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Hay quien dice que los sueños son un camino hacia una verdad suprema; una dimensión desconocida que encierra todas las respuestas al misterio de la vida. Incluso hay quien cree que es una forma del tiempo que trasciende a la realidad física, un ciclo infinito del que venimos y al que volvemos cuando la carne desfallece —“el soñar” o Altjeringa es la fuente de creación a la que los aborígenes australianos se referían en su exploración de la naturaleza del espíritu.



La mente y su eco dan lugar a un sinfín de interpretaciones y murmullos, teorías o creencias la mayoría anapodícticas (que no son demostrables), pero que han habitado nuestro subconsciente desde el principio de los tiempos. ¿Acaso no resulta llamativo que los bebés nacidos en la actualidad sigan soñando como lo hacían los Australopithecus afarensis hace más de tres millones de años? ¡Cuánto nos queda por aprender de nosotros mismos!

 

El caso es que, cuando cae la noche y el cansancio de las preocupaciones diurnas nos aflige, el sueño entra sigiloso por un rincón de la alcoba… Y os preguntáis, ¿para qué? Bueno, eso depende de la sesión onírica que hayáis adquirido. Y aquí estoy yo, vuestro humilde taquillero Rick Deckard, para ofreceros una selección de cinco películas con las que soñar o despertar dentro del sueño.

 

¿Dónde está mi cuerpo? (2019)

 

Esta pequeña joya de la animación francesa, estrenada en Netflix, nos invita a reflexionar sobre cuestiones existenciales tales como la búsqueda de la identidad; la esencia misma que anhelamos a lo largo de nuestra carrera contra el tiempo. Su imbricada estructura narrativa cuenta la vida del joven Naoufel desde su nacimiento hasta el instante que lo cambió para siempre; entretanto, somos testigos de las fotografías más importantes de su vida, aquella dulce alegría de la infancia y los momentos dramáticos que forjaron su carácter. 


 

La cinta, multipremiada e incluso nominada a los Óscar, es una rara avis del género; una película tranquila e introspectiva con un tono nebuloso que flota impasible entre el mundo de la realidad y el onírico. Naoufel es un chico soñador al que un trauma le cortó las alas y condicionó su vida; llamadlo destino, casualidad o moscardón. Lo cierto es que vive encerrado en sí mismo y sus frustraciones, sumido en un bucle de autoflagelación que le lleva a rememorar todo lo que pudo ser y no fue.

 

Paralelamente y de forma rocambolesca, seguimos la tortuosa odisea de una mano en busca de su cuerpo a través de las calles, las alcantarillas y los tejados parisinos. Una aventura melancólica que marida a la perfección con la historia de autorrealización de nuestro protagonista. El realizador y guionista de la obra, Jérémy Clapin, no plantea todas las preguntas ni ofrece todas las respuestas, pero abre un debate sobre la exploración personal, la huella que en nosotros dejan los seres queridos, las heridas emocionales y cómo abordarlas para comprender mejor quiénes somos y hacia dónde nos dirigimos. 



¿Dónde está mi cuerpo? hace un ejercicio de síntesis brillante, concentrando en apenas 80 minutos de emociones intensas de amor, pérdida y superación personal y lo hace sin perder al espectador gracias a un apartado artístico exquisito y una banda sonora psicocósmica que nos adentra en el vasto universo de la mente humana.

 

Por último, cabe añadir que la historia está basada en la novela Happy Hand de Guillaume Laurant. No dejéis, pues, pasar la oportunidad de ver esta maravillosa película y meditar solo o acompañado sobre sus valiosas lecciones.

 

Paprika (2006)

 

Satoshi Kon, ¡cuánto te añoramos los espíritus inquietos! La visión sobre el mundo de los sueños y la psicología humana que plasmó en pantalla este legendario mangaka lo convierten, por derecho propio, en una de las figuras más relevantes del anime. A pesar de contar únicamente con cuatro largometrajes, su legado es incontestable; cineastas como Christopher Nolan o Darren Aronofsky buscaron inspiración en su obra. Una filmografía corta, pero desbordante y densa que seduce a cualquiera que aprecie lo intangible de la existencia. Kon entendía los sueños como una extensión de la realidad, una fusión mente-materia que desafía la lógica del espectador y expande los límites de la animación como medio para contar historias.



