Hay quien dice que los sueños son un camino hacia una verdad suprema; una dimensión desconocida que encierra todas las respuestas al misterio de la vida. Incluso hay quien cree que es una forma del tiempo que trasciende a la realidad física, un ciclo infinito del que venimos y al que volvemos cuando la carne desfallece —“el soñar” o Altjeringa es la fuente de creación a la que los aborígenes australianos se referían en su exploración de la naturaleza del espíritu.



La mente y su eco dan lugar a un sinfín de interpretaciones y murmullos, teorías o creencias la mayoría anapodícticas (que no son demostrables), pero que han habitado nuestro subconsciente desde el principio de los tiempos. ¿Acaso no resulta llamativo que los bebés nacidos en la actualidad sigan soñando como lo hacían los Australopithecus afarensis hace más de tres millones de años? ¡Cuánto nos queda por aprender de nosotros mismos!

 

El caso es que, cuando cae la noche y el cansancio de las preocupaciones diurnas nos aflige, el sueño entra sigiloso por un rincón de la alcoba… Y os preguntáis, ¿para qué? Bueno, eso depende de la sesión onírica que hayáis adquirido. Y aquí estoy yo, vuestro humilde taquillero Rick Deckard, para ofreceros una selección de cinco películas con las que soñar o despertar dentro del sueño.

 

¿Dónde está mi cuerpo? (2019)

 

Esta pequeña joya de la animación francesa, estrenada en Netflix, nos invita a reflexionar sobre cuestiones existenciales tales como la búsqueda de la identidad; la esencia misma que anhelamos a lo largo de nuestra carrera contra el tiempo. Su imbricada estructura narrativa cuenta la vida del joven Naoufel desde su nacimiento hasta el instante que lo cambió para siempre; entretanto, somos testigos de las fotografías más importantes de su vida, aquella dulce alegría de la infancia y los momentos dramáticos que forjaron su carácter. 


 

La cinta, multipremiada e incluso nominada a los Óscar, es una rara avis del género; una película tranquila e introspectiva con un tono nebuloso que flota impasible entre el mundo de la realidad y el onírico. Naoufel es un chico soñador al que un trauma le cortó las alas y condicionó su vida; llamadlo destino, casualidad o moscardón. Lo cierto es que vive encerrado en sí mismo y sus frustraciones, sumido en un bucle de autoflagelación que le lleva a rememorar todo lo que pudo ser y no fue.

 

Paralelamente y de forma rocambolesca, seguimos la tortuosa odisea de una mano en busca de su cuerpo a través de las calles, las alcantarillas y los tejados parisinos. Una aventura melancólica que marida a la perfección con la historia de autorrealización de nuestro protagonista. El realizador y guionista de la obra, Jérémy Clapin, no plantea todas las preguntas ni ofrece todas las respuestas, pero abre un debate sobre la exploración personal, la huella que en nosotros dejan los seres queridos, las heridas emocionales y cómo abordarlas para comprender mejor quiénes somos y hacia dónde nos dirigimos. 



¿Dónde está mi cuerpo? hace un ejercicio de síntesis brillante, concentrando en apenas 80 minutos de emociones intensas de amor, pérdida y superación personal y lo hace sin perder al espectador gracias a un apartado artístico exquisito y una banda sonora psicocósmica que nos adentra en el vasto universo de la mente humana.

 

Por último, cabe añadir que la historia está basada en la novela Happy Hand de Guillaume Laurant. No dejéis, pues, pasar la oportunidad de ver esta maravillosa película y meditar solo o acompañado sobre sus valiosas lecciones.

 

Paprika (2006)

 

Satoshi Kon, ¡cuánto te añoramos los espíritus inquietos! La visión sobre el mundo de los sueños y la psicología humana que plasmó en pantalla este legendario mangaka lo convierten, por derecho propio, en una de las figuras más relevantes del anime. A pesar de contar únicamente con cuatro largometrajes, su legado es incontestable; cineastas como Christopher Nolan o Darren Aronofsky buscaron inspiración en su obra. Una filmografía corta, pero desbordante y densa que seduce a cualquiera que aprecie lo intangible de la existencia. Kon entendía los sueños como una extensión de la realidad, una fusión mente-materia que desafía la lógica del espectador y expande los límites de la animación como medio para contar historias.



Sus animes han habitado en la frontera entre lo posible y lo irreal; quizá el ejemplo más claro de su estilo sea Paprika. La cinta nos sumerge en una realidad alternativa en la que un grupo de científicos han desarrollado un poderoso dispositivo con el que acceder a los sueños del paciente y tratar así sus trastornos. La Dra. Atsuko, una experta “buceadora de la mente”, verá sus habilidades puestas a prueba cuando un misterioso criminal se apodera de tres prototipos con el fin de controlar la mente del soñante y subyugarlo en una pesadilla colmena sin principio ni fin. 

 

Conforme avanza la trama, esta se vuelve más intrincada e hipnótica, igual que ocurre con los sueños cuando profundizamos en ellos. Visualmente es incomparable, diríase un producto de la imaginación de El Bosco. Kon se vio influenciado por maestros como David Lynch, Buñuel o Polanski, autores que creían firmemente en la dimensión fantástica de la realidad física, a menudo como manifestación de una verdad oculta por la percepción. Paprika va de lo nuclear a lo absoluto, del sueño de un individuo a la ensoñación colectiva como punto unificador (y destructor) de la sociedad ya que, si bien el sueño potencia nuestra creatividad, también nos desnuda ante nuestros mayores miedos. A Kon le obsesionaba el desdoblamiento de la personalidad y aquí lo lleva al terreno de la independencia del subconsciente sobre su expresión corpórea, manifestándose ante los ojos de un espectador que se vuelve partícipe de la pesadilla.



