Análisis - El viaje de Chihiro (2001)

Yo apenas levantaba dos palmos del suelo, tenía la edad de la ternura en la que conceptos como la amistad y la familia todo lo regían. Fue en aquellos años de hermosa sencillez, cuando menos conocemos del mundo y más conectados nos sentimos a él, donde la magia de lo cotidiano brillaba en cada instantánea que mis ojos capturaban. Despreocupado por los avatares de la adultez, cada día era una invitación a vivir una emocionante aventura.


Siendo como era un pequeño amante del cine, hechizado por la extraordinaria atmósfera de la sala, mi caprichosa mente buceaba por los pasillos del videoclub y la cartelera de mi barrio en busca de sensaciones nuevas y cómo no, el cine de animación siempre me acompañaba. Películas de la factoría Disney y la emergente Pixar colmaban mis ansias por descubrir fascinantes mundos en los que perderme, refugios de la mente contra la incipiente responsabilidad que amenazaba ya con instaurarse. Feliz e inconsciente, dichosos los días de dulzura y diversión, desconocía que estaba en una carrera contra el tiempo.

 

Las experiencias más bonitas a veces ocurren por casualidad; y así fue como cayó entre mis manos una cinta VHS —pequeña en tamaño, enorme en contenido— con una portada azul celeste y un título singular: El viaje de Chihiro. En el centro de la caratula, un precioso dragón plateado acompañaba a dos niños, mientras al fondo se alzaba un imponente templo. «Te hará soñar», prometía el subtítulo de la película y de pronto sentí un deseo irrefrenable, debía verla costara lo que costara —o para ser precisos, lo que les costara a mis padres—. 

 

De haberla descubierto en mi adolescencia mi vista seguramente se hubiese fijado en el nombre de su autor o los premios que había cosechado, todos ellos elementos irrelevantes para un guaje que solo deseaba soñar. Dos décadas después y océanos de realidad mediante, regreso a esta maravillosa obra con la esperanza no ya de analizarla, sino de reencontrarme con ese crío y quién sabe si soñar juntos de nuevo…


 

Studio Ghibli estrenó El viaje de Chihiro (2001) apenas cuatro años después de consagrarse con La princesa Mononoke (1997), considerada por muchos como la obra magna del anime. Su creador, Hayao Miyazaki, coqueteó con la idea de jubilarse tras completarla, pero todo cambió unas vacaciones de verano en la campiña acompañado de su familia y amigos. Estupefacto ante la pésima calidad del manga juvenil, romances edulcorados en su mayoría, se decidió a crear un nuevo referente. Un cuento que despertara su creatividad e inquietara sus precoces mentes.

 

Así nació Chihiro, una niña que se muda de casa a regañadientes y acaba viviendo la experiencia más transformadora de su vida. Una aventura de fantasía inspirada en clásicos como Alicia en el país de las maravillas o El mago de Oz, historias destinadas a un público infantil que a su vez invitan al adulto a abrir miras, expandir horizontes y aliviar la carga que entorpece nuestro andar; porque tan necesario es dar el paso a la madurez como hacerlo sin perder ese espíritu inocente que nos evoca los valores esenciales.

 

Cada vez vivimos más apresurados, azuzados por una sociedad atrapada en la incesante rueda consumista; nos hemos vuelto yonkis y camellos, siempre ávidos de más, crispados sin motivos. Llevamos demasiado tiempo andando a marchas forzadas y la fatiga es manifiesta; emprendimos un viaje sin pensar siquiera adonde íbamos. Hemos perdido la armonía y a falta de un significado, nos entregamos al presentismo hipertrofiado... ¿hasta cuándo? En El viaje de Chihiro, Miyazaki aboga por una vuelta a los orígenes, de forma que hallemos la llave que desbloquee nuestro verdadero yo. 