Sus animes han habitado en la frontera entre lo posible y lo irreal; quizá el ejemplo más claro de su estilo sea Paprika. La cinta nos sumerge en una realidad alternativa en la que un grupo de científicos han desarrollado un poderoso dispositivo con el que acceder a los sueños del paciente y tratar así sus trastornos. La Dra. Atsuko, una experta “buceadora de la mente”, verá sus habilidades puestas a prueba cuando un misterioso criminal se apodera de tres prototipos con el fin de controlar la mente del soñante y subyugarlo en una pesadilla colmena sin principio ni fin. 

 

Conforme avanza la trama, esta se vuelve más intrincada e hipnótica, igual que ocurre con los sueños cuando profundizamos en ellos. Visualmente es incomparable, diríase un producto de la imaginación de El Bosco. Kon se vio influenciado por maestros como David Lynch, Buñuel o Polanski, autores que creían firmemente en la dimensión fantástica de la realidad física, a menudo como manifestación de una verdad oculta por la percepción. Paprika va de lo nuclear a lo absoluto, del sueño de un individuo a la ensoñación colectiva como punto unificador (y destructor) de la sociedad ya que, si bien el sueño potencia nuestra creatividad, también nos desnuda ante nuestros mayores miedos. A Kon le obsesionaba el desdoblamiento de la personalidad y aquí lo lleva al terreno de la independencia del subconsciente sobre su expresión corpórea, manifestándose ante los ojos de un espectador que se vuelve partícipe de la pesadilla.



El milagro de Paprika es que consigue amalgamar la ficción cinematográfica con nuestros pensamientos, dando como resultado una experiencia honda. También suscita un interesante dilema sobre los avances tecnológicos; en el transcurso de la película, queda patente que el invento ha superado ampliamente a su creador. ¿Qué dice eso de nuestra sociedad? La arrogancia es nuestro peor enemigo…

 

Paprika es, sin duda alguna, una de las cintas más sugerentes de la historia del anime; una película para revisionar y recomendar a todo aquel que, como tú y como yo, haya plantado la semilla de la ensoñación en nuestra vida diaria. Así que reposen en una nube y déjense transportar al mundo transformador de lo imaginario. 

 

El planeta salvaje (1973)

 

A principios de los 70, el dibujante parisino René Laloux empezaba a asomar la cabeza en el mundo de la animación gracias a cortometrajes tan extravagantes como Tiempo muerto (1964) o Los caracoles (1965); había trabajado con el célebre Paul Grimault y Roland Topor —este último se convertiría a la postre en su asiduo colaborador—. La historia de su vida es cuanto menos peculiar: apasionado de las artes desde la infancia, cultivó su talento para la pintura mientras trabajaba en un centro psiquiátrico. Durante cuatro años, experimentó con las posibilidades del dibujo en beneficio de los pacientes. Una vivencia que le sirvió para debutar en 1960 con el corto Los dientes del mono. 


El planeta salvaje es una experiencia que escapa a la definición y que es difícilmente comparable a nada que el espectador haya visto antes; en pocas palabras, no estáis preparados. Su visionado es lo más cercano que jamás haya estado a otro planeta. Original, inspiradora, cerebral… El planeta salvaje escapa de cualquier intento por catalogarla, igual que un sueño.

 

La historia comienza con un aura de extrañeza y primitivismo que nos invita a abandonar nuestros juicios e ideas preconcebidas. Laloux nos propone un viaje iniciático, pero no uno cualquiera, sino el de la Humanidad al completo. Imagina volver al principio de los tiempos, cuando la civilización no era más que un lejano sueño; ahora imagina que, en lugar de andar sobre la Tierra, lo hicieses sobre un planeta irreconocible, lleno de peligros y criaturas grotescas fruto de la imaginación de Dalí. Pues bien, en ese inhóspito planeta el Hombre no ocupa la cúspide de la pirámide, sino que lo hacen unos gigantes antropomorfos que nos tratan como a una plaga. 



Ciencia ficción al servicio de la psicología, deslumbrante en lo técnico y desafiante en lo narrativo; un vehículo para recapacitar sobre la raza humana desde sus albores hasta ocupar su lugar como especie dominante. El planeta salvaje nos desnuda frente a nuestras debilidades, situándonos en un contexto hostil para observar el sufrimiento que precede a la necesaria adaptación. Laloux disecciona el proceso evolutivo por el que dejamos de ser presa para convertirnos en cazadores; todo ello con una animación y una banda sonora que, por separado son magníficas, pero juntas conforman una experiencia sensorial y onírica desbordante.

 

Los amos del tiempo (1982)

 

Seguimos con ese ilustre animador y poeta de los sueños llamado René Laloux para hablar de su segundo largometraje, Los amos del tiempo. En esta oportunidad, unió sus fuerzas creativas con otra mente imaginativa como Jean Giraud “Moebius” para dar a luz una obra exótica y fascinante que seguro alimentará vuestros sueños más profundos. 