El milagro de Paprika es que consigue amalgamar la ficción cinematográfica con nuestros pensamientos, dando como resultado una experiencia honda. También suscita un interesante dilema sobre los avances tecnológicos; en el transcurso de la película, queda patente que el invento ha superado ampliamente a su creador. ¿Qué dice eso de nuestra sociedad? La arrogancia es nuestro peor enemigo…

 

Paprika es, sin duda alguna, una de las cintas más sugerentes de la historia del anime; una película para revisionar y recomendar a todo aquel que, como tú y como yo, haya plantado la semilla de la ensoñación en nuestra vida diaria. Así que reposen en una nube y déjense transportar al mundo transformador de lo imaginario. 

 

El planeta salvaje (1973)

 

A principios de los 70, el dibujante parisino René Laloux empezaba a asomar la cabeza en el mundo de la animación gracias a cortometrajes tan extravagantes como Tiempo muerto (1964) o Los caracoles (1965); había trabajado con el célebre Paul Grimault y Roland Topor —este último se convertiría a la postre en su asiduo colaborador—. La historia de su vida es cuanto menos peculiar: apasionado de las artes desde la infancia, cultivó su talento para la pintura mientras trabajaba en un centro psiquiátrico. Durante cuatro años, experimentó con las posibilidades del dibujo en beneficio de los pacientes. Una vivencia que le sirvió para debutar en 1960 con el corto Los dientes del mono. 


El planeta salvaje es una experiencia que escapa a la definición y que es difícilmente comparable a nada que el espectador haya visto antes; en pocas palabras, no estáis preparados. Su visionado es lo más cercano que jamás haya estado a otro planeta. Original, inspiradora, cerebral… El planeta salvaje escapa de cualquier intento por catalogarla, igual que un sueño.

 

La historia comienza con un aura de extrañeza y primitivismo que nos invita a abandonar nuestros juicios e ideas preconcebidas. Laloux nos propone un viaje iniciático, pero no uno cualquiera, sino el de la Humanidad al completo. Imagina volver al principio de los tiempos, cuando la civilización no era más que un lejano sueño; ahora imagina que, en lugar de andar sobre la Tierra, lo hicieses sobre un planeta irreconocible, lleno de peligros y criaturas grotescas fruto de la imaginación de Dalí. Pues bien, en ese inhóspito planeta el Hombre no ocupa la cúspide de la pirámide, sino que lo hacen unos gigantes antropomorfos que nos tratan como a una plaga. 



Ciencia ficción al servicio de la psicología, deslumbrante en lo técnico y desafiante en lo narrativo; un vehículo para recapacitar sobre la raza humana desde sus albores hasta ocupar su lugar como especie dominante. El planeta salvaje nos desnuda frente a nuestras debilidades, situándonos en un contexto hostil para observar el sufrimiento que precede a la necesaria adaptación. Laloux disecciona el proceso evolutivo por el que dejamos de ser presa para convertirnos en cazadores; todo ello con una animación y una banda sonora que, por separado son magníficas, pero juntas conforman una experiencia sensorial y onírica desbordante.

 

Los amos del tiempo (1982)

 

Seguimos con ese ilustre animador y poeta de los sueños llamado René Laloux para hablar de su segundo largometraje, Los amos del tiempo. En esta oportunidad, unió sus fuerzas creativas con otra mente imaginativa como Jean Giraud “Moebius” para dar a luz una obra exótica y fascinante que seguro alimentará vuestros sueños más profundos. 

 

La historia comienza cuando dos colonos espaciales, un padre y su hijo, emiten una llamada de auxilio desde el inhóspito planeta Perdide. El mensaje lo intercepta un grupo de aventureros encabezados por Jaffar que harán lo imposible por rescatar al niño. En su camino se encontrarán con excéntricos personajillos, ecosistemas diversos, criaturas monstruosas y una avanzada a la par que amenazante civilización. 



Los amos del tiempo es un proyecto más ambicioso que El planeta salvaje. Laloux apuntó muy alto en su búsqueda por superar su ópera prima; la envergadura y cantidad de personajes así lo demuestran. Sin embargo, más no siempre es mejor. El principal problema de la película radica en un guion disperso al que le falta un mensaje más contundente. Es por ello que el ritmo se resiente, aparte de aquejar más el paso del tiempo debido a un apartado artístico un tanto envejecido en comparación con su predecesora. No obstante, que esto no os eche para atrás, porque estamos ante una aventura con momentos imponentes que de seguro os dejarán boquiabiertos. El poderío visual de Moebius basta para justificar su visionado. 

 

Después de su intrigante acto introductorio, la cinta se divide en dos líneas de acción: por un lado, seguimos a Piel, un niño que deambula por los variopintos parajes de Perdide hasta hallar refugio en un singular bosque; por el otro, tenemos a este diverso grupo de trotamundos con algunos intereses en común… y otros encontrados. Donde la película brilla más es en su retrato de la infancia vulnerable a los peligros del mundo real; una historia dominada por la soledad y la lucha por la supervivencia. Es ahí donde Laloux comprueba la fortaleza del espíritu humano, su capacidad para sobreponerse a las adversidades ya incluso en la más tierna infancia. 



Los amos del tiempo es una aventura inconsistente que peca de una ambición desmedida y aunque es netamente inferior a El planeta salvaje, no es ni mucho menos desdeñable gracias al impresionante universo que construye —lleno de escenas y personajes inolvidables— y a una exploración del trauma infantil sorprendentemente buena. Si tenéis curiosidad por ver el arte de Moebius y Laloux plasmado en celuloide ante vuestros ojos, no dudéis en verla.

