Expulsados de sus tierras en Misuri, Arkansas y Kansas por los colonos y las guerras intestinas, la nación Osage conocida como Ni-U-Kon-Ska o Hijos de las aguas medias en referencia a los ríos Ohio y Osage que poblaron originalmente, fueron forzados por el gobierno a desplazarse a una reserva en el rincón más yermo del Estado de Oklahoma; un páramo ignoto donde apenas afloraban cultivos y los duros inviernos diezmaron su población a la mitad. Eran un pueblo asolado por la tragedia y la hambruna, abandonado a su suerte por un estado y una población civil ajena a su sufrimiento hasta que, a principios del siglo XX, estalló el boom petrolero.


Así comenzó la fiebre del oro negro que atrajo las miradas codiciosas del hombre blanco. Con el beneplácito del gobierno, se estableció un sistema de subastas con el que se arrendaron parcelas para la explotación de pozos. Los Osage poseían 6000 km2 fértiles en petróleo que fueron cediendo a empresarios blancos a cambio de unas regalías que los convirtieron en el pueblo más rico per cápita del planeta. En 1923, los Osage latifundistas habían recibido el equivalente a $400 millones actuales, una inmensa riqueza que les permitió vivir en mansiones y tener chóferes y criados a su servicio. El dinero fluía a sus arcas con tanta ligereza que los burócratas de Washington no tardaron en aprobar una Ley de Adjudicación por la que los tribunales locales debían autorizar un guardián o tutor que gestionara las regalías de los Osage mestizos hasta que estos demostraran tener “competencia”. Esta ley incentivó la estafa que detonó, años después, en los crímenes que se cobraron la vida de al menos 60 nativos en un escabroso caso que atenta contra los cimientos de los EE.UU.


 

A sus 80 años, 64 de ellos en la silla de director, Martin Scorsese vuelve con el brío y la creatividad de un chaval en Killers of the Flower Moon o Los asesinos de la luna, un arrebatador melodrama que aborda el caso real de los asesinatos de nativos Osage llevado a cabo por un grupo de hombres blancos en Fairfax (Oklahoma). Una película basada en hechos reales que sirve para destapar la corrupción arraigada en lo más profundo del mal llamado sueño americano. 

 

La película está protagonizada por Leonardo DiCaprio, Lily Gladstone y Robert De Niro y cuenta además con la inestimable colaboración del guionista Eric Roth (Forrest Gump, El dilema, Munich) para la titánica labor de adaptar el libro homónimo en el que se basa. Un equipazo que completan el fotógrafo mexicano Rodrigo Prieto —socio habitual de Scorsese— y la montadora Thelma Schoonmaker, mente maestra detrás de su cine y esposa en otra vida. Juntos se embarcan en este ambicioso proyecto que busca desmitificar la leyenda fundacional de América, contando una verdad largo tiempo olvidada.

 

Pocas obras abruman tanto como para dejarte sin palabras; esta es una de ellas. Los asesinos de la luna es la demostración de que un cineasta puede llegar al ocaso de su carrera con la misma energía y ambición que un novicio. Scorsese lleva años demostrando que su estilo sigue más vigente que nunca, adaptándose a los vientos de cambio sin renunciar a los temas que marcaron su vida, véanse la interrelación entre la violencia, la corrupción, la fe religiosa y la espiritualidad en universos que pecan de una descomposición moral. 

 

En su última película, el genio neoyorquino trata la salvación del alma, no de un personaje sino de una nación. Un ejercicio de revisionismo visto desde la perspectiva de los perdedores de esta historia, unas gentes que creyéndose bendecidas por el destino fueron en realidad engañadas y traicionadas. Esta es ante todo la crónica de una ignominia, un capítulo de la Historia americana enterrado bajo mentiras, dinero sucio y la sangre de unos espíritus silenciados. 

 

Para hacerlo, los guionistas centran la trama en Ernest Burkhart (DiCaprio) y Mollie Kyle (Gladstone), una pareja mestiza cuyo romance pronto se tornará en tragedia. Ambos representan la cara y la cruz en este conflicto, que es el mismo que arrastramos desde los albores de la Humanidad. Una vez colocadas las piezas y establecidos los intereses, algo en lo que la película invierte gran tiempo y esmero, nos espera un descenso por los vericuetos más disolutos de la conducta humana. 



No nos engañemos, Los asesinos de la luna no es un thriller, ya que no hay misterio ni giros que nos mantengan en vilo. Al contario, la película opta por mantenernos informados, de forma que siempre vamos por delante de los personajes. Como diría Hitchcock, eso es suspense y uno realmente bien hilado. En un movimiento genial, Scorsese y Roth le dan un vuelco al género true crime al que pertenece la novela, convirtiéndolo en un reportaje de crónica negra donde el espectador está tan indefenso como lo estuvo el pueblo Osage. De esta forma, nos vemos maniatados en la butaca, forzados a ver toda clase de atrocidades sin tregua. Scorsese quiere que nos indignemos ante una historia que, como ocurre con muchas otras, no podemos reescribir y a menudo ignoramos. Porque esto es algo más que cine, es una lección de vida.