 

La historia comienza cuando dos colonos espaciales, un padre y su hijo, emiten una llamada de auxilio desde el inhóspito planeta Perdide. El mensaje lo intercepta un grupo de aventureros encabezados por Jaffar que harán lo imposible por rescatar al niño. En su camino se encontrarán con excéntricos personajillos, ecosistemas diversos, criaturas monstruosas y una avanzada a la par que amenazante civilización. 



Los amos del tiempo es un proyecto más ambicioso que El planeta salvaje. Laloux apuntó muy alto en su búsqueda por superar su ópera prima; la envergadura y cantidad de personajes así lo demuestran. Sin embargo, más no siempre es mejor. El principal problema de la película radica en un guion disperso al que le falta un mensaje más contundente. Es por ello que el ritmo se resiente, aparte de aquejar más el paso del tiempo debido a un apartado artístico un tanto envejecido en comparación con su predecesora. No obstante, que esto no os eche para atrás, porque estamos ante una aventura con momentos imponentes que de seguro os dejarán boquiabiertos. El poderío visual de Moebius basta para justificar su visionado. 

 

Después de su intrigante acto introductorio, la cinta se divide en dos líneas de acción: por un lado, seguimos a Piel, un niño que deambula por los variopintos parajes de Perdide hasta hallar refugio en un singular bosque; por el otro, tenemos a este diverso grupo de trotamundos con algunos intereses en común… y otros encontrados. Donde la película brilla más es en su retrato de la infancia vulnerable a los peligros del mundo real; una historia dominada por la soledad y la lucha por la supervivencia. Es ahí donde Laloux comprueba la fortaleza del espíritu humano, su capacidad para sobreponerse a las adversidades ya incluso en la más tierna infancia. 



Los amos del tiempo es una aventura inconsistente que peca de una ambición desmedida y aunque es netamente inferior a El planeta salvaje, no es ni mucho menos desdeñable gracias al impresionante universo que construye —lleno de escenas y personajes inolvidables— y a una exploración del trauma infantil sorprendentemente buena. Si tenéis curiosidad por ver el arte de Moebius y Laloux plasmado en celuloide ante vuestros ojos, no dudéis en verla.

 

Memories (1995)

 

Tres directores en un proyecto de antología sci-fi encabezado por el maestro del anime Katsuhiro Otomo. A raíz del éxito de Akira (1988), Otomo colaboró con otros dos mangakas para producir una película de episodios que tuviera la imaginación como nexo. El resultado es Memories, recuerdos de sueños o pesadillas ideadas por algunas de las mentes más sugerentes del país del sol naciente. Un filme que mantiene al espectador cautivado por su abrumador despliegue audiovisual y su variedad temática. Tres historias la componen, cada una con un enfoque distinto, pero todas ellas logran plantar una semilla de pensamiento en nosotros; un universo de conceptos evocadores dibujados en la gran pantalla como si de un lienzo se tratara. Memories es ante todo un llamamiento a la creatividad, a empujar los límites del medio para contar historias refrescantes, vibrantes y reflexivas sobre la esencia humana, el pegamento que nos une a través de la edad y el espacio. Es la clase de película que lucha contra la dictadura de la apatía, contra lo cómodo y que encuentra en la mente un refugio donde sanar las alas con las que echar a volar.



 Como ocurre en toda antología, algún episodio llamará más nuestra atención más que otro, pero esto no ha de preocuparos, ya que los tres tienen algo a lo que agarrarse intelectual o artísticamente. Memories rebosa ingenio por cado uno sus fotogramas, lo cual la lleva inexorablemente a los sofisticados entresijos del anime; el primer capítulo seguramente sea el más arrollador e intenso, mientras el segundo y el tercero rondan a su alrededor como satélites bienintencionados. 

 


El primero de ellos, titulado Rosa magnética, se ambienta en un futuro no tan lejano en el que una nave verá modificado su rumbo a causa de una enigmática llamada de socorro proveniente de lo más recóndito del cementerio galáctico. Os suena, ¿verdad? La propuesta, guionizada por el gran Satoshi Kon y dirigida por Koji Morimoto, es una aventura cósmica con tintes de terror gótico; hay “castillos en ruinas”, personajes infaustos y una atmósfera de intriga que alimenta la zozobra. Dura poco menos de tres cuartos de hora en los que cabe un sinfín de posibilidades y un profundo estudio de la psicología humana que al más aficionado a la lectura le conducirá inevitablemente hasta Stanislaw Lem y su célebre novela Solaris. Es una pieza reverencial con sus clásicos que analiza las relaciones afectivas, la tortura de la soledad forzada y la búsqueda de un propósito. Rosa magnética tiene muchas espinas que el espectador ávido de experiencias nuevas podrá desentrañar.