 

Memories (1995)

 

Tres directores en un proyecto de antología sci-fi encabezado por el maestro del anime Katsuhiro Otomo. A raíz del éxito de Akira (1988), Otomo colaboró con otros dos mangakas para producir una película de episodios que tuviera la imaginación como nexo. El resultado es Memories, recuerdos de sueños o pesadillas ideadas por algunas de las mentes más sugerentes del país del sol naciente. Un filme que mantiene al espectador cautivado por su abrumador despliegue audiovisual y su variedad temática. Tres historias la componen, cada una con un enfoque distinto, pero todas ellas logran plantar una semilla de pensamiento en nosotros; un universo de conceptos evocadores dibujados en la gran pantalla como si de un lienzo se tratara. Memories es ante todo un llamamiento a la creatividad, a empujar los límites del medio para contar historias refrescantes, vibrantes y reflexivas sobre la esencia humana, el pegamento que nos une a través de la edad y el espacio. Es la clase de película que lucha contra la dictadura de la apatía, contra lo cómodo y que encuentra en la mente un refugio donde sanar las alas con las que echar a volar.



 Como ocurre en toda antología, algún episodio llamará más nuestra atención más que otro, pero esto no ha de preocuparos, ya que los tres tienen algo a lo que agarrarse intelectual o artísticamente. Memories rebosa ingenio por cado uno sus fotogramas, lo cual la lleva inexorablemente a los sofisticados entresijos del anime; el primer capítulo seguramente sea el más arrollador e intenso, mientras el segundo y el tercero rondan a su alrededor como satélites bienintencionados. 

 


El primero de ellos, titulado Rosa magnética, se ambienta en un futuro no tan lejano en el que una nave verá modificado su rumbo a causa de una enigmática llamada de socorro proveniente de lo más recóndito del cementerio galáctico. Os suena, ¿verdad? La propuesta, guionizada por el gran Satoshi Kon y dirigida por Koji Morimoto, es una aventura cósmica con tintes de terror gótico; hay “castillos en ruinas”, personajes infaustos y una atmósfera de intriga que alimenta la zozobra. Dura poco menos de tres cuartos de hora en los que cabe un sinfín de posibilidades y un profundo estudio de la psicología humana que al más aficionado a la lectura le conducirá inevitablemente hasta Stanislaw Lem y su célebre novela Solaris. Es una pieza reverencial con sus clásicos que analiza las relaciones afectivas, la tortura de la soledad forzada y la búsqueda de un propósito. Rosa magnética tiene muchas espinas que el espectador ávido de experiencias nuevas podrá desentrañar.



Seguimos con el segundo, Bomba fétida, escrito por Otomo y dirigido por un debutante Tensai Okamura, quien cuenta en clave humorística la cadena de sucesos que conducen a Japón a una catástrofe sin precedentes. A primera vista, su tono alegre y juguetón nos puede llevar a pensar en una comedieta, aunque pronto descubrimos la gravedad del asunto. El título, inspirado en el género kaiju nacido al amparo del hongo nuclear, sirve de advertencia acerca de los peligros de una ciencia y tecnología que avanzan más rápido de lo que la sociedad puede asimilar. Su ligereza la hace parecer más inofensiva, menos trascendental que sus hermanas y el desarrollo también se queda corto en comparación. Parte de un dilema tabú en el mundo tecnologizado en el que vivimos, pero le cuesta desarrollarlo más allá de lugares comunes. Bomba fétida no es el episodio más memorable de esta colección, aunque deja la puerta abierta a una discusión de ramificaciones imprevistas.



El tercer y último capítulo es un espacio reservado para la experimentación de Katsuhiro Otomo. Es la propuesta más conceptual y por qué no decirlo, sesuda. Otomo desviste al anime de su coqueta parafernalia para quedarse con lo nuclear. Es la más sencilla técnicamente; el mensaje como leitmotiv de una obra. En sus 20 minutos de duración apenas se vislumbra acción alguna, lo cual puede causar rechazo en una parte del público que la considere demasiado críptica. Personalmente, la encuentra maravillosa. Una perla de sabiduría que previene sobre los nacionalismos como mecanismo para incitar la maquinaria del odio que tanta destrucción causó en el siglo XX. Carne de cañón —como se titula— sigue la vida diaria de una familia consumida en carne y espíritu por el negocio de la guerra. Otomo diagnostica un cáncer provocado por la radicalización de las masas a través de los medios y de un Estado parasitario. Un cortometraje perturbador que bombardea la mente con principios e invita a reconducir nuestra sociedad antes de que el veneno de la “pólvora doctrinaria” haga mella en el alma colectiva.

Expulsados de sus tierras en Misuri, Arkansas y Kansas por los colonos y las guerras intestinas, la nación Osage conocida como Ni-U-Kon-Ska o Hijos de las aguas medias en referencia a los ríos Ohio y Osage que poblaron originalmente, fueron forzados por el gobierno a desplazarse a una reserva en el rincón más yermo del Estado de Oklahoma; un páramo ignoto donde apenas afloraban cultivos y los duros inviernos diezmaron su población a la mitad. Eran un pueblo asolado por la tragedia y la hambruna, abandonado a su suerte por un estado y una población civil ajena a su sufrimiento hasta que, a principios del siglo XX, estalló el boom petrolero.


