Los años setenta marcaron,
por numerosos motivos, el reinado de Francis Ford Coppola. Entre ellos se
encuentran Apocalypse Now (1979), La conversación (1974) y por supuesto las dos
partes de El padrino, que supondrían un antes y un después en la forma de hacer
cine en Hollywood. Sin embargo, de estas cuatro magníficas obras, hay una que
fue injustamente eclipsada, quizá por estrenarse entre medias de los dos “padrinos”
o quizá porque su historia y su protagonista no atraían tantas miradas como el
Marlon Brando desquiciado de La guerra de Vietnam o el jovencito y ambicioso Michael
Corleone; sea lo que fuere, una cosa está clara: La conversación merece un
análisis en profundidad para poner en valor, de una vez por todas, las enormes cualidades de esta joya
encubierto.
La película,
escrita y dirigida por el mismo Coppola, nos mete de lleno en la solitaria vida
de un prestigioso detective privado de San Francisco, de nombre Harry Caul, con
el pretexto de su último y misterioso encargo: grabar la conversación que
mantienen una joven y su amante en un lugar y en una fecha determinadas. Lo que
en principio parece un trabajo normal y corriente, un caso más de celos,
acabará convirtiéndose en un callejón sin salida para el bueno de Caul. Una
misión que sacará a relucir sus mayores miedos y debilidades, al mismo tiempo
que lucha por mantener el poco contacto que guarda con la sociedad que tan
hábilmente rehúye.
Coppola y la naturaleza “voyeur” del cineasta
En una entrevista
con motivo de su estreno, Coppola desveló que la génesis de la película surgió
en 1966 a raíz de una conversación que mantuvo con su colega cineasta, Irvin
Kershner, en la cual este le aseguraba que, al contrario de la creencia popular,
charlar con alguien en una muchedumbre no suponía un impedimento a grabar tu conversación.
Sí, ese director que años después firmaría El imperio contraataca tuvo
estrechos lazos de amistad con Coppola y al parecer, fue él quien invitó al
realizador italoamericano a seguir adelante con el proyecto.
Sin embargo, su
inspiración vino de antes. El miedo al aislamiento y al desarraigo, a la
pérdida emocional de todo aquello que te conecta al mundo real, son temas recurrentes
en la mente humana y como tal, también han tenido cabida en el cine. Influenciado
por estos conceptos, Coppola los materializó en un personaje de apariencia fría y distante con una mente en constante bullicio y un alma en constante socorro, alguien que habita un mundo considerado hostil del que no puede –ni desea–
huir. Su vida es un constante ir y venir entre el sufrimiento nacido de la
desconfianza y el miedo a una soledad que, por momentos, se antoja inevitable.
Pero antes de
eso, situémonos. Año 1972. Coppola acababa de saltar a la fama con El padrino,
obra maestra indiscutible que recauda la friolera de $243 millones de la época, convirtiéndose en la película más taquillera del año –curiosamente
por delante de La aventura del Poseidón, primer filme protagonizado por Hackman–
y dando pie al denominado “nuevo Hollywood” que llevaba años aporreando la
puerta de la industria.
Mientras tanto,
fuera de las salas de cine, la algarabía en la calle iba ganando en importancia. Aparte de la ignominiosa Guerra de Vietnam, que segó la vida de 58.000
jóvenes soldados y desgastó el ánimo de millones de ciudadanos, hay que sumarle
el caso Watergate, uno de los mayores escándalos políticos en la historia de EE.UU.
que puso de manifiesto las técnicas de espionaje empleadas por el gobierno para
obtener réditos electorales.
Los cimientos de
la sociedad norteamericana se tambaleaban, la revolución sexual estaba en pleno
apogeo y la clase media y trabajadora había perdido la fe en sus gobernantes.
Los engaños, secretos y encubrimientos que durante años se habían guardado bajo
la alfombra del Despacho Oval, por fin comenzaban a ver la luz; este clima de
desconfianza y recelos supuso un caldo de cultivo perfecto para la paranoia
cinematográfica retratada en personajes como Travis Bickle, Bobby Dupea o el
mismo Harry Caul. El desengaño del público afectaba a la forma de ver el cine y
eso trajo consigo una ola de películas donde la desesperanza, la soledad y la
decadencia moral cobraban más protagonismo que nunca.