 

Chihiro es una pequeña asustadiza, quejica y mimada que vive a la sombra de sus padres, Akio y Yuko. Los tres representan el prototipo de familia japonesa “occidentalizada”: unos consumistas exacerbados que han vendido sus raíces a cambio de lujos y excesos. No será hasta que invadan por accidente el reino de los dioses que la pequeña comience a valerse por sí misma, descubriendo el valor de la amistad, el sacrificio y la humildad. 



Su viaje es una odisea que forma carácter y nutre el alma del espectador sin importar edad, género o credo. Miyazaki inunda la película de lecciones universales y una gota del misterio mismo de la vida. A lo largo de su estancia en el otro mundo, Chihiro se verá sometida a duras pruebas, mediante las cuales aprende a respetar y hacerse respetar, a superar sus miedos y amar por encima de todo. Allí forjará también un poderoso vínculo con otro niño de pasado incierto llamado Haku. Juntos recorrerán el angosto sendero hacia la madurez, descubriendo más sobre sí mismos de lo que jamás hubieran logrado por separado. 

 

Miyazaki aprovecha la narrativa occidental para acercar la identidad japonesa tradicional tanto a los nacionales escépticos como al extranjero. El legendario realizador, cuyo bagaje incluye films tan europeos como Lupin III (1979) o Porco Rosso (1992), fusionó lo mejor de ambas culturas para crear una obra única en fondo y forma, pura alquimia cinematográfica.

 

Una de las características de su proceso creativo —que diferencia su obra del resto de autores contemporáneos— es que se deja llevar por los cauces de la improvisación, entregándose a sus personajes en lugar de someterlos a su voluntad. Esta es una forma muy sintoísta de entender el cine, no como una herramienta exánime sino como una entidad dotada de vida y personalidad. 


 

El sintoísmo es una religión politeísta nativa de Japón que se basa en la creencia animista por la que todas las cosas, desde la naturaleza hasta los objetos inanimados y los seres humanos, poseen un espíritu o «kami», dioses que habitan la naturaleza por doquier. Un ejemplo es Inari, el dios kami del arroz, pero también del comercio o del zorro, entre otros. Siguiendo los designios de los kami, Miyazaki deja que su mundo visionado crezca más allá de los límites de su imaginación; como una semilla, la película germina y florece hasta convertirse en una hermosa flor.

 

Todo empieza con un monótono viaje en coche. Su padre, un apasionado del motor, conduce como si estuviera poseído por el diablo; a pesar de llevar a su familia dentro, él solo tiene en mente la velocidad, tanto es así que acaban perdidos en medio de un bosque —recordad, las prisas jamás fueron buenas consejeras—. Qué extraño, piensa, este lugar no figura en ningún mapa y sin embargo ahí están. Como por arte de magia, un enigmático edificio se erige de entre los árboles, cortando su camino, ¿puede ser un vestigio de una sociedad extinta? Tal vez lo averigüen entrando en el túnel que sirve de entrada. Parece cosa del destino o puede que de una dirección equivocada.


 

¿Qué hay pues al otro lado del túnel? Esta ancestral pregunta, fuente de inquietud inagotable para la Humanidad, encuentra aquí respuesta en armoniosos pastos verdes por los que fluye un sinuoso arroyo de agua mansa y cristalina, un paraíso que solo se atreve a romper un grupo de casas a medio derruir, fatídico recuerdo de que el tiempo estuvo alguna vez allí. La naturaleza corre desbocada, apoderándose de todo cuanto Chihiro, sus padres y el espectador alcanzan a ver. No obstante, este aparente limbo sin principio ni final esconde más, mucho más.

 

Al poco rato avistan un poblado, ¡civilización, al fin! Quizá algún lugareño compasivo pueda indicarles el camino de vuelta, que el edén es muy bonito, pero no hay cobertura. Desgraciadamente, cuando llegan se percatan de que está inhabitado: los negocios se encuentran cerrados, nadie merodea por sus calles ni husmea tras las ventanas de sus hogares. Pareciera aquello una ciudad de juguete. Todo se ve tan tranquilo que resulta escalofriante, la sensación de estar cayendo directo en una trampa; diríase que una maldición o embrujo se cierne sobre el lugar. 