Seguimos con el segundo, Bomba fétida, escrito por Otomo y dirigido por un debutante Tensai Okamura, quien cuenta en clave humorística la cadena de sucesos que conducen a Japón a una catástrofe sin precedentes. A primera vista, su tono alegre y juguetón nos puede llevar a pensar en una comedieta, aunque pronto descubrimos la gravedad del asunto. El título, inspirado en el género kaiju nacido al amparo del hongo nuclear, sirve de advertencia acerca de los peligros de una ciencia y tecnología que avanzan más rápido de lo que la sociedad puede asimilar. Su ligereza la hace parecer más inofensiva, menos trascendental que sus hermanas y el desarrollo también se queda corto en comparación. Parte de un dilema tabú en el mundo tecnologizado en el que vivimos, pero le cuesta desarrollarlo más allá de lugares comunes. Bomba fétida no es el episodio más memorable de esta colección, aunque deja la puerta abierta a una discusión de ramificaciones imprevistas.



El tercer y último capítulo es un espacio reservado para la experimentación de Katsuhiro Otomo. Es la propuesta más conceptual y por qué no decirlo, sesuda. Otomo desviste al anime de su coqueta parafernalia para quedarse con lo nuclear. Es la más sencilla técnicamente; el mensaje como leitmotiv de una obra. En sus 20 minutos de duración apenas se vislumbra acción alguna, lo cual puede causar rechazo en una parte del público que la considere demasiado críptica. Personalmente, la encuentra maravillosa. Una perla de sabiduría que previene sobre los nacionalismos como mecanismo para incitar la maquinaria del odio que tanta destrucción causó en el siglo XX. Carne de cañón —como se titula— sigue la vida diaria de una familia consumida en carne y espíritu por el negocio de la guerra. Otomo diagnostica un cáncer provocado por la radicalización de las masas a través de los medios y de un Estado parasitario. Un cortometraje perturbador que bombardea la mente con principios e invita a reconducir nuestra sociedad antes de que el veneno de la “pólvora doctrinaria” haga mella en el alma colectiva.

PAUL NEWMAN

Leyenda de la gran pantalla, superestrella e icono del cine a golpe de actuaciones que se nos han grabado en la retina al igual que esos brillantes ojos azules de los que hacía gala. Paul Leonard Newman nace en enero de 1925 en Cleveland, Ohio como el segundo hijo del matrimonio formado por un empresario judío llamado Arthur Sigmund Newman y su mujer eslovaca, Terézia Fecková. Sus ancestros provienen mayormente de los pueblos del este de Europa (Austria-Hungría, Eslovaquia y Polonia).


Al igual que otros actores de esta lista, Newman ya mostraba gran devoción por el escenario a la corta edad de siete años, apareciendo en una adaptación teatral de Robin Hood en su escuela y más tarde, con 10 años, llegando a convertirse en una joven promesa a nivel local.

A punto de cumplir la mayoría de edad, Newman intervino en el frente del Pacífico durante la II Guerra Mundial y más tarde se alistaría en un programa de pilotos del Ejército de aire, aunque sería finalmente rechazado cuando descubrieron que era daltónico. Tras esto, en 1944, un joven Paul Newman fue enviado a una base en Hawaii donde ejercería como operador de radio, aunque no duraría mucho en su puesto y acabaría en labores de torreta en un avión de combate momentos antes de la famosa batalla de Okinawa, donde un ataque kamikaze sobre su aeronave acabaría con la vida de los miembros de su unidad.


Tras regresar a EE.UU. Paul Newman se graduaría en 1949 por la Universidad de Ohio, donde cursó la carrera de letras, especializándose en drama y en económicas. Tras un breve paso por la escuela de arte dramático de Yale, Newman acabaría recalando en Nueva York, ingresando en el Actors' Studio bajo la tutela del famoso profesor Lee Strasberg. Aunque acabaría triunfando en Hollywood, Newman tuvo sus dudas sobre dejar Nueva York por Los Ángeles ya que, según él, “estaba demasiado cerca del pastel y, además, allí no había lugar para el estudio”.