Por su parte, Coppola
terminaba de leer El lobo estepario de Hermann Hesse, una novela filosófica
sobre la naturaleza contradictoria del ser humano –la alegría y el pesar, el
sufrimiento y el placer, el civismo y el instinto animal, las ansias de vivir y
el sentimiento de autodestrucción– y el tormento que este ejerce sobre su
protagonista, llamado Harry Haller –los paralelismos con Harry Caul no son
casuales–, cuando se dispuso a ver Blow-up de Antonioni. La experiencia
resultante causó en Coppola un deseo irrefrenable por contar una historia donde
la realidad no fuese más que un artificio, donde la perspectiva del espectador viese a través
de las lentes de su protagonista, viviendo su propio infierno existencial. Así
comenzó a forjarse una historia que iría escribiendo de forma intermitente desde
1966 hasta 1969, año en el cual daría por finalizado el primer borrador del
guion.
Un tema que
sobrevuela todas sus películas es la soledad y La conversación es
quizá su mayor ejemplo. Metiendo al espectador en el pequeño y aislado mundo del
protagonista, Coppola logra crear una simbiosis entre nosotros y él. Cuando Harry
sospecha de algo o de alguien, nosotros también lo hacemos; cuando busca
desesperado una forma de salvarse, de enmendar sus errores, nosotros
empatizamos con él; cuando su paranoia crece y su mundo se va haciendo cada vez
más y más diminuto, el espectador siente su misma claustrofobia. Llegado ese
momento, mientras el espectador se ve encerrado en un bucle incesante de
nervios y cortes de respiración que solo los créditos finales pueden paliar, el
realizador deja al protagonista devastado en una de esas escenas que coquetean
con lo surrealista. De pronto todo se viene abajo y el apartamento, destrozado,
no es más que el reflejo de la mente de un Harry Caul que ha cruzado todos los
límites de la cordura. Ya no le queda nada: ni su trabajo, ni su fe, ni el amor
de los suyos…solo su miedo y el saxo, al que se agarra con desesperación, mientras toca con melancolía. Casi como si pidiese auxilio.
La pregunta que nos
plantea ese final es: ¿dónde está el micrófono? Como buen “voyeurista”, Francis
Ford Coppola prefiere escuchar las teorías de los espectadores que hacer la
suya propia. Él mismo reconoció no saber dónde se encontraba el micrófono, ya
que ni siquiera podía afirmar que hubiese uno.
Hackman, la estrella tardía
Si antes
hablábamos de Coppola y de su visión, no menos importante es la aportación de Gene
Hackman al filme. Un actor que marcaría época, ganando dos premios de la
Academia y siendo nominado en otras tres ocasiones, pero que no se consagraría
en la industria del cine hasta entrados los 40 años. Visto en retrospectiva
parece de locos pensar que a un actor de su talla no le ofreciesen papeles
protagónicos, pero así fue.
Eugene Allen
Hackman, natural de California, nace en 1930 en el seno de una familia de clase
media, siendo él el mayor de dos hermanos. A la temprana edad de 10 años,
Hackman tenía muy claro que quería dedicarse al mundo de la interpretación. Mientras su
padre, operador de imprenta en un periódico local, se divorciaba de su mujer y abandonaba poco tiempo después a su familia.
A los 16 años, un
joven e intrépido Eugene mentiría sobre su edad para alistarse en los Marines,
donde serviría tres años como operador de radio en China –hasta el triunfo de
la revolución comunista de Mao Zedong en 1949–, Hawái y Japón. Después de aquello
vivió brevemente en Nueva York, donde desempeñó distintos trabajos para ganarse la vida, seguido
de Chicago y de vuelta a California. En 1956 Hackman se unió a Pasadena Playhouse,
un histórico recinto dedicado a las artes escénicas, donde entablaría una estrecha
amistad con otro legendario actor como Dustin Hoffman.
Sin embargo, pese
a todas las expectativas generadas por su nuevo trabajo, el inicio de la década
de los 60 supondría un duro revés en su vida.
En 1962, Hackman
recibió la devastadora noticia de la prematura muerte de su madre en un incendio
que ella misma provocó accidentalmente cuando fumaba en casa. Por aquel entonces,
él ya se había ido de Pasadena Playhouse, regresando a Nueva York junto a sus
nuevos amigos Hoffman y Robert Duvall –también californianos–, con quienes
compartiría piso durante años.