Así comenzó la fiebre del oro negro que atrajo las miradas codiciosas del hombre blanco. Con el beneplácito del gobierno, se estableció un sistema de subastas con el que se arrendaron parcelas para la explotación de pozos. Los Osage poseían 6000 km2 fértiles en petróleo que fueron cediendo a empresarios blancos a cambio de unas regalías que los convirtieron en el pueblo más rico per cápita del planeta. En 1923, los Osage latifundistas habían recibido el equivalente a $400 millones actuales, una inmensa riqueza que les permitió vivir en mansiones y tener chóferes y criados a su servicio. El dinero fluía a sus arcas con tanta ligereza que los burócratas de Washington no tardaron en aprobar una Ley de Adjudicación por la que los tribunales locales debían autorizar un guardián o tutor que gestionara las regalías de los Osage mestizos hasta que estos demostraran tener “competencia”. Esta ley incentivó la estafa que detonó, años después, en los crímenes que se cobraron la vida de al menos 60 nativos en un escabroso caso que atenta contra los cimientos de los EE.UU.


 

A sus 80 años, 64 de ellos en la silla de director, Martin Scorsese vuelve con el brío y la creatividad de un chaval en Killers of the Flower Moon o Los asesinos de la luna, un arrebatador melodrama que aborda el caso real de los asesinatos de nativos Osage llevado a cabo por un grupo de hombres blancos en Fairfax (Oklahoma). Una película basada en hechos reales que sirve para destapar la corrupción arraigada en lo más profundo del mal llamado sueño americano. 

 

La película está protagonizada por Leonardo DiCaprio, Lily Gladstone y Robert De Niro y cuenta además con la inestimable colaboración del guionista Eric Roth (Forrest Gump, El dilema, Munich) para la titánica labor de adaptar el libro homónimo en el que se basa. Un equipazo que completan el fotógrafo mexicano Rodrigo Prieto —socio habitual de Scorsese— y la montadora Thelma Schoonmaker, mente maestra detrás de su cine y esposa en otra vida. Juntos se embarcan en este ambicioso proyecto que busca desmitificar la leyenda fundacional de América, contando una verdad largo tiempo olvidada.

 

Pocas obras abruman tanto como para dejarte sin palabras; esta es una de ellas. Los asesinos de la luna es la demostración de que un cineasta puede llegar al ocaso de su carrera con la misma energía y ambición que un novicio. Scorsese lleva años demostrando que su estilo sigue más vigente que nunca, adaptándose a los vientos de cambio sin renunciar a los temas que marcaron su vida, véanse la interrelación entre la violencia, la corrupción, la fe religiosa y la espiritualidad en universos que pecan de una descomposición moral. 

 

En su última película, el genio neoyorquino trata la salvación del alma, no de un personaje sino de una nación. Un ejercicio de revisionismo visto desde la perspectiva de los perdedores de esta historia, unas gentes que creyéndose bendecidas por el destino fueron en realidad engañadas y traicionadas. Esta es ante todo la crónica de una ignominia, un capítulo de la Historia americana enterrado bajo mentiras, dinero sucio y la sangre de unos espíritus silenciados. 

 

Para hacerlo, los guionistas centran la trama en Ernest Burkhart (DiCaprio) y Mollie Kyle (Gladstone), una pareja mestiza cuyo romance pronto se tornará en tragedia. Ambos representan la cara y la cruz en este conflicto, que es el mismo que arrastramos desde los albores de la Humanidad. Una vez colocadas las piezas y establecidos los intereses, algo en lo que la película invierte gran tiempo y esmero, nos espera un descenso por los vericuetos más disolutos de la conducta humana. 



No nos engañemos, Los asesinos de la luna no es un thriller, ya que no hay misterio ni giros que nos mantengan en vilo. Al contario, la película opta por mantenernos informados, de forma que siempre vamos por delante de los personajes. Como diría Hitchcock, eso es suspense y uno realmente bien hilado. En un movimiento genial, Scorsese y Roth le dan un vuelco al género true crime al que pertenece la novela, convirtiéndolo en un reportaje de crónica negra donde el espectador está tan indefenso como lo estuvo el pueblo Osage. De esta forma, nos vemos maniatados en la butaca, forzados a ver toda clase de atrocidades sin tregua. Scorsese quiere que nos indignemos ante una historia que, como ocurre con muchas otras, no podemos reescribir y a menudo ignoramos. Porque esto es algo más que cine, es una lección de vida.

 

No obstante, las dudas acerca de su duración siguen sobrevolando la película. Mucho se ha debatido acerca de sus tres horas y media de metraje y lo cierto es que no hay una respuesta definitiva. Personalmente, creo que están más que justificadas, no tanto por lo que cuenta sino por cómo lo hace. Otro director menos involucrado en el proyecto hubiera firmado un thriller convencional, sin duda interesante porque el material lo es en sí mismo, pero desprovisto de corazón. Scorsese llevaba siete años queriendo realizar este filme, siete años durante los cuales fue gestando la historia, cuidándola hasta el más mínimo detalle para que cobrara vida ante nuestros ojos. Eso, señoras y señores, es cine con mayúsculas. El arte no se mueve por dinero o por modas, sino por la pasión de un artista entregado en cuerpo y alma a su misión. Los asesinos de la luna es una épica americana que resuena en los ecos de la Historia, creada por un autor nacido y criado en las entrañas de la gran maquinaria, que ahora ejerce de portavoz de las almas engullidas por esta.