 

No obstante, las dudas acerca de su duración siguen sobrevolando la película. Mucho se ha debatido acerca de sus tres horas y media de metraje y lo cierto es que no hay una respuesta definitiva. Personalmente, creo que están más que justificadas, no tanto por lo que cuenta sino por cómo lo hace. Otro director menos involucrado en el proyecto hubiera firmado un thriller convencional, sin duda interesante porque el material lo es en sí mismo, pero desprovisto de corazón. Scorsese llevaba siete años queriendo realizar este filme, siete años durante los cuales fue gestando la historia, cuidándola hasta el más mínimo detalle para que cobrara vida ante nuestros ojos. Eso, señoras y señores, es cine con mayúsculas. El arte no se mueve por dinero o por modas, sino por la pasión de un artista entregado en cuerpo y alma a su misión. Los asesinos de la luna es una épica americana que resuena en los ecos de la Historia, creada por un autor nacido y criado en las entrañas de la gran maquinaria, que ahora ejerce de portavoz de las almas engullidas por esta.

 

Los crímenes que asolan a la población indígena de Fairfax son solo la punta del iceberg tras la cual se oculta una larga tradición de saqueo y pillaje. La codicia y las ansias de poder crearon lobos y de sus actos se levantaron los cimientos sobre los que reposan los EE.UU. Una nación regada con la sangre de las víctimas hasta florecer en el imperio que hoy conocemos. Hay algo profundamente perverso en los hechos acaecidos, como si un mal primitivo se hubiera apoderado de esas malas tierras. No hay una inteligencia mayor ni un elaborado plan que mueva a los personajes, solo una sed insaciable de poder. Hay quien pueda ver esto como un punto negativo, yo no desde luego, pero sí es cierto que secundarios como Scott Shepherd, Jesse Plemons o un Brendan Fraser que desentona cual juanete ven sus roles difuminados.



En la historia del cine hemos visto villanos de toda clase: intelectuales, carismáticos y charlatanes, algunos incluso tenían una visión, errónea claro está sino no serían malos, pero había algo llamativo en ellos. Fairfax es un microcosmos abandonado dentro de un país de apenas un siglo de existencia y una Guerra Civil a sus espaldas; para aquellos blancos, la mayoría de ellos colonos, su Constitución era la ley del más fuerte. Ese es el mundo que habitaron los personajes de Los asesinos de la luna, uno sin sistema moral ni reglas de juego donde lo importante es la extensión y el valor de tu terreno.

 

Aunque cueste encontrarle igual dada su envergadura y la inmensidad de sus ideas, Scorsese emparenta su último trabajo con épicas como Gigante (1956), Pozos de ambición (2007) o Érase una vez en América (1984). Con los años, el maestro italoamericano ha rebajado su excentricidad, dotando sus filmes de mayor empaque y contención dramática. Una sobriedad clásica que aquí potencia con respecto a El irlandés (2019) o la cuasi experimental Silencio (2016); esto no significa que se haya vuelto aburrido. Su estilo está en constante evolución, incorporando elementos de directores veteranos y noveles; Scorsese no conoce la palabra estancado, lo que hace que sus películas sean tanto o más evocadoras que en sus inicios. 

 

El cineasta cierra así un tríptico apócrifo dedicado al espíritu de los EE.UU. que comenzó en Gangs of New York (2002), prosiguió con El lobo de Wall Street (2013) y culmina con Killers of the Flower Moon (2023). Un poderoso recorrido por los pecados capitales del país que lo vio nacer y que acogió a sus antepasados, exorcizando de paso los suyos propios.

 


En cuanto al trío protagonista, cada uno representa a su manera los distintos arquetipos que han poblado los libros de Historia. Por un lado, el sádico Maquiavelo (De Niro); por otro, la bondad sacrificada (Gladstone); y por último, pero no menos importante, el vulgo a menudo manipulado e idiotizado para perpetrar los actos más crueles en aras del poder (DiCaprio). 

 

Los tres están brillantes en sus respectivos registros. DiCaprio quizá sea el más sorprendente, ya que Ernest está desprovisto del glamour y el carisma desbordante que han caracterizado su carrera. Es un papel de bruto simplón poco agradecido para una estrella como él, pero en el que mantiene siempre la compostura y alcanza a conectar con un público al que tendrá en su contra. 

 

La nota más satisfactoria la pone un De Niro que regresa a la senda de sus antiguas proezas con ocasionales exabruptos propios de la comedia negra que para nada lleva al histrionismo. Su presencia sigue imponiendo respeto, más escalofriante aquí si cabe. William Hale, apodado el rey por su influencia entre los Osage y los blancos por igual, era un tipo taimado y sin escrúpulos que sabía muy bien lo que quería y cómo conseguirlo. Una serpiente viscosa que se deslizaba sutilmente entre el petróleo inyectando su veneno en la tribu. De Niro hace un despliegue magnético de carisma siniestro con una mirada gélida y genuinamente aterradora.

 

Pero sin duda alguna quien brilla con luz propia es la desconocida Lily Gladstone, el nuevo descubrimiento de Marty. La actriz, nacida y criada en la Reserva de los Blackfeet en Montana, hace una labor extraordinariamente lúcida como Mollie, una mujer fuerte que cree haber encontrado su compañero de vida en Ernest. Su interpretación transmite delicadeza y sensibilidad sin por ello indicar flaqueza; más bien al contrario, es perspicaz e independiente, pero cae en la trampa del amor. Es un mirlo blanco rodeado de buitres.