Resulta curioso
ver a estos gigantes del cine viviendo en roñosos pisos compartidos,
pluriempleados y desesperados por hacerse con cualquier papel, por pequeño que fuese.
De los tres, Hackman era el mayor en edad y por ende, el que más difícil lo tenía;
tanto es así que una noche, mientras trabajaba de portero en un local
neoyorquino, tuvo una acalorada charla con un antiguo instructor suyo, el cual
le dijo que no era suficientemente bueno para actuar y que nunca llegaría a ser
nadie importante; aquellas palabras le acompañarían el resto de su carrera.
Décadas después,
en una entrevista concedida a Vanity Fair, Hackman afirmó que tanto él como Duvall
y Hoffman eran vistos como parias por sus compañeros de profesión, llegando incluso
a ser elegidos como los actores con menos probabilidad de éxito de su generación.
Tras años trabajando
en televisión y en pequeñas compañías de teatro, Gene Hackman por fin daría
el salto a la gran pantalla de la mano de Arthur Penn en Bonnie & Clyde
(1967), donde interpretaría a Buck Barrow, hermano mayor de Clyde Barrow
(Warren Beatty). Además, en aquel rodaje coincidiría con otro Gene, Wilder, el
cual comenzaba también a labrarse una carrera en el cine.
Aquella fue la
primera piedra en el largo recorrido cinematográfico del actor con aspecto rudo
y corazón de oro. Al contrario de la opinión de muchos de sus instructores, el
realizador William Friedkin sí vio en él el potencial para convertirse en un
actor de leyenda, ofreciéndole el papel protagonista en The French Connection, gran
abanderada del thriller policiaco setentero, que pasaría a ser su gran debut como protagonista.
A aquella película
le seguiría La aventura del Poseidón (1972), cinta de gran éxito que le daría aún
más visibilidad entre el gran público y entre los productores de Hollywood, quienes empezaron a fijarse en él para encabezar sus proyectos.
No obstante, el
gran desafío interpretativo no llegaría hasta La conversación (1974). Por
aquella época, Hackman era visto como un actor alegre y extrovertido, ideal
para personajes fuertes y heroicos al estilo de Jimmy “Popeye” Doyle o el reverendo
Scott. Dos actuaciones soberbias, pero opuestas a lo que requería el personaje
de Harry Caul.
En un inicio Coppola
había pensado en Marlon Brando para el papel, pero él no quería hacerlo. Quién
sabe lo que hubiera ocurrido con Brando de protagonista, pero una cosa quedaría clara: Hackman estaba a punto de convertirse en el artista de las mil caras.
Introvertido, de
mirada esquiva, parco en palabras y de andar cansado, Gene Hackman cambiaría completamente
de registro para encarnar a este espía atormentado. El resultado es seguramente
uno de los mejores que haya visto la década de los 70; un trabajo
inconmensurable y lleno de matices.
Aunque su actuación no sería reconocida en la temporada de premios, la crítica y la audiencia coincidió en alabarla como una de las mejores que se recuerdan. El famoso crítico de cine, Roger Ebert, destacó su interpretación como un súmmum en su carrera, retratando con suma destreza uno de los personajes más trágicos y conmovedores de la historia del cine.
Aunque su actuación no sería reconocida en la temporada de premios, la crítica y la audiencia coincidió en alabarla como una de las mejores que se recuerdan. El famoso crítico de cine, Roger Ebert, destacó su interpretación como un súmmum en su carrera, retratando con suma destreza uno de los personajes más trágicos y conmovedores de la historia del cine.
Un guion engañoso
Dos personas conversando.
Una escuchando. La magia de este guion radica en contarnos cómo algo tan
aparentemente rutinario e inocuo, algo por lo que ni siquiera el protagonista
parece preocupado, puede tornarse en pesadilla. Pronto descubrimos que lo
verdaderamente importante en esta historia no es lo que muestra sino lo que se oculta
ante nuestros ojos y nuestra percepción.
La conversación
juega con nuestra mente, introduciéndonos en un mundo de mensajes cifrados y de
miradas que hablan más que mil palabras; es, en definitiva, un ejercicio ilusorio,
donde nada es lo que parece y todo está sujeto a la imaginación del
protagonista y por extensión, del espectador. Todo cuanto vemos y oímos lo
hacemos desde el prisma de Harry Caul y lo tomamos por cierto porque, al fin y
al cabo, él es el protagonista.