En 1953 haría su debut en Broadway, el gran escenario teatral de EE.UU., que vio pasar a algunos de los mejores intérpretes nacionales. Seis años más tarde, durante los  cuales trabajó con regularidad, Newman protagonizaría una obra de teatro original escrita por el célebre dramaturgo Tennesse Williams y titulada Dulce pájaro de juventud.


Después de un atropellado debut en el cine en 1954, Paul Newman alcanzaría la gloria encarnando a Rocky Graziano en una obra esencial para el subgénero del boxeo: Marcado por el odio (1956) de Robert Wise. Esta película le serviría como trampolín y como escaparate para los grandes estudios y realizadores de la época, llegando a trabajar en aquellos años bajo la dirección de Leo McCarey u Otto Preminger, entre otros.

La década de los 50 la cerraría con gran estruendo, firmando una obra maestra como La gata sobre el tejado de zinc y otras dos películas excelsas: El largo cálido verano y Éxodo. Por estos trabajos cosechó galardones en festivales internacionales y obtuvo el reconocimiento de sus compañeros de profesión siendo nominado al Oscar por primera vez en su carrera. 


Sin embargo, lejos de frenarse, Newman llegó a la década de los 60 pisando el acelerador, dispuesto a llegar primero a la línea de meta. El buscavidas, la injustamente olvidada París Blues -en la que apareció junto a Sidney Poitier-, Dulce pájaro de juventud, Hud, El premio, Harper, Hombre, Dos hombres y un destino y por supuesto, La leyenda del indomable, donde nos brindó una interpretación antológica e insuperable como el rebelde preso Luke Jackson. Lo más increíble de su carrera es que estos títulos que acabo de nombrar y que ya de por sí servirían como excusa perfecta para incluirlo en este top, no son más que una fracción de su vastísima filmografía.

En los setenta volvió pegando fuerte con títulos memorables como El juez de la horca, El hombre de Mackintosh, El golpe o El coloso en llamas; en la década de los ochenta, continuó trabajando con grandísimo oficio en películas tan sólidas como Veredicto final o El color del dinero; llegados los noventa, rondando los 70 años, Newman se mantuvo firme apareciendo en divertidísimas comedias como El gran salto (1994) de los hermanos Coen y Ni un pelo de tonto, así como en la injustamente olvidada Al caer el sol, película con un elenco de lujo que contaba con Susan Sarandon, Gene Hackman y James Garner; por último, ya entrados en el nuevo milenio, Newman nos deleitó con su presencia  en Camino a la perdición, una auténtica obra maestra del neo-noir con la que se despidió por todo lo alto.


Paul Newman solo necesitaba la mirada, el más poderoso arma interpretativa, para cautivar al espectador y dejarlo a sus pies. Despedía un magnetismo único, un aire de tristeza elegante que llevaba siempre con gran dignidad y bondad. Un actor del método, como otros mucho de esta lista, que logró trascenderlo creando un sello propio. Sus papeles fueron muchos y muy diversos; era un actor muy polifacético que sabía muy bien encarnar el héroe, al antihéroe o al individuo anónimo y ordinario.

Contaba una capacidad única para mantenerse contenido y mostrar el drama de su personaje a cuentagotas, siempre con pequeños matices que hacían sus actuaciones aún más creíbles y sinceras. Él era el rebelde con causa, el tipo astuto que se ganaba el corazón de las chicas y el favor de sus compañeros.

Trabajó con grandes directores de estudio como Robert Rossen o Robert Wise, sin descuidar colaboraciones con figuras emergentes como Martin Ritt, Robert Altman o George Roy Hill; y sobretodo, a diferencia de Brando, supo mantener una gran regularidad en el ocaso de su carrera.


Es muy difícil apreciar quién merece sentarse en el trono del Olimpo actoral, Brando o Newman, Newman o Brando; las diferencias son imperceptibles, ya que para mí son unas figuras insustituibles y unos pilares sobre los que ha reposado el cine desde los años cincuenta hasta la entrada en el nuevo milenio, en el caso de Newman. Fijaos si son tan similares en cuanto a grandeza, que a Newman llegaban a confundirlo con Brando en sus inicios e incluso firmó autógrafos por él.

Si me preguntáis por mi opinión, yo creo que Brando alcanzó cotas más altas de interpretación que Newman, pero Newman supo mantenerse en lo más alto con más constancia, además de haber cuidado mejor su faceta teatral que el actor de El padrino o Apocalypse Now. No obstante, poco importa lo que tenga que decir, ya que esto fue, es y será siempre fuente de debates incansables, en el que no hay una única verdad y sí muchas opiniones; lo único cierto es que lo han significado todo y lo seguirán haciendo, porque ambos son leyendas del cine. 