 

El montaje de Thelma Schoonmaker también es digno de elogios, facturando aquí uno de los mejores trabajos de su dilatada carrera. Con un primer corte que superaba ampliamente las 5 horas, Thelma hubo de condensar la información y hacerla digerible para el espectador a la vez que respetaba la profundidad del mensaje. Dar con la tecla exacta y mantenerla durante 3 horas y media sin desafinar ni perder agilidad en el proceso es una tarea harto complicada de la que sale prácticamente indemne. Y digo prácticamente porque hay alguna que otra escena reiterativa, pocas, pero que se hacen más evidentes en un metraje tan extenso como este. 

 

Su estilo de edición fue precursor en el cine moderno. La vertiginosa locura de sus cortes agilizaba las escenas de una forma inédita. Era un montaje tan visible como los personajes que habitaban las historias. Así puso de moda un estilo de edición del que ahora reniega de alguna manera. En el ocaso de sus carreras, Marty y Thelma siguen experimentando, jugando y madurando su arte, bajándole las pulsaciones a Los asesinos de la luna para dejar que el argumento cale hondo, pidiéndole al espectador que preste más atención a los gestos y las conversaciones. Ellos, que crearon rock and roll fílmico, se inclinan ahora por un blues tan denso como el alquitrán.



Incluso los asesinatos, que en el cine de Scorsese siempre fueron viscerales y exagerados, adquieren aquí una mayor gravedad. Atrás quedan los días dorados de ejecuciones rockeras, donde unos mafiosos descargaban sus cargadores llenos de rabia en una víctima despistada —véase Casino, Uno de los nuestros o Infiltrados—. En aquellas películas se trataba de ajustes de cuentas, malos matando a malos en una guerra sin fin; la hemoglobina formaba parte del espectáculo. Por el contrario, los crímenes de los Osage son un genocidio y como tal la violencia es más soterrada, más seca y sórdida; Marty quiere revolvernos el estómago. 

 

Además, la obra también se apoya en una fotografía y una puesta en escena insuperables. Los $200 millones que se ha gastado Apple se dejan ver en cada fotograma. No hay desperdicio, cada minuto es un deleite audiovisual sin parangón. Consciente de ello, Scorsese abre la película con planos panorámicos que ponen en situación la escala y ambición del proyecto; esta no es una película más de streaming, no. El detalle de los escenarios, los interiores, el uso de la luz para comunicar emociones. Los parajes naturales respiran libres recordando al mejor cine de Ford, reses y prospecciones petrolíferas compartiendo la misma tierra roja; tradición y progreso en un paraíso agonizante. Scorsese captura la belleza poética de aquella Oklahoma indomable donde los hombres y las bestias se confundían en la noche del oro negro. 

 

A todo esto, acompaña magníficamente la música del recién fallecido Robbie Robertson. El célebre guitarrista canadiense compone una partitura de ‘rock tribal’ que imprime fuerza y gancho a las imágenes. Trabaja en el fondo, lenta pero segura, creando una atmósfera sórdida y penetrante. Ahora que lo pienso me recordó, salvando las distancias, a la excelente banda sonora de Mank (2020) o la del videojuego Red Dead Redemption 2 (2018).

 

En definitiva, Killers of the Flower Moon nos traslada a una época convulsa en una nación desestructurada que luchaba por encontrarse a sí misma y en su camino perdió todo lo bueno que había en ella. Es el choque entre dos eras enfrentadas en las llanuras del medio oeste, como dos pistoleros batiéndose en duelo por el alma de una nación. Es el western que se despide cabalgando hacia el atardecer, mientras el silbido del tren anuncia la llegada de un nuevo amanecer. En esa frontera entre lo civil y lo salvaje surgieron los monstruos que se cobraron la sangre de la nación Osage a cambio del petróleo de unas tierras que jamás desearon. Y así fue como se levantó un país sobre la infamia, clamó Scorsese.


 

8,5/10: Wah’kon-tah, los Osage te saludan.

Diciembre de 1938. Un grupo de científicos alemanes descubren la fisión nuclear. Los nazis están en disposición de crear la bomba atómica; mientras tanto, en la Universidad de Berkeley, EE.UU., un joven prodigio de la física llamado J. Robert Oppenheimer —la J es muda— se labra una reputación por sus ideas revolucionarias. ¡Hitler invade Polonia! La IIGM es inminente, pero lejos del campo de batalla se libra una lucha entre las mentes más brillantes de ambos bandos; una carrera contrarreloj por controlar la fuerza del Universo y utilizarla contra el enemigo en un último acto de destrucción. Aquel que lo consiga le habrá entregado a la Humanidad la llave para destruirse a sí misma. Se habrá convertido en la muerte.


 

Este es el núcleo alrededor del cual gravita la asombrosa nueva historia de Christopher Nolan, Oppenheimer (2023). Para entender su origen debemos remontarnos a 2021, fecha en la cual descubre la biografía ganadora del Pulitzer American Prometheus (2005) de Kai Bird y Martin J. Sherwin, convirtiéndola en su próxima película. Un año más tarde, con el guion ya terminado, se hace oficial la noticia.

 

Lo siguiente sería conformar el equipo idóneo para realizar su obra más ambiciosa hasta la fecha, su particular Proyecto Manhattan. El peso de interpretar al «padre de la bomba atómica» recayó sobre los avezados hombros del actor irlandés Cillian Murphy, con quien Nolan ya había trabajado hasta en cinco ocasiones. El reparto lo completaron estrellas del firmamento Hollywood como Matt Damon, Robert Downey Jr. o Emily Blunt. Su fotógrafo de confianza Hoyte van Hoytema y Ludwig Göransson, el compositor que nos hizo olvidar a Hans Zimmer, no dudaron en seguirle más allá de los confines de su locura.