Al principio de la
película, Coppola nos muestra a un personaje fiable y metódico, dejándonos claro que es el mejor en su oficio. Este dato es importante, ya que hemos de
creer en él en todo momento. Si es tan bueno, ¿cómo puede equivocarse? Sin saberlo,
la duda ya está sembrada en nuestras mentes.
La duda lo es
todo en esta obra, prueba de ello es la repetición casi obsesiva de la charla
que mantiene la joven pareja. Las líneas son las mismas, pero el significado va
mutando conforme avanza el metraje. Cuanto más conocemos a Harry y más profundizamos
en la grabación, más incapaces somos de ver lo que está ocurriendo. Verdad, mentira…todo se entremezcla hasta el punto en que ya no nos
podemos fiar ni de nuestro supuesto “héroe”.
En realidad, si miramos más
allá de esa máscara de entereza, vemos que Harry está lleno de contradicciones.
Vive para espiar, pero le aterra la idea de descubrir un engaño; desea amar y
ser amado, pero no quiere compartir su vida con nadie; cree controlar la
situación, cuando lo cierto es que la situación lo controla a él. Tomemos el
siguiente ejemplo: en una frase al inicio, Harry insiste en que jamás llevará un
teléfono a su apartamento, ya que de hacerlo estaría vulnerando su seguridad. Algo
impensable para un profesional de su calibre. Sin embargo, cuando el miedo comienza a apoderarse de él, ¿qué es
lo primero que hace? Llevar un teléfono a casa. Con este acto tan sencillo, Coppola
pone en tela de juicio la habilidad de nuestro protagonista para “resolver” el
puzle que tiene entre manos. La cinta está plagada de estas pequeñas contradicciones,
volviéndose más frecuentes con el transcurso de cada acto.
Lo mismo podríamos
decir del engaño que encierra la grabación. Primero creemos que se trata de un
simple encuentro entre amantes; luego nos vemos afectados por lo que parece un intento
de asesinato, acentuado aún más por el sentimiento de culpa que invade de
pronto al protagonista; finalmente, caemos en la cuenta de que ni Harry ni
nosotros estábamos en lo cierto, pero esta revelación lejos de despejarnos la
duda no hace más que acrecentarla ya que Coppola, como buen maquinador, ha
estado detrás de todo, jugando con nosotros como si fuésemos marionetas. Si lo
desea lo volvería a hacer y lo peor de todo es que nosotros ni lo sabríamos.
Esa sensación de vulnerabilidad
y desprotección frente a un enemigo invisible y omnipresente es, sin duda, la parte
más conseguida de este guion. Poco a poco, vamos siendo testigos de cómo Harry
se va desprendiendo de todo y de todos los que le rodean creyendo, al igual que
nosotros, que en la soledad de su hogar encontrará la seguridad que tanto ansía;
si te aíslas del mundo, no pueden herirte, ¿verdad? Mentira. Aún queda el
enemigo más poderoso de todos: tu propia mente.
Conclusión
Podría seguir hablando
de otros aspectos, como los efectos de sonido o la efectividad del montaje, que
hacen de La conversación una de las películas más efectivas a la hora de manipular
la psique del espectador, pero eso prefiero que lo descubráis vosotros mismos.
Tristemente, en
una filmografía tan amplia y majestuosa como la suya, La conversación acaba relegada a un segundo plano. Sola entre tanto relato épico, estamos quizá ante
la obra más íntima de un realizador que, por aquel entonces, parecía infalible.
En el mundo
digital en el que vivimos, donde el concepto de privacidad se vuelve cada vez más
quimérico, resulta increíble que una película estrenada hace más de 40 años consiga aún ponernos la piel de gallina. Por eso, me atrevo a decir que ningún filme
ha trasladado la sensación de paranoia como este, dejando al espectador tan
indefenso, tan a merced del vigilante anónimo, que uno se siente observado incluso después de abandonar la sala.
La realidad y la ilusión
se entrelazan en esta enrevesada historia sobre la importancia de la privacidad
como valor intrínseco al ser humano. Sin embargo, si escarbamos bajo la
superficie encontramos algo mucho más aterrador y eso es el miedo que todos padecemos
cuando hemos de escoger entre la protección que ofrece una vida en soledad o la
vulnerabilidad que sentimos cuando nos exponemos a la mirada ajena.
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