MARLON BRANDO


El actor con mayor presencia física de la historia del cine, un auténtico huracán de emociones que se ganó nuestra admiración por siempre. Un actor irrepetible, inalcanzable diría yo. Marlon Brando tenía un aura mística que aún se sigue analizando, adorando y envidiando a día de hoy.

Marlon Brando Jr. nace en abril de 1924 en Omaha, Nebraska en una familia de clase media y de ascendencia franco germana. Su madre, Dorothy Julia Pennebaker, no era la clásica madre modelo: fumaba, usaba pantalones, conducía coches y en su día incluso llegó a trabajar en el teatro, ayudando a un tal Henry Fonda en los inicios de su carrera como actor. Sin embargo, Dorothy también era alcohólica y en más de una ocasión se escapó para ir a emborracharse a bares de carretera. En su autobiografía, Brando expresaba con profundo pesar lo que sentía sobre su madre: “La angustia que producía el hecho de que bebiera era que prefiriese salir a emborracharse en lugar de cuidar de sus hijos”.


Por otra parte, su padre, que producía pesticidas y otras sustancias químicas, le recordaba en más de una ocasión que nunca sería más que un don nadie, humillándole siempre que podía y negándole cualquier apoyo o empatía.

Años más tarde y muchas mudanzas después –vivieron en Chicago, California y otras ciudades norteamericanas–, entre 1939 y 1941, un joven Brando comenzó a trabajar como acomodador en unos cines en Libertyville, Illinois, una ciudad al norte de Chicago.

A una temprana edad, Brando ya sentía especial predilección por la mímica. Tenía una habilidad increíble para adquirir los gestos y manierismos de sus compañeros de clase, interpretándolos con el toque dramático que siempre le caracterizó. Uno de sus amigos recuerda cómo Brando imitaba vacas y caballos que tenían en su granja para intentar separar a su madre de la bebida.


Sus hermanas mayores, Jocelyn y Frances, también estudiaron artes dramáticas y la primera tuvo una respetable carrera en Broadway, en el cine y también en la televisión. Mientras sus hermanas hacían carrera, Brando era expulsado por conducir su moto por los pasillos del instituto, hecho que le llevó a una academia militar en Minnesota, donde su padre había estudiado, para tratar de reconducir su mala conducta. En esta institución, Brando comenzaría a atraer las miradas del público con grandes actuaciones de teatro, pero no estaría exento de problemas con los profesores, que acabaron expulsándolo.

De vuelta a casa con sus padres, Brando buscó en el Ejército una vía de escape, pero no pudo alistarse por una lesión que tuvo en su época como jugador de fútbol americano. Con todas las opciones aparentemente agotadas y su padre regañándolo día sí y día también, decidió jugar la carta que antes habían jugado sus hermanas; se iría a Nueva York a estudiar artes dramáticas. Con 18 años recién cumplidos, Brando sentía que había nacido para ser actor e iba a pelear duro para alcanzar su sueño.


Allí aprendería la técnica de actuación de Stanislavski, método que invitaba al actor a explorar tanto los aspectos externos como los internos del personaje, a fin de lograr entenderlo en todas sus dimensiones. Su capacidad a la hora de entender las distintas sensibilidades del individuo impresionó a su profesora, Stella Adler, desde el inicio. Ella cuenta que un día, mientras preparaban un ejercicio en el que los estudiantes tenían que actuar como gallinas a las que estaba a punto de caerles una bomba atómica, todos corrían despavoridos por el aula, cacareando y escondiéndose bajo las mesas… todos menos uno. Marlon Brando decidió que lo más apropiado en ese momento era que la gallina estuviera tranquilamente poniendo huevos porque, al fin y al cabo, ¿¡qué demonios sabría ella sobre una bomba atómica!?

A pesar de ser considerado uno de los primeros actores en utilizar el método Stanislavski, él lo negaba y llegó a reconocer que lo aborrecía y también al profesor que se lo enseñó, Lee Strasberg, de quien no guardaba ningún grato recuerdo en su paso por el Actors Studio.


Cuentan que mientras rodaban las cámaras, Brando a menudo se ponía a hablar con los operarios en lugar de actuar y que esperaba hasta que la conversación fuese lo más natural posible para empezar a recitar sus líneas de diálogo. Él creía que sólo así podía parecer tan veraz en pantalla como se exigía a sí mismo; claro que esta técnica supuso un enorme dolor de cabeza para algunos productores, realizadores y compañeros de reparto, pero a él eso poco le importaba. 