 

La meteórica carrera de Nolan ha atravesado múltiples fases creativas que revelan la genialidad de una mente en constante ebullición. Desde la deslumbrante Memento (2000) hasta Tenet (2020) pasando por El truco final (2006) o El caballero oscuro (2008), el británico se ha convertido por derecho propio en uno de los cineastas más estimulantes de su generación. Allá donde otros fracasan él triunfa, combinando reflexión con entretenimiento, épica y melodrama de forma quirúrgica y equilibrada, como si de una fórmula matemática se tratara. Su filmografía es paradójica, en ocasiones indescifrable, cabalga contradicciones sin despeinarse y sin diluir su autoría, sino todo lo contrario, redoblándola. Un director anacrónico que es, al mismo tiempo, epítome de la posmodernidad; una figura enigmática, alejada del ruido mediático y gurú cinematográfico de la juventud. Nolan es el Oppenheimer del cine.



Su última obra marca una anomalía en su trayectoria, una desviación que demuestra la ambición de un artista en una cruzada solitaria contra las normas. Aunque ya se aventuró en el cine histórico con Dunkerque (2017), Oppenheimer adquiere una dimensión totalmente nueva. Un estudio de personaje profundo y complejo que le exige al director desprenderse de sus artimañas narrativas, desnudándolo frente al espejo, la prueba definitiva que sitúa a todo individuo ante el precipicio de sus propias limitaciones. 

 

Nolan es famoso por emplear trucos audiovisuales con los que imbuye de épica sus relatos. El uso de efectismos y decorados grandilocuentes han vertebrado su carrera tanto como el tiempo, ese concepto abstracto que ha esculpido cuidadosamente igual que a un artesano le obsesiona su oficio. Todos estos elementos representan el tótem que lo han anclado a la realidad hasta ahora. Sin embargo, a diferencia de sus anteriores trabajos, Oppenheimer le exige dar un salto de fe con el que averiguar si está listo para la eternidad. La suma de años de trabajo culminan en un estallido de creatividad desbocado. 

 

Catalogar Oppenheimer como un biopic al uso sería hacerle un flaco favor. Nolan coge un género aburrido, hueco y conformista y lo reconfigura en un arma de destrucción masiva. Tal como hizo con los distintos niveles del sueño en Origen (2010), aquí confecciona una matrioshka bajo la apariencia de una biografía. Una fusión de géneros que libera energía narrativa, desencadenando nuevas y emocionantes preguntas, dilemas morales y traumas personales con los que la película cobra vida ante nuestros ojos.

 

El guion fue escrito desde el punto de vista del protagonista, lo que nos dice mucho de su intención. Nolan no pretende emitir un juicio de valor sobre Oppenheimer y desde luego no simplifica su figura en aras de un homenaje impostado, como sí hacen otros biopics de excelente factura y horrorosa vacuidad —véanse Bohemian Rhapsody (2018), Ghandi (1982) o Lincoln (2012)—. El británico quiere que nos metamos en su cabeza, que interpretemos el mundo tal como lo vio para luego mostrarnos la otra cara de la moneda, su entorno; de esta forma, Nolan nos presenta todas las perspectivas de una realidad inédita. El film combina el retrato psicológico de La red social (2010) con una pieza historiográfica de carácter supranacional como en JFK (1991); subjetividad y objetividad, fisión y fusión, en una sola película. Su historia va de lo atómico a lo universal, sirviéndose de un hombre como núcleo que detonará el nacimiento de una era. 


 

Ética. Aquel fue un momento crucial en la historia de la Humanidad; Oppenheimer se enfrentó a una cuenta regresiva contra los nazis en un escenario multifactorial con información asimétrica. De primeras, la respuesta parece clara, pero una vez cortada la cabeza de la hidra, ¿qué nos depara? Cuando un avance científico es a costa de la vida en La Tierra, cuando el progreso puede dinamitar el tablero geopolítico mundial provocando una reacción en cadena de consecuencias imprevistas, ¿deberíamos aún así emprenderlo? ¿Acaso podemos impedirlo o tan solo demorar lo inevitable? Quizá sea una ilusión en vano, al fin y al cabo, nadie puede poner puertas al campo, pero entonces surgen más preguntas. ¿Estamos condenados a autodestruirnos? ¿Puede nuestra sed de descubrimiento aniquilarnos? ¿Fue Oppenheimer el primero apóstol en anunciar el fin de los días? ¿Determinismo o libre albedrío? Todos estos interrogantes tuvieron que rondar su cabeza mientras desarrollaba la bomba en aquel desértico paraje. 

 

Legalidad. No conforme con el dilema moral, Nolan aspira a más y ahí entra en escena el juego político. Derrotado el nazismo, las altas esferas de EE.UU. volvieron su mirada recelosa hacia «el pulpo rojo». La URSS, comandada por Iósif Stalin, era la única fuerza antagonista de la hegemonía estadounidense tras la IIGM y de aquel miedo surgieron figuras siniestras. Sabuesos disfrazados de burócratas incendiaron la nación en una caza de brujas a la que muchos oportunistas no dudaron en sumarse y un simpatizante comunista con la influencia de Oppenheimer figuraba el primero en su lista —resulta irónico que el capitalismo americano se fundara sobre el invento de un izquierdista—. Esta lucha de superpotencias tuvo como resultado la militarización de la ciencia en nombre de la patria, más conocida como La Guerra Fría. El Proyecto Manhattan nació ante la urgencia por crear la bomba atómica antes que los nazis, pero su legado dejó cientos de miles de muertos y precipitó al mundo a una época oscura marcada por la carrera armamentística; la guerra ya no era mundial, sino nuclear. 