 

Súbitamente, algo despierta a Chihiro del sueño, esa intuición que la sacará en adelante de más de un embrollo advierte que corren un gran peligro si no regresan enseguida. Sus padres no están para súplicas, extasiados con la comida de un puesto sin cocinero ni comensales; es curioso lo fácil que nos pueden engañar si ponemos un poco de nuestra parte. Desatendiendo a su hija, se lanzan al plato cuál león a su presa mientras la joven deambula sola por ese inhóspito lugar.

 

Lejos quedan ya sus padres, convertidos en cerdos debido a su gula, cuando esa tierra baldía cobra vida con secretos y leyendas milenarias. Sobrepasada por la situación y los espectros que saltan a la calle a toque de corneta, Chihiro intenta convencerse de que es una pesadilla, pero solo a través de la aceptación podrá salir viva; de lo contrario se desvanecerá, condenada a vagar hasta la eternidad —de ahí el título en inglés, Spirited Away o como dicen en Japón, kamikakushi, desaparecer tras causar el enfado de los dioses—. Cuando cae la noche y la luna se despierta, arranca un nuevo día para ella, ¿es acaso un rayo de esperanza o el destino a la vuelta de la esquina?

 

Después de sufrir algún que otro traspiés y observar anonadada cómo los hilos de la realidad y la fantasía se entretejen —inolvidable la escena del crucero de dioses atracando en la recién improvisada costa—, Chihiro recobra el sentido del camino a la vez que el espectador comienza a atisbar en ella esa vigorosa fuerza llamada coraje. Un proceso lento y paulatino que revela la determinación de una niña frente a la adversidad.


 

Y así entra en juego el protagonista oculto de la película, un personaje inanimado que alberga tanta o más vida que muchos que dicen tenerla. Hasta ahora no habíamos reparado en él, pero la luz de las linternas de papel pone el foco en una dimensión mágica. Es entonces cuando nuestra mirada se vuelve al auténtico epicentro de la acción: la casa de baños con su laberíntica arquitectura se alza amenazante cual gigante, exhalando un espeso humo negro de sus podridas entrañas de metal y óxido. 

 

Este santuario para deidades recuerda en su estructura a una pirámide social donde se citan los seres de la mitología japonesa; Miyazaki emplea todo su talento artístico en confeccionar un desfile folclórico prodigioso, una explosión de colores en la que cada detalle cuenta, consciente de que entre sus muros ocurrirá la mayor parte de la trama. 

 

Al principio, con el astro aún resplandeciente, la casa de baños nos es presentada como un castillo abandonado, envuelto en misterio y tragedia, como bien puntualiza el padre de Chihiro al poco de entrar en sus dominios: «debe tratarse de un parque temático abandonado, construyeron muchos a principios de los 90, pero todos quebraron a raíz de la crisis económica». 

 

Abramos un pequeño paréntesis, si me lo permitís. ¿Por qué se habla de economía en una película infantil? Para entenderlo, debemos fijarnos en el Japón de finales del siglo XX. En 1991, al abrigo del llamado milagro económico, el país entró en una profunda recesión cuyas consecuencias arrastran aún a día de hoy. Las palabras del padre de Chihiro retratan dos universos en conflicto: la exangüe cultura del Japón antiguo frente a la floreciente sociedad de consumo importada de los EE.UU. Para Miyazaki, este dilema lleva torturando el espíritu moribundo de la nación desde la Segunda Guerra Mundial, conduciéndolo al borde de un precipicio identitario; una situación límite que solo podrá revertir ahondando en su alma. Hay quien esto interprete como un último grito de desesperación de un nostálgico empedernido; personalmente, considero que se trata más de una advertencia, la clásica moraleja que acompaña a toda fábula y que aquí tiene como núcleo el perverso castillo antes mencionado. Dicho esto, continuemos donde lo dejamos.