 

Los crímenes que asolan a la población indígena de Fairfax son solo la punta del iceberg tras la cual se oculta una larga tradición de saqueo y pillaje. La codicia y las ansias de poder crearon lobos y de sus actos se levantaron los cimientos sobre los que reposan los EE.UU. Una nación regada con la sangre de las víctimas hasta florecer en el imperio que hoy conocemos. Hay algo profundamente perverso en los hechos acaecidos, como si un mal primitivo se hubiera apoderado de esas malas tierras. No hay una inteligencia mayor ni un elaborado plan que mueva a los personajes, solo una sed insaciable de poder. Hay quien pueda ver esto como un punto negativo, yo no desde luego, pero sí es cierto que secundarios como Scott Shepherd, Jesse Plemons o un Brendan Fraser que desentona cual juanete ven sus roles difuminados.



En la historia del cine hemos visto villanos de toda clase: intelectuales, carismáticos y charlatanes, algunos incluso tenían una visión, errónea claro está sino no serían malos, pero había algo llamativo en ellos. Fairfax es un microcosmos abandonado dentro de un país de apenas un siglo de existencia y una Guerra Civil a sus espaldas; para aquellos blancos, la mayoría de ellos colonos, su Constitución era la ley del más fuerte. Ese es el mundo que habitaron los personajes de Los asesinos de la luna, uno sin sistema moral ni reglas de juego donde lo importante es la extensión y el valor de tu terreno.

 

Aunque cueste encontrarle igual dada su envergadura y la inmensidad de sus ideas, Scorsese emparenta su último trabajo con épicas como Gigante (1956), Pozos de ambición (2007) o Érase una vez en América (1984). Con los años, el maestro italoamericano ha rebajado su excentricidad, dotando sus filmes de mayor empaque y contención dramática. Una sobriedad clásica que aquí potencia con respecto a El irlandés (2019) o la cuasi experimental Silencio (2016); esto no significa que se haya vuelto aburrido. Su estilo está en constante evolución, incorporando elementos de directores veteranos y noveles; Scorsese no conoce la palabra estancado, lo que hace que sus películas sean tanto o más evocadoras que en sus inicios. 

 

El cineasta cierra así un tríptico apócrifo dedicado al espíritu de los EE.UU. que comenzó en Gangs of New York (2002), prosiguió con El lobo de Wall Street (2013) y culmina con Killers of the Flower Moon (2023). Un poderoso recorrido por los pecados capitales del país que lo vio nacer y que acogió a sus antepasados, exorcizando de paso los suyos propios.

 


En cuanto al trío protagonista, cada uno representa a su manera los distintos arquetipos que han poblado los libros de Historia. Por un lado, el sádico Maquiavelo (De Niro); por otro, la bondad sacrificada (Gladstone); y por último, pero no menos importante, el vulgo a menudo manipulado e idiotizado para perpetrar los actos más crueles en aras del poder (DiCaprio). 

 

Los tres están brillantes en sus respectivos registros. DiCaprio quizá sea el más sorprendente, ya que Ernest está desprovisto del glamour y el carisma desbordante que han caracterizado su carrera. Es un papel de bruto simplón poco agradecido para una estrella como él, pero en el que mantiene siempre la compostura y alcanza a conectar con un público al que tendrá en su contra. 

 

La nota más satisfactoria la pone un De Niro que regresa a la senda de sus antiguas proezas con ocasionales exabruptos propios de la comedia negra que para nada lleva al histrionismo. Su presencia sigue imponiendo respeto, más escalofriante aquí si cabe. William Hale, apodado el rey por su influencia entre los Osage y los blancos por igual, era un tipo taimado y sin escrúpulos que sabía muy bien lo que quería y cómo conseguirlo. Una serpiente viscosa que se deslizaba sutilmente entre el petróleo inyectando su veneno en la tribu. De Niro hace un despliegue magnético de carisma siniestro con una mirada gélida y genuinamente aterradora.

 

Pero sin duda alguna quien brilla con luz propia es la desconocida Lily Gladstone, el nuevo descubrimiento de Marty. La actriz, nacida y criada en la Reserva de los Blackfeet en Montana, hace una labor extraordinariamente lúcida como Mollie, una mujer fuerte que cree haber encontrado su compañero de vida en Ernest. Su interpretación transmite delicadeza y sensibilidad sin por ello indicar flaqueza; más bien al contrario, es perspicaz e independiente, pero cae en la trampa del amor. Es un mirlo blanco rodeado de buitres.

 

El montaje de Thelma Schoonmaker también es digno de elogios, facturando aquí uno de los mejores trabajos de su dilatada carrera. Con un primer corte que superaba ampliamente las 5 horas, Thelma hubo de condensar la información y hacerla digerible para el espectador a la vez que respetaba la profundidad del mensaje. Dar con la tecla exacta y mantenerla durante 3 horas y media sin desafinar ni perder agilidad en el proceso es una tarea harto complicada de la que sale prácticamente indemne. Y digo prácticamente porque hay alguna que otra escena reiterativa, pocas, pero que se hacen más evidentes en un metraje tan extenso como este. 

 

Su estilo de edición fue precursor en el cine moderno. La vertiginosa locura de sus cortes agilizaba las escenas de una forma inédita. Era un montaje tan visible como los personajes que habitaban las historias. Así puso de moda un estilo de edición del que ahora reniega de alguna manera. En el ocaso de sus carreras, Marty y Thelma siguen experimentando, jugando y madurando su arte, bajándole las pulsaciones a Los asesinos de la luna para dejar que el argumento cale hondo, pidiéndole al espectador que preste más atención a los gestos y las conversaciones. Ellos, que crearon rock and roll fílmico, se inclinan ahora por un blues tan denso como el alquitrán.