 

Integridad. Esta es la faceta más nebulosa y controvertida de Robert Oppenheimer. Poco sabemos de su vida familiar, qué clase de padre, de marido y de amante era, pero sí sabemos que tenía un carácter difícil, tachado de contradictorio por aquellos que lo conocieron. Nolan deja atisbos de su personalidad a lo largo de la película, pequeños chispazos a escala subatómica. Incluso tres horas se hacen escasas para la envergadura de su visión y en ese proceso de selección, priorizó la parte científica y sociopolítica a la personal. Las damnificadas de esta decisión fueron Jean Tatlock (Florence Pugh) y Kitty (Emily Blunt), las mujeres con las que compartió su vida, algo que el sector más crítico del director aprovechó para atizarle. Es verdad que su fuerte nunca ha sido lo emocional, a excepción de Interstellar (2014), la cual escribió con su hermano. A Nolan le interesan más los vericuetos científicos, se inspira en lo cerebral, no tanto en lo afectivo. Pese a todo, ambas actrices juegan un papel fundamental en el film; secundario no significa irrelevante.

 

Esto me lleva a hablar de las interpretaciones. Nolan es un gran director de actores, lo ha demostrado a lo largo de los años con Heath Ledger, Guy Pearce o Marion Cotillard por citar algunos. El británico recurre a menudo a actores fetiche como Michael Caine, Kenneth Branagh o Cillian Murphy. Este último es reconocido por el gremio como uno de los mejores de su generación, aunque no se haya consagrado como cabeza de cartel. No sé si Oppenheimer cambiará esto, ojalá lo haga, pero una cosa está clara: su trabajo será recordado como uno de los más evocadores de la década.


 

Murphy dota de ambigüedad a un científico envuelto en misterio. Oppenheimer era un tipo carismático y ambicioso, capaz de liderar y cargar con la responsabilidad en momentos límite, pero también desarrolló un gran sentimiento de culpa que lo acompañó en su etapa tardía y lo volvió un paria para unos y un peligro para el resto. El irlandés nos brinda una actuación fría e introspectiva, cargada de suficientes matices para entrever el infierno que encerraba su cabeza. Una interpretación hipnótica que crece en mi interior a medida que pasan los días. Cuenta además con el inestimable apoyo de un enérgico Robert Downey Jr. en el papel de Lewis Strauss, un personaje al que solo puedo describir como el Salieri de Amadeus (1984) y que ejerce el papel de antagonista. Strauss tiene más peso en la trama del que nadie hubiera imaginado y aunque Downey Jr. nunca ha estado mejor, su personaje no tiene el calado necesario. La cinta recalca demasiado su figura, pero no le da suficientes aristas a las que agarrarse.

 

Otro apartado que merece un punto y aparte es el montaje. Nolan mantiene su método de edición vertiginosa aplicando ligeros cambios. Donde antes había persecuciones y luchas pomposas, aquí encontramos una retahíla de conversaciones. Oppenheimer es sesuda, no en vano su guion está cargado de temas incómodos, pero no renuncia al entretenimiento. El desafío estaba en hacer que una película ambientada en habitaciones, despachos y laboratorios no solo fuera llevadera, sino eléctrica. Para llevar a cabo semejante tarea, Nolan y su editor montan las conversaciones con mayor intensidad de lo que lo harían normalmente; convierten cada palabra en una bala, cada silencio en un golpe directo al abdomen, cada confesión en una puñalada. El resultado es un drama que se siente más como una película de acción. El ritmo es frenético, tanto que puede resultar abrumador y confieso que en alguna ocasión me perdí tratando de seguir el hilo. Tampoco ayuda que la estructura narrativa esté alterada, de forma que escenas pasadas ocurran en el último acto y otras posteriores se muestren al inicio. Como en todas sus obras, Nolan requiere la máxima atención durante el visionado; aprieta, pero no ahoga, exige, pero jamás obliga. No estamos ante una película pedante ni abstracta —aunque sí coquetea con el surrealismo—, pero no esperéis un divertimento veraniego estándar. Aunque si habéis llegado hasta aquí seguramente no lo haréis.

 

Cuando adaptan la vida de una persona al cine, ya sea real o ficticia, tan importante es qué contar como qué omitir. Se trata de encontrar el equilibrio entre protones y electrones para mantener la estabilidad del átomo. Las elipsis o saltos temporales son imprescindibles a la hora de condensar toda una vida en apenas unas horas. Cuando están bien definidas, las elipsis pueden tener un gran impacto dramático. Como ya demostró Orson Welles en Ciudadano Kane (1941), no hay nada más poderoso que el paso del tiempo. Nolan empleó más de 17 km. de cinta para contar la vida de Oppenheimer, pero fue en la sala de montaje donde todas las piezas de este inmenso rompecabezas se entrelazaron para forjar un átomo.