Tras su despedida de Broadway en 1949 –donde protagonizaría la primera versión de Un tranvía llamado deseo de Tennesse Willliams–, Brando estaba ansioso por trabajar en Hollywood y así lo hizo, obteniendo su primer papel protagónico en la cinta dirigida por Fred Zinnemann, Hombres. Aquí ya empezaba a destaparse como un intérprete indómito y díscolo, cuya gran rebeldía solo se equiparaba a su increíble dominio de la escena. Una interpretación llena de fuerza y pasión que serviría de magnífica antesala a lo que se vendría un año después, en la adaptación cinematográfica de Un tranvía llamado deseo, obra cumbre en su carrera donde se lucía en el papel del rudo, violento y salvaje Stanley Kowalski. Un papel hecho a su medida en el que demostró todo su talento, energía y magnetismo. Su interpretación le valió los aplausos de la crítica y le llevaron a su primera nominación a los premios de la Academia.


En la década de los cincuenta plantó su bandera y marcó territorio con grandísimas obras como ¡Viva Zapata!, Julio César, Ellos y ellas, El baile de los malditos, Piel de serpiente y otra obra maestra en La ley del silencio. En esos diez años logró cinco nominaciones a los Oscar y una estatuilla por su enorme papel protagonista en la cinta de Elia Kazan.

Arrancó los sesenta descubriéndose como director en El rostro impenetrable, un western muy notable que empezó a rodar Stanley Kubrick, pero que acaba firmando Brando. En ella aparece junto a su compañero de reparto predilecto, el grandísimo Karl Malden que, por supuesto, también entra en este ranking. Además de esta, también protagoniza la aventura marina de Lewis Milestone y remake de un clásico de Clark Gable y Charles Laughton, Rebelión a bordo; luego hizo la intriga de espionaje, Morituri; y por supuesto, se coronaría con otra majestuosa obra como La jauría humana, dando vida al íntegro sheriff que busca evitar a toda costa un derramamiento de sangre. Increíble drama social, donde un Brando que había comenzado su declive en Hollywood nos entregaba otra interpretación para la historia.


Lamentablemente, después de los sesenta todo cambió para él. En esa década firmó algunas películas muy notables, tanto de crítica como de taquilla, pero también otras que se llevaron un duro varapalo entre el público, sobretodo las cinco que rodó con Universal. Desilusionado por una trayectoria cuyo futuro cada vez pintaba más negro, Brando empezó a ver el mundo de la actuación como una forma de lucrarse, en lugar de cómo su pasión y eso hizo que su filmografía se volviese un tanto irregular.

El que antes había sostenido la bandera de la rebeldía y había supuesto todo un icono para los jóvenes de la época, que veían en él un reflejo de lo que ellos aspiraban a ser, terminó por convertirse en un personaje al que muchos dejaron de tomar en serio; a eso hemos de añadirle su descuidada imagen, sus problemas personales y los batacazos que sufrió en el box-office. También fue duramente criticado por la prensa especializada, ya que esta consideraba que Brando había desistido, participando en cintas que estaban muy lejos de su calibre interpretativo. Aunque él fingía indiferencia, la realidad era que todas esas críticas que oía y leía constantemente le afectaron profundamente, minándole lentamente la moral. Un gigante como él, que parecía indestructible, se había vuelto tan frágil como el cristal.

En el ocaso de su carrera, un Brando arrinconado y considerado como un desastre para la taquilla, tanto por la prensa especializada como por los productores, participó en los dos filmes más importantes del maestro Coppola, El padrino y Apocalypse Now, cumpliendo papeles cruciales –más en esta última– que le brindaron una oportunidad de oro para despedirse del cine como se merecía; por todo lo alto.


Su filmografía no es la más extensa y tampoco está libre de gazapos importantes o actuaciones mediocres –sí, te estoy mirando a ti, Dr. Moreau–, pero yo me mantengo firme en la creencia de que nadie jamás se ha acercado tanto a la perfección como él. Jamás se ha visto y me aventuro a decir que jamás veremos a un monstruo de la gran pantalla como Marlon Brando, con sus luces y sus sombras –era un hombre claramente marcado por una infancia muy dura–, con sus kilos de más y habitual dejadez en la última etapa de su carrera, pero siempre con el sello inconfundible de un actor que nació para marcar época. Gracias por todo, genio atormentado.