Incluso los asesinatos, que en el cine de Scorsese siempre fueron viscerales y exagerados, adquieren aquí una mayor gravedad. Atrás quedan los días dorados de ejecuciones rockeras, donde unos mafiosos descargaban sus cargadores llenos de rabia en una víctima despistada —véase Casino, Uno de los nuestros o Infiltrados—. En aquellas películas se trataba de ajustes de cuentas, malos matando a malos en una guerra sin fin; la hemoglobina formaba parte del espectáculo. Por el contrario, los crímenes de los Osage son un genocidio y como tal la violencia es más soterrada, más seca y sórdida; Marty quiere revolvernos el estómago. 

 

Además, la obra también se apoya en una fotografía y una puesta en escena insuperables. Los $200 millones que se ha gastado Apple se dejan ver en cada fotograma. No hay desperdicio, cada minuto es un deleite audiovisual sin parangón. Consciente de ello, Scorsese abre la película con planos panorámicos que ponen en situación la escala y ambición del proyecto; esta no es una película más de streaming, no. El detalle de los escenarios, los interiores, el uso de la luz para comunicar emociones. Los parajes naturales respiran libres recordando al mejor cine de Ford, reses y prospecciones petrolíferas compartiendo la misma tierra roja; tradición y progreso en un paraíso agonizante. Scorsese captura la belleza poética de aquella Oklahoma indomable donde los hombres y las bestias se confundían en la noche del oro negro. 

 

A todo esto, acompaña magníficamente la música del recién fallecido Robbie Robertson. El célebre guitarrista canadiense compone una partitura de ‘rock tribal’ que imprime fuerza y gancho a las imágenes. Trabaja en el fondo, lenta pero segura, creando una atmósfera sórdida y penetrante. Ahora que lo pienso me recordó, salvando las distancias, a la excelente banda sonora de Mank (2020) o la del videojuego Red Dead Redemption 2 (2018).

 

En definitiva, Killers of the Flower Moon nos traslada a una época convulsa en una nación desestructurada que luchaba por encontrarse a sí misma y en su camino perdió todo lo bueno que había en ella. Es el choque entre dos eras enfrentadas en las llanuras del medio oeste, como dos pistoleros batiéndose en duelo por el alma de una nación. Es el western que se despide cabalgando hacia el atardecer, mientras el silbido del tren anuncia la llegada de un nuevo amanecer. En esa frontera entre lo civil y lo salvaje surgieron los monstruos que se cobraron la sangre de la nación Osage a cambio del petróleo de unas tierras que jamás desearon. Y así fue como se levantó un país sobre la infamia, clamó Scorsese.


 

8,5/10: Wah’kon-tah, los Osage te saludan.

Diciembre de 1938. Un grupo de científicos alemanes descubren la fisión nuclear. Los nazis están en disposición de crear la bomba atómica; mientras tanto, en la Universidad de Berkeley, EE.UU., un joven prodigio de la física llamado J. Robert Oppenheimer —la J es muda— se labra una reputación por sus ideas revolucionarias. ¡Hitler invade Polonia! La IIGM es inminente, pero lejos del campo de batalla se libra una lucha entre las mentes más brillantes de ambos bandos; una carrera contrarreloj por controlar la fuerza del Universo y utilizarla contra el enemigo en un último acto de destrucción. Aquel que lo consiga le habrá entregado a la Humanidad la llave para destruirse a sí misma. Se habrá convertido en la muerte.


 

Este es el núcleo alrededor del cual gravita la asombrosa nueva historia de Christopher Nolan, Oppenheimer (2023). Para entender su origen debemos remontarnos a 2021, fecha en la cual descubre la biografía ganadora del Pulitzer American Prometheus (2005) de Kai Bird y Martin J. Sherwin, convirtiéndola en su próxima película. Un año más tarde, con el guion ya terminado, se hace oficial la noticia.

 

Lo siguiente sería conformar el equipo idóneo para realizar su obra más ambiciosa hasta la fecha, su particular Proyecto Manhattan. El peso de interpretar al «padre de la bomba atómica» recayó sobre los avezados hombros del actor irlandés Cillian Murphy, con quien Nolan ya había trabajado hasta en cinco ocasiones. El reparto lo completaron estrellas del firmamento Hollywood como Matt Damon, Robert Downey Jr. o Emily Blunt. Su fotógrafo de confianza Hoyte van Hoytema y Ludwig Göransson, el compositor que nos hizo olvidar a Hans Zimmer, no dudaron en seguirle más allá de los confines de su locura.

 

La meteórica carrera de Nolan ha atravesado múltiples fases creativas que revelan la genialidad de una mente en constante ebullición. Desde la deslumbrante Memento (2000) hasta Tenet (2020) pasando por El truco final (2006) o El caballero oscuro (2008), el británico se ha convertido por derecho propio en uno de los cineastas más estimulantes de su generación. Allá donde otros fracasan él triunfa, combinando reflexión con entretenimiento, épica y melodrama de forma quirúrgica y equilibrada, como si de una fórmula matemática se tratara. Su filmografía es paradójica, en ocasiones indescifrable, cabalga contradicciones sin despeinarse y sin diluir su autoría, sino todo lo contrario, redoblándola. Un director anacrónico que es, al mismo tiempo, epítome de la posmodernidad; una figura enigmática, alejada del ruido mediático y gurú cinematográfico de la juventud. Nolan es el Oppenheimer del cine.



Su última obra marca una anomalía en su trayectoria, una desviación que demuestra la ambición de un artista en una cruzada solitaria contra las normas. Aunque ya se aventuró en el cine histórico con Dunkerque (2017), Oppenheimer adquiere una dimensión totalmente nueva. Un estudio de personaje profundo y complejo que le exige al director desprenderse de sus artimañas narrativas, desnudándolo frente al espejo, la prueba definitiva que sitúa a todo individuo ante el precipicio de sus propias limitaciones. 