 

Si hay un tapado en esta producción, ese no es otro que el compositor sueco Ludwig Göransson. Creed, The Mandalorian, Tenet, su música me ha conquistado con cada proyecto y esta no es la excepción. Su partitura es cautivadora, obsesiva y expansiva. Las notas nos invitan a soñar con reinos cuánticos, a perdernos en la inmensidad de sus posibilidades y horrorizarnos ante la imagen que nos revela. Crece exponencialmente desde lo minimalista hasta la máxima sonoridad. Un trabajo notabilísimo que forja los cimientos de una apasionante colaboración.


 

No es la primera vez que el dilema de Los Álamos llega a la gran pantalla. Títulos como Creadores de sombras (1989) intentaron acercarnos el dilema de la bomba atómica sin éxito. Coqueteos pueriles en el mejor de los casos que no alcanzan la trascendencia de un acontecimiento sin parangón. Oppenheimer lo logra, en gran medida, gracias a la visión de su director, quien le otorga la máxima importancia a cada escena. Solemnidad y suspense pueden ir de la mano igual que el formato IMAX puede emplearse en un escenario cerrado. Ideas contradictorias que Nolan hace funcionar y asienta como nuevo modelo de épica en las salas.

 

La teoría solo te llevará hasta cierto punto. Por muchas reseñas que leas o vídeos escuches, recomendando o no su visionado, Oppenheimer es un evento que ha de ser vivido para entenderlo. En una sociedad donde todo se consume al instante, donde los algoritmos y la IA avanzan a un ritmo mayor que la comprensión humana, películas como esta ofrecen un discurso admonitorio que invita a detener el tiempo y reflexionar. Por paradójico que resulte, las grandes obras son aquellas que empiezan después de los créditos finales, las que se quedan con nosotros y prenden el debate; esta es una de esas obras. Tic, tac. Un caleidoscopio de misterios desafía la conciencia colectiva. ¿Qué hay más allá del agujero negro?

 

8/10: TRIUNFO Y TRAGEDIA DE UNA LUZ OSCURA.

Las luces se apagan, la mecha se enciende y la inconfundible música de Lalo Schifrin anticipa una nueva aventura del espía más querido del cine moderno, Ethan Hunt. Agárrense a su butaca, porque el incombustible Tom Cruise regresa a las salas tras el incontestable éxito de Top Gun: Maverick (2022) en su solitaria cruzada por revitalizar la experiencia cinematográfica original. Una misión admirable que a menudo se confunde con la del héroe al que interpreta y que en esta séptima entrega pretende dejarnos boquiabiertos una vez más.



La saga de Misión imposible nos ha acompañado a lo largo del siglo XXI como una amiga fiel que nunca nos abandona y raramente decepciona. Desde su impresionante presentación en la película de Brian De Palma, Hunt y Cruise, Cruise y Hunt, han dinamitado la cartelera con un cóctel explosivo de intriga, tensión y escenas de acción que desafían la lógica y coronan a la estrella americana como el heredero de Buster Keaton.

 

Una fórmula perfeccionada durante los últimos 27 años que culmina en esta séptima entrega dividida en dos partes. Por el camino se han sumado actores del calibre de Simon Pegg, Rebecca Ferguson o Ving Rhames quienes conforman junto a Tom un equipo de carismáticos proscritos que distingue a esta franquicia de otras como James Bond o Bourne y que ya forma parte del ADN de Misión Imposible.

 

Otra pieza de esta engrasada maquinaria es el director y guionista Christopher McQuarrie, el cual repite después de firmar las dos anteriores entregas, Fallout (2018) y Nación secreta (2015). El binomio McQuarrie/Cruise se remonta a la interesante Jack Reacher (2012), un thriller de acción urbano que homenajea a clásicos como Bullitt (1968) o Driver (1978) y donde ya podíamos apreciar la afinidad entre el director y la estrella, así como su pasión por la historia del cine.

 

La misión de Sentencia mortal – Parte 1 (2023), si decide aceptarla, lleva a Ethan Hunt y a su equipo tras la pista de una misteriosa llave codiciada por las principales potencias, que brinda acceso a una poderosa arma tecnológica con capacidad para dominar el mundo entero. Una búsqueda contrarreloj en la que se enfrentará a innumerables peligros, se verá las caras con enemigos de un pasado lejano y forjará nuevas alianzas.


 

Como habréis observado, la premisa es todo lo ambiciosa que se espera de un proyecto de esta envergadura. Este es el bebé de Tom Cruise, su magnum opus como productor y una oportunidad para demostrar al Hollywood digital que lo analógico aún sigue dando caña.

 

Por este motivo, entre otros, cada vez que estrenan una nueva entrega me invade una sensación de morriña; igual que cuando proyectan una película de tu infancia en un cine de verano o te reencuentras con tu mejor amigo del colegio. Es el valor de las películas con sabor añejo, a cine de la vieja guardia, a efectos prácticos e imaginación como herramientas para hacer realidad los sueños.

 

En esta oportunidad volvemos a disfrutar de localizaciones reales, persecuciones con aroma a carburante, rugido de motor y siniestro total, acrobacias circenses y más, mucho más. A pesar de las restricciones del Covid-19, que convirtieron el rodaje en una pesadilla intermitente, Cruise, McQuarrie y el resto del equipo no han escatimado esfuerzos en hacernos partícipes de la acción. Su nivel de implicación es digno de admiración y debería servir como ejemplo para una industria acomodaticia.

 

El resultado son unas escenas de acción complejas y bien ejecutadas, con una puesta en escena elegante y un montaje que guía al espectador a través del caos. Ya sea en un tren, un rascacielos o en el mismísimo Nepal, la saga siempre se las ha apañado para abigarrar la escena con personajes y situaciones delirantes sin por ello olvidar su lógica interna.