 

La casa de baños tiene un magnetismo subyugante, un embrujo que atrapa a todo aquel que cruza su puente, único nexo de unión que lo ata a la realidad; casi como si flotara, el gran templo rojo navega por el viento como una cometa. A medida que recorremos sus floridos salones y conocemos a sus variopintas gentes, el mundo salta del lienzo; basta con una chispa de imaginación para prender la llama que alimente los sueños de la infancia.

 

Desde el obrero Kamaji, huraño hombre-araña que trabaja incansable en las calderas hasta la malvada bruja y jefa del lugar, Yubaba, una vieja codiciosa que tiraniza a sus empleados robándoles el nombre —lo cual no es baladí para la cultura japonesa, donde las palabras poseen un poder espiritual o Kotodama capaz de afectar los actos en la vida real—, cada personaje guarda una relación directa o indirecta con Chihiro y son en esas conversaciones, gestos y miradas donde la historia se abre a las preguntas del público como un libro abierto.

 

Por un lado, Yubaba cumple el ingrato papel de patrona opresora, un arquetipo narrativo al que el autor da una vuelta de tuerca en un intento por humanizarla, recurso habitual en alguien poco dado a los maniqueísmos hollywoodienses. No olvidemos que el sintoísmo, religión que profesa, tiene una visión profundamente optimista de la vida, del mundo y del ser humano, así como carece de un bien o un mal en términos absolutos, lo cual nos ayuda a comprender mejor su idiosincrasia. 



La figura de Yubaba es enorme e intimidante, tiene todas las papeletas para ser la villana principal, pero Miyazaki enseguida tumba esa idea, contraponiendo su execrable comportamiento al de sus propios empleados no exentos de corrupción y miseria moral. La película no apunta por tanto a una persona en particular como causante de los males, sino a un sistema envuelto en podredumbre espiritual. Miyazaki no desaprovecha la oportunidad de señalar con dureza los pecados capitales de su pueblo, prueba de ello es el desprecio que demuestra buena parte del personal hacia Chihiro, una humana entre “seres celestiales”. Os suena de algo, ¿verdad? 

 

Pero si hay un personaje, misterioso donde los haya, que ejemplifica mejor la vileza de los trabajadores ese sin duda es Sin Cara. ¿Quién es este extraño ser que acompaña a nuestra protagonista durante buena parte de la aventura? ¿Qué oculta tras su máscara y fachada translúcida? Al inicio del segundo acto se manifiesta como algo o alguien neutro, ingrávido, que se deja ver en todas partes, pero no pertenece a ninguna; cuando Chihiro lo invita a pasar al balneario, pronto descubrimos su verdadero rostro. El hasta ahora inofensivo espíritu se convierte en un huésped iracundo que engatusa al servicio ofreciéndole oro como trampa para devorarlos. 

 

Sin Cara no es más que un reflejo de su alrededor, un mimo que reproduce el comportamiento del común para adaptarse; un espíritu que perturba el ánimo. Fuera del templo, solitario y taciturno, no se diferencia de una sombra, pero todo cambia cuando entra en contacto con el ambiente viciado del templo. Sin Cara es la indeterminación absoluta y terrible en la que muchos adultos tememos convertirnos; ni buenos ni malos, tan solo gente indolente sin rumbo, veletas que cambian con el viento y abúlicas, se oxidan. Años más tarde, Miyazaki afirmó que para crear al personaje se inspiró en el japonés medio, siempre codicioso e insatisfecho que en un acto de bondad el autor redime finalmente. Y es que esta historia es, ante todo, una de autodescubrimiento y salvación, un intento por reconectar con un pasado quizá perdido, quizá olvidado.


 

Proseguimos con la aventura, donde Chihiro, ya alcanzada su madurez emocional y con unos cuantos callos en las manos de fregar suelos y salvar a pestilentes dioses del río —fantástica escena de la bañera que bien valdría un cuento aparte—, intuye que Haku es en efecto el dragón que sirve a Yubaba. La historia de amor entre ambos se fortalece a lo largo del metraje, lenta pero inexorablemente, sus corazones se entrelazan en un amor que trasciende a lo terrenal.