 

Nolan es famoso por emplear trucos audiovisuales con los que imbuye de épica sus relatos. El uso de efectismos y decorados grandilocuentes han vertebrado su carrera tanto como el tiempo, ese concepto abstracto que ha esculpido cuidadosamente igual que a un artesano le obsesiona su oficio. Todos estos elementos representan el tótem que lo han anclado a la realidad hasta ahora. Sin embargo, a diferencia de sus anteriores trabajos, Oppenheimer le exige dar un salto de fe con el que averiguar si está listo para la eternidad. La suma de años de trabajo culminan en un estallido de creatividad desbocado. 

 

Catalogar Oppenheimer como un biopic al uso sería hacerle un flaco favor. Nolan coge un género aburrido, hueco y conformista y lo reconfigura en un arma de destrucción masiva. Tal como hizo con los distintos niveles del sueño en Origen (2010), aquí confecciona una matrioshka bajo la apariencia de una biografía. Una fusión de géneros que libera energía narrativa, desencadenando nuevas y emocionantes preguntas, dilemas morales y traumas personales con los que la película cobra vida ante nuestros ojos.

 

El guion fue escrito desde el punto de vista del protagonista, lo que nos dice mucho de su intención. Nolan no pretende emitir un juicio de valor sobre Oppenheimer y desde luego no simplifica su figura en aras de un homenaje impostado, como sí hacen otros biopics de excelente factura y horrorosa vacuidad —véanse Bohemian Rhapsody (2018), Ghandi (1982) o Lincoln (2012)—. El británico quiere que nos metamos en su cabeza, que interpretemos el mundo tal como lo vio para luego mostrarnos la otra cara de la moneda, su entorno; de esta forma, Nolan nos presenta todas las perspectivas de una realidad inédita. El film combina el retrato psicológico de La red social (2010) con una pieza historiográfica de carácter supranacional como en JFK (1991); subjetividad y objetividad, fisión y fusión, en una sola película. Su historia va de lo atómico a lo universal, sirviéndose de un hombre como núcleo que detonará el nacimiento de una era. 


 

Ética. Aquel fue un momento crucial en la historia de la Humanidad; Oppenheimer se enfrentó a una cuenta regresiva contra los nazis en un escenario multifactorial con información asimétrica. De primeras, la respuesta parece clara, pero una vez cortada la cabeza de la hidra, ¿qué nos depara? Cuando un avance científico es a costa de la vida en La Tierra, cuando el progreso puede dinamitar el tablero geopolítico mundial provocando una reacción en cadena de consecuencias imprevistas, ¿deberíamos aún así emprenderlo? ¿Acaso podemos impedirlo o tan solo demorar lo inevitable? Quizá sea una ilusión en vano, al fin y al cabo, nadie puede poner puertas al campo, pero entonces surgen más preguntas. ¿Estamos condenados a autodestruirnos? ¿Puede nuestra sed de descubrimiento aniquilarnos? ¿Fue Oppenheimer el primero apóstol en anunciar el fin de los días? ¿Determinismo o libre albedrío? Todos estos interrogantes tuvieron que rondar su cabeza mientras desarrollaba la bomba en aquel desértico paraje. 

 

Legalidad. No conforme con el dilema moral, Nolan aspira a más y ahí entra en escena el juego político. Derrotado el nazismo, las altas esferas de EE.UU. volvieron su mirada recelosa hacia «el pulpo rojo». La URSS, comandada por Iósif Stalin, era la única fuerza antagonista de la hegemonía estadounidense tras la IIGM y de aquel miedo surgieron figuras siniestras. Sabuesos disfrazados de burócratas incendiaron la nación en una caza de brujas a la que muchos oportunistas no dudaron en sumarse y un simpatizante comunista con la influencia de Oppenheimer figuraba el primero en su lista —resulta irónico que el capitalismo americano se fundara sobre el invento de un izquierdista—. Esta lucha de superpotencias tuvo como resultado la militarización de la ciencia en nombre de la patria, más conocida como La Guerra Fría. El Proyecto Manhattan nació ante la urgencia por crear la bomba atómica antes que los nazis, pero su legado dejó cientos de miles de muertos y precipitó al mundo a una época oscura marcada por la carrera armamentística; la guerra ya no era mundial, sino nuclear. 

 

Integridad. Esta es la faceta más nebulosa y controvertida de Robert Oppenheimer. Poco sabemos de su vida familiar, qué clase de padre, de marido y de amante era, pero sí sabemos que tenía un carácter difícil, tachado de contradictorio por aquellos que lo conocieron. Nolan deja atisbos de su personalidad a lo largo de la película, pequeños chispazos a escala subatómica. Incluso tres horas se hacen escasas para la envergadura de su visión y en ese proceso de selección, priorizó la parte científica y sociopolítica a la personal. Las damnificadas de esta decisión fueron Jean Tatlock (Florence Pugh) y Kitty (Emily Blunt), las mujeres con las que compartió su vida, algo que el sector más crítico del director aprovechó para atizarle. Es verdad que su fuerte nunca ha sido lo emocional, a excepción de Interstellar (2014), la cual escribió con su hermano. A Nolan le interesan más los vericuetos científicos, se inspira en lo cerebral, no tanto en lo afectivo. Pese a todo, ambas actrices juegan un papel fundamental en el film; secundario no significa irrelevante.