 

Aquí cuenta además con la incorporación de Hayley Atwell en el papel de Grace, una ladrona de guante blanco que le añade un punto juguetón a la clásica ensalada de tiros y tollinas. Son esta clase de novedades las que hacen que una franquicia llegue hasta la séptima entrega sin mostrar claros signos de fatiga. Cruise, como buen perro viejo que es, entiende que el público entra en la sala con la esperanza de sorprenderse, pero también sabe que M:I ha desarrollado un sello que no puede traicionar. Sentencia mortal – Parte 1 hace equilibrismo sobre esa fina línea sin tambalearse.


 

También hay que aplaudir su empeño por traer nuevas y emocionantes amenazas que nos atornillen a la butaca. Siete películas dan para muchas armas mortíferas: agentes químicos, bombas nucleares y…¿patas de conejo? McQuarrie se las ingenia para inventar el arma definitiva, adentrándose en un territorio pantanoso que muchos no dudarían en tildar como ciencia ficción. 

 

La propuesta es valiente y sinceramente, prefiero que sea así a que nos endosen una nueva arma termonuclear en las narices porque, admitámoslo, ya están muy vistas. Sin embargo, salir de la zona de confort no siempre termina bien. En ocasiones, explorar territorios ignotos puede acarrear problemas inesperados. M:I ya coqueteó con elementos de ciencia ficción, pero siempre teniendo cuidado de no extralimitarse. Esta es la primera vez que la saga se zambulle en las insondables profundidades del género y no sale tan bien parada como le gustaría.

 

El guion co-escrito por McQuarrie y un desconocido Erik Jendresen, cuyo único crédito reconocible son tres capítulos de la célebre miniserie Hermanos de sangre (2001), elaboran una historia tan épica como hipertrofiada. Después de la sensacional Fallout donde todo, desde los personajes antiguos a las nuevas incorporaciones, la trama y las imponentes secuencias de acción —la escena del baño o la persecución en helicóptero son de lo mejor que ha dado el género en lo que va de siglo—, funcionaba como un reloj suizo, Sentencia mortal sobrecarga la narración con una caterva de personajes planos y sermones interminables que giran alrededor del mismo concepto una y otra y otra vez.

 

Echando la vista atrás a las anteriores películas, todos sus macguffin era sencillos por naturaleza; el motivo que desarrollaba la trama no tenía peso específico. En su lugar, su fuerza radicaba en los desafíos extremos a los que Cruise se sometía y en los giros de guion propios del género de espías. Esta séptima entrega intenta aunar lo mejor del guion de la primera cinta con la adrenalina de las más recientes, pero se queda a medias en ambas facetas. Lamentablemente, la historia nos lleva de la mano constantemente, en lugar de apostar por una narrativa más visual y sutil.


 

Es una pena que no confíen en la comprensión del público, porque de haberlo hecho hubieran podido ahondar en una premisa que prometía mucho. De hecho, el arranque de Sentencia mortal – Parte 1 es uno de los más ambiciosos de la franquicia.

 

A partir de ahí se suceden una serie de picos y valles durante sus casi tres horas de duración, convirtiéndola en la más larga de la serie con casi el doble de metraje —y la mitad de la trama— que la primera. Resulta paradójico que empleen más tiempo en contar menos, pero así es. Tanto a nivel de sorpresas como de arcos de personaje y desarrollo argumental, la de De Palma está varios peldaños por encima.

 

Cuando esta parte 1 se centraba en la acción tenían mi atención completa, pero la perdía en cuanto saltaban a las conversaciones, porque no estaban a la altura ni en dramatismo ni en interés, dejándome un sabor agridulce al dejar la sala, preguntándome: «si esta entrega cuenta con los mismos ingredientes que las dos anteriores, ¿por qué no me ha hecho vibrar tanto como aquellas?». La respuesta es un guion flojo que intenta abarcar mucho, pero que aprieta poco y que finalmente, decae en la monotonía y la repetición absurda de su planteamiento inicial.

 

El binomio McQuarrie/Cruise ha alcanzado un nivel de confort sin precedentes. Viendo los making-of, daba la impresión de que ambos se comunicaban por telepatía y, sin embargo, el producto final dista mucho de sus anteriores trabajos. ¿Puede esto deberse al conformismo? ¿Quizá se hayan relajado? No lo sé, aunque lo dudo, pero lo cierto es que Sentencia mortal – Parte 1 carece del nervio, de la energía y la emoción tanto de Nación secreta como de Fallout. Simplemente, ha nacido muerta.

 

Por supuesto que sería precipitado sacar conclusiones cuando la segunda parte aún no se ha estrenado —lo hará sobre estas fechas el próximo año—, pero solo podemos hablar de lo que sí se ha visto. Quizá la parte dos me haga cambiar de opinión, quizá no, pero de momento solo puedo decir que tienen un reto complicado por delante. 

 

Otro elemento que cojea es el villano Gabriel, interpretado por Esai Morales. Así como Henry Cavill, Sean Harris o Philip Seymour Hoffman le daban esa chispa necesaria para prender la mecha de M:I, Morales no consigue adueñarse de sus escenas, viéndose opacado por cualquier otro personaje que lo acompaña, ya sea Paris (Pom Klementieff), la Viuda Blanca (Vanessa Kirby) e incluso la propia arma de la cinta, apodada La Entidad. 