JACK NICHOLSON



Jack Nicholson, natural de Nueva Jersey, nació un 22 de abril de 1937 y fue criado por su abuela, quien le hizo creer que era su madre, mientras su verdadera madre se hacía pasar por su hermana mayor y su padre se encontraba en paradero desconocido. Lo más terrible es que no descubrió el engaño hasta 1975, casi cuarenta años después, cuando un periodista de la revista Time descubrió la verdad. Para entonces, su madre y su abuela ya habían muerto, así que Nicholson tuvo que lidiar con ello sin apoyo familiar. Más tarde, él mismo declaró que aquel hallazgo fue uno de los acontecimientos más dramáticos de su vida, aunque no llegó a afectarle a nivel psicológico.

A Jack Nicholson siempre le gustó ser el centro de atención, llegando a ser elegido como el “payaso de la clase” por sus compañeros en 1954, ya que pasaba todos los días castigado por mala conducta. Poco después se mudaría a Hollywood con la intención de convertirse en una estrella, aunque los primeros trabajos que le ofrecieron y que él rechazó fueron de animador.

Su debut en la gran pantalla llegaría cuatro años después, en 1958, protagonizando un pequeño drama independiente sobre adolescentes. Así empezaría su primera gran colaboración con el celebérrimo productor y director de películas de serie B, Roger Corman, con el cual trabajaría con regularidad la siguiente década.


Después de pasar años en el mundillo del cine independiente, estancado y sin ningún rumbo definido, la carrera del joven Nicholson parecía abocada al más absoluto de los fracasos. Sin embargo, su carrera dio un insospechado giro de 180 grados cuando, en 1967, escribió un guion para una película de Corman titulada The trip. Como el título deja entrever, la historia abordó el tema del consumo del LSD por primera vez en la historia del cine y contaba además con un nada desdeñable reparto entre los que destacaban Bruce Dern, Peter Fonda y Dennis Hopper… ¿empezáis a ver la conexión?

Efectivamente, Fonda y Hopper estrenaron juntos Easy Rider tan solo dos años después de The Trip y adivinad quién aparecía en ella cumpliendo un papel secundario. Así, de la noche a la mañana, Jack Nicholson pasó de ser un actor de serie B a estar nominado al Oscar en la categoría de mejor actor de reparto por su breve, aunque memorable papel de George Hanson, personaje que encapsulaba en escasos minutos de intervención todo el mensaje de la cinta.


A pesar de no ganar la estatuilla, aquello supuso un antes y un después en su carrera. Cinco años después protagonizaría Chinatown (1974), uno de mis filmes de cabecera, a la cual considero la mejor cinta de cine negro puro y duro de todo el cine moderno. Por aquel entonces, Nicholson ya había sorprendido a propios y extraños por su carisma y desparpajo frente a la cámara, con películas tan interesantes como El último deber o Mi vida es mi vida, donde encarnaba a personajes pendencieros o al borde de la locura con increíble facilidad y credibilidad. El resto es historia: un año más tarde protagonizaría Alguien voló sobre el nido del cuco, obra maestra indiscutible en la que Nicholson se sale literalmente de la pantalla. Nos hace reír, llorar y nos lleva al límite de la locura de la mano de su personaje, Randle McMurphy.


Muchos me diréis: “pero Rick, ¿¡no te da vergüenza dejar a Robert De Niro fuera del podio!?”. Claro que, si lo cambiase por el bueno de Jack, otros tantos me dirían: “pero Rick, ¿¡es que no ves que Jack Nicholson merece entrar entre los tres mejores!?”. La felicidad va por barrios y en este caso yo me decanto mínimamente por el de Nicholson. Ambos son fuerzas de la naturaleza –¡qué demonios, todos los que están en el top 10 lo son! –, pero al final hay que decidirse por uno y para mí, Jack Nicholson tuvo una carrera más redonda y completa que De Niro. No os negaré que la filmografía del actor italoamericano se recita casi de memoria, pero creo que es más irregular, sobretodo en estos últimos años en los que parece un tanto desnortado.


Nicholson lleva años sin estrenar una película, entre otras razones porque sufre de alzhéimer –enfermedad que también retiró prematuramente a Gene Hackman–, algo que le imposibilita la tarea de memorizar líneas. No obstante, tiene el gran honor de ser uno de dos actores en toda la historia en obtener al menos una nominación al Oscar cada década, desde los años 60 hasta los 2000, siendo el otro Michael Caine. Ha ganado todo a lo que un intérprete puede aspirar y ha alcanzado la cima de la actuación en múltiples ocasiones. Solo por el legado que deja tras de sí, Jack Nicholson merece este tercer puesto.