 

¿Quién o qué es este dragón exactamente? Como tantas criaturas que habitan su universo, Miyazaki toma una página de los cuentos de antaño, actualizándolos para las futuras generaciones. Podríamos hablar de tantos: los Susuwatari, unos diminutos yokai con aspecto de hollín que trabajan para Kamaji y vimos fugazmente en Mi vecino Totoro (1988); de Aogaeru, la rana con kimono azul que gestiona los baños y cae el primero en la trampa de oro del Sin Cara; o del Oshira-Sama, el corpulento dios rábano que comparte ascensor con Chihiro. En mayor o menor medida, todos dejan huella en nuestro imaginario, aunque es el legendario mizuchi, un dragón con forma de serpiente alada, quien se lleva la palma.


 

En los poemas del Japón antiguo se cuenta que el mizuchi era un espíritu del agua, una bestia cruel temida incluso por los emperadores a la que un valeroso guerrero daba muerte. Nuevamente, Miyazaki hace un alarde de ingenio transformando esta oscura leyenda en una bella historia que pondrá el colofón al film.

 

En un último acto de amor, Chihiro arriesga su vida por salvarlo. Así se cierra el círculo que comenzó con una mocosa en la noche desvanecida y termina con una joven que mira al futuro con valentía. Dicha evolución se confirma cuando Haku, gran enigma de la película, al fin revela su naturaleza: él no es un niño, como se daba a entender, ni siquiera es humano sino la manifestación de un río en el que la protagonista cayó años atrás, salvándose milagrosamente. Detrás de este milagro resultó estar Haku o mejor dicho el río Kohaku, su guardián protector… con esta hermosa revelación se rompe el hechizo que libera a ambos del más allá.


 

El epílogo, bucólico y esperanzador, muestra a una Chihiro transformada; ya no cae fácilmente presa del miedo, ha abierto su mente a un nuevo horizonte en el que alma y naturaleza forman parte de uno solo, sabedora de que el mundo alberga mucho más bajo la superficie. Atrás quedan los días de caprichos y lamentos, ha recorrido no sin dificultades el camino de los dioses y esa fuerza habita ahora en ella. Antes de irse, Yubaba le devuelve su nombre, pieza fundamental de la identidad según Miyazaki. Felizmente, Chihiro regresa con sus padres reconvertidos en humanos, aunque en su fuero interno sabe que nada será igual, echando la vista atrás para recordar por última vez el lugar al que nunca volverá y siempre la acompañará; porque el viaje, su viaje y el nuestro, jamás termina.

 

No quisiera cerrar este análisis sin mencionar la fabulosa banda sonora que nos regala el maestro compositor Joe Hisaishi. Sobran las palabras para describir semejante triunfo de la música de cine, monumental trabajo que deja para el recuerdo piezas emocionantes, cargadas de un misterio que obnubila los sentidos como A road to somewhere, The Dragon Boy o Procession of the Spirits por mencionar algunas. Por supuesto, cómo olvidarme del tema central de la película, One Summer Day, que recuerda vagamente al de Feliz Navidad, Mr. Lawrence (1983) compuesto por otro ilustrísimo como Ryuichi Sakamoto, que en paz descanse.

 

Para este servidor, redactar estas líneas sobre El viaje de Chihiro ha sido mucho más que un orgullo, ha sido un sueño hecho realidad. La aventura de la escritura puede ser tan maravillosa e insondable como lo fue descubrir esta película en mi infancia y de alguna forma, siento que cada palabra me acerca un poco más a esa versión de mí mismo que tanto atesoro, aun alejándome de ella en tiempo y experiencia. El cine tiene un poder indescriptible para forjar lazos a través del tiempo, reuniendo nuestro yo presente, pasado y futuro en una melancólica sala; porque cada vez que revisitamos una película de nuestra juventud, entablamos una conversación con ese niño que nunca dejamos de ser y eso, amigos y amigas, es la historia de nuestra vida.



10/10: ENCONTRANDO MI CAMINO.

0 comentarios:

Publicar un comentario