 

Esto es algo inaudito en la saga. Nunca antes habíamos visto que el villano principal quedara diluido dentro de su propia historia, inofensivo e impotente, pasando a un plano secundario en el marco general de la historia. Gabriel no tiene la fuerza ni el poder de intimidación de otros debido en gran medida al protagonismo que McQuarrie le da a La Entidad. Esta arma no se parece a ninguna que hayamos visto antes y eso genera situaciones insólitas en la franquicia que perjudican al supuesto villano principal. El guion pone tanto énfasis en La Entidad que rebaja a Gabriel al nivel de un pelele, un peón en un tablero de ajedrez que ni tan siquiera él comprende. 

 

Conscientes de ello, Jendresen y McQuarrie intentan subir el listón dramático dándole a Gabriel un pasado con Ethan Hunt por medio de un lamentable flashback que es, sin ningún lugar a dudas, lo peor de la película. A estas alturas de la franquicia, con todos los personajes que han desfilado por la pantalla, los guionistas no pueden sacar semejante conejo de la chistera y esperar que el aficionado no se percate de la trampa. Al final, lo que en realidad consiguen es el efecto contrario al que pretenden, haciéndole un flaco favor tanto a Gabriel como a Esai Morales, el cual anda bastante perdido en una historia que nunca le pertenece y una amenaza que jamás representa. 

 

Más allá de los motivos aquí expuestos, Sentencia mortal – Parte 1 también tiene que soportar el peso de una saga que lleva desde 2006 no solo reinventándose, sino superándose con cada nueva entrega. Cuando se estrenó Fallout hace cinco años y nos voló a todos la cabeza, parecía impensable que pudieron hacer algo mejor. Pero si algo hemos aprendido es a no subestimar el tesón de Tom "record-man" Cruise; su empeño por superarse es insólito en Hollywood y solo cabía esperar que en la siguiente película marcara un nuevo hito.

 

Desgraciadamente, ni siquiera él ha podido con el reto. Esta primera parte de Sentencia mortal adolece del síndrome déjà-vu; todo lo que muestra se ha visto y se ha hecho mejor antes en la franquicia. Y es que haga lo que haga, intente lo que intente, es imposible mantener la sensación de asombro en la séptima entrada.  

 

Por ejemplo: si llevo publicadas más de cien reseñas en el blog, no puedo pretender impresionar al lector tanto como en la primera, la décima o la centésima...si es que alguna vez lo logré. Lo mismo puede decirse de cualquier disciplina artística; el autor debe ser consciente del desgaste al que le somete el tiempo. Algunos aceptan este hecho y siguen adelante con mayor o menor éxito, mientras otros adoptan una postura más autocrítica —véase Quentin Tarantino y su intención de dejar de hacer películas después de la décima—.

 

Con más de 60 años y una filmografía vertiginosa a sus espaldas, Cruise se encuentra en una encrucijada. Le hemos visto desafiar a la muerte infinidad de veces, pero ahora se avecina el momento de plantearse si realmente quiere continuar por esta senda sabedor de que quizá haya alcanzado su límite; claro que aún tendrá la capacidad de entretenernos, pero los días de vino y rosas cada vez se ven más lejos.


 

¿Cuántas misiones imposibles puede cumplir sin caer en la caricatura? Tan importante es saber cuándo continuar como cuándo dejarlo. Esta clase de preguntas salen a relucir por primera vez en su carrera, pero son inevitables y de alguna forma trazan un paralelismo con otra estrella en su ocaso como Harrison Ford.

 

Por otra parte, tenemos que hablar de la célebre escena saltando al vacío en moto desde un acantilado, la cual se ha publicitado sobremanera en los últimos meses. Si no vives en una cueva del Hindu Kush afgano, lo más probable es que la hayas visto. Por algún motivo, los genios del marketing en Paramount han querido que asociemos esta entrega con y cito textualmente: “la acrobacia más arriesgada en la carrera de Tom Cruise”. Casi parece un número de circo más que una película. Nos han metido esta acrobacia hasta la tráquea, de tal forma que cuando por fin la vemos dentro del contexto del film, este pierde toda su espectacularidad.

 

¿Os imagináis que antes de estrenar Protocolo fantasma mostraran la secuencia íntegra escalando el Burj Khalifa o la del helicóptero antes de ver Fallout? Las partes más sorprendentes de un taquillazo deberían preservarse para el momento del estreno, no prostituirlas hasta drenar toda la emoción de la película. Solo espero que aprendan de este error y sean más sutiles para la promoción de la parte 2. Esta lección no se aplica exclusivamente aquí, sino al 90% de las producciones de Hollywood.


 

En definitiva, Misión Imposible: Sentencia mortal – Parte 1 es un buen entretenimiento para esta temporada veraniega, pero un capítulo decepcionante en una saga que nos ha mal acostumbrado a esperar lo mejor. Cruise sigue soportando bien la etiqueta de salvador del cine tras erigirse como tal en Top Gun: Maverick, pero muestra cierto agotamiento. Esta última entrega me deja más preguntas que respuestas, no tanto con respecto al personaje de Ethan Hunt y su aventura, sino a la persona de Tom Cruise. Supongo que habrá que esperar al año que viene para saber si ambos cumplen la misión que han decidido aceptar.

 

6/10: ESTA RESEÑA SE AUTODESTRUIRÁ EN 5 SEGUNDOS.