploran otras vertientes e ideas originales. En la primera nos adentramos en el negocio de las drogas; su secuela nos habla de otro tema de actualidad como el tráfico ilegal de personas. Ambas historias confluyen en un mismo lugar: la frontera de EE.UU. con México.  Y ambas cuentan la eterna lucha entre dos bandos, donde los que pagan siempre son los inocentes.


8/10: TENEMOS QUE HABLAR DE TU FUTURO.