 

Esto me lleva a hablar de las interpretaciones. Nolan es un gran director de actores, lo ha demostrado a lo largo de los años con Heath Ledger, Guy Pearce o Marion Cotillard por citar algunos. El británico recurre a menudo a actores fetiche como Michael Caine, Kenneth Branagh o Cillian Murphy. Este último es reconocido por el gremio como uno de los mejores de su generación, aunque no se haya consagrado como cabeza de cartel. No sé si Oppenheimer cambiará esto, ojalá lo haga, pero una cosa está clara: su trabajo será recordado como uno de los más evocadores de la década.


 

Murphy dota de ambigüedad a un científico envuelto en misterio. Oppenheimer era un tipo carismático y ambicioso, capaz de liderar y cargar con la responsabilidad en momentos límite, pero también desarrolló un gran sentimiento de culpa que lo acompañó en su etapa tardía y lo volvió un paria para unos y un peligro para el resto. El irlandés nos brinda una actuación fría e introspectiva, cargada de suficientes matices para entrever el infierno que encerraba su cabeza. Una interpretación hipnótica que crece en mi interior a medida que pasan los días. Cuenta además con el inestimable apoyo de un enérgico Robert Downey Jr. en el papel de Lewis Strauss, un personaje al que solo puedo describir como el Salieri de Amadeus (1984) y que ejerce el papel de antagonista. Strauss tiene más peso en la trama del que nadie hubiera imaginado y aunque Downey Jr. nunca ha estado mejor, su personaje no tiene el calado necesario. La cinta recalca demasiado su figura, pero no le da suficientes aristas a las que agarrarse.

 

Otro apartado que merece un punto y aparte es el montaje. Nolan mantiene su método de edición vertiginosa aplicando ligeros cambios. Donde antes había persecuciones y luchas pomposas, aquí encontramos una retahíla de conversaciones. Oppenheimer es sesuda, no en vano su guion está cargado de temas incómodos, pero no renuncia al entretenimiento. El desafío estaba en hacer que una película ambientada en habitaciones, despachos y laboratorios no solo fuera llevadera, sino eléctrica. Para llevar a cabo semejante tarea, Nolan y su editor montan las conversaciones con mayor intensidad de lo que lo harían normalmente; convierten cada palabra en una bala, cada silencio en un golpe directo al abdomen, cada confesión en una puñalada. El resultado es un drama que se siente más como una película de acción. El ritmo es frenético, tanto que puede resultar abrumador y confieso que en alguna ocasión me perdí tratando de seguir el hilo. Tampoco ayuda que la estructura narrativa esté alterada, de forma que escenas pasadas ocurran en el último acto y otras posteriores se muestren al inicio. Como en todas sus obras, Nolan requiere la máxima atención durante el visionado; aprieta, pero no ahoga, exige, pero jamás obliga. No estamos ante una película pedante ni abstracta —aunque sí coquetea con el surrealismo—, pero no esperéis un divertimento veraniego estándar. Aunque si habéis llegado hasta aquí seguramente no lo haréis.

 

Cuando adaptan la vida de una persona al cine, ya sea real o ficticia, tan importante es qué contar como qué omitir. Se trata de encontrar el equilibrio entre protones y electrones para mantener la estabilidad del átomo. Las elipsis o saltos temporales son imprescindibles a la hora de condensar toda una vida en apenas unas horas. Cuando están bien definidas, las elipsis pueden tener un gran impacto dramático. Como ya demostró Orson Welles en Ciudadano Kane (1941), no hay nada más poderoso que el paso del tiempo. Nolan empleó más de 17 km. de cinta para contar la vida de Oppenheimer, pero fue en la sala de montaje donde todas las piezas de este inmenso rompecabezas se entrelazaron para forjar un átomo.

 

Si hay un tapado en esta producción, ese no es otro que el compositor sueco Ludwig Göransson. Creed, The Mandalorian, Tenet, su música me ha conquistado con cada proyecto y esta no es la excepción. Su partitura es cautivadora, obsesiva y expansiva. Las notas nos invitan a soñar con reinos cuánticos, a perdernos en la inmensidad de sus posibilidades y horrorizarnos ante la imagen que nos revela. Crece exponencialmente desde lo minimalista hasta la máxima sonoridad. Un trabajo notabilísimo que forja los cimientos de una apasionante colaboración.


 

No es la primera vez que el dilema de Los Álamos llega a la gran pantalla. Títulos como Creadores de sombras (1989) intentaron acercarnos el dilema de la bomba atómica sin éxito. Coqueteos pueriles en el mejor de los casos que no alcanzan la trascendencia de un acontecimiento sin parangón. Oppenheimer lo logra, en gran medida, gracias a la visión de su director, quien le otorga la máxima importancia a cada escena. Solemnidad y suspense pueden ir de la mano igual que el formato IMAX puede emplearse en un escenario cerrado. Ideas contradictorias que Nolan hace funcionar y asienta como nuevo modelo de épica en las salas.

 

La teoría solo te llevará hasta cierto punto. Por muchas reseñas que leas o vídeos escuches, recomendando o no su visionado, Oppenheimer es un evento que ha de ser vivido para entenderlo. En una sociedad donde todo se consume al instante, donde los algoritmos y la IA avanzan a un ritmo mayor que la comprensión humana, películas como esta ofrecen un discurso admonitorio que invita a detener el tiempo y reflexionar. Por paradójico que resulte, las grandes obras son aquellas que empiezan después de los créditos finales, las que se quedan con nosotros y prenden el debate; esta es una de esas obras. Tic, tac. Un caleidoscopio de misterios desafía la conciencia colectiva. ¿Qué hay más allá del agujero negro?

 

8/10: TRIUNFO Y TRAGEDIA DE UNA LUZ OSCURA.