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De vez en cuando aparece de la nada una producción cinematográfica que nos sorprende a todos por su excelencia visual, argumental e interpretativa. Una película o serie que ha pasado bajo el radar pero que pronto es considerada de imprescindible visionado. La nueva miniserie de HBO, Chernobyl, tuvo el infortunio –o fortuna, según se vea– de estrenarse justo en medio de la vorágine creada alrededor del final de Juego de tronos, curiosamente otra producción de la HBO, aunque eso no logró invisibilizarla sino más bien lo contrario igual que la URSS no pudo hacer lo propio con el desastre de su central nuclear. Lo cierto es que desde su primer capítulo ya tenía la sensación de estar presenciando algo tan grande e irrepetible como la catástrofe que retrata. Chernobyl consta de cinco capítulos de una hora cada uno, en los que narra el antes y el después del accidente nuclear que tuvo lugar en la antigua Unión Soviética: los desencadenantes, los causantes y sobretodo las vidas que aún sigue cobrándose la radiactividad de la zona. Dirigida por Johan Renck (Breaking Bad), escrita por Craig Mazin (Scary Movie) y protagonizada por Stellan Skarsgaard, Jared Harris y Emily Watson, Chernobyl es sin lugar a dudas una de las obras más importantes y necesarias que haya visto la televisión; un ejercicio informativo, preciso y estremecedor a partes iguales. Una historia que data de los años 80 pero cuyo sustrato es tan relevante ahora como lo fue entonces.


No quiero empezar este análisis sin spoilers –aunque hablar de Historia no sé hasta que punto puede considerarse spoiler–, sin antes hacer un llamamiento a todo el que me esté leyendo para que vea esta miniserie, no sólo por lo que muestra sino también por el mensaje que encierra. Chernobyl es ante todo un alegato en defensa de la verdad, sin adulterar ni enmascarar por los intereses espurios de un sistema corrupto. El guionista Craig Mazin, que curiosamente proviene de sagas como Resacón en Las Vegas o Scary Movie, ha hilvanado uno de los relatos más sólidos y potentes que haya visto la pequeña pantalla. Una historia dura y por qué no decirlo, terrorífica, pero imprescindible para entender que no por cerrar los ojos a la verdad hará que ésta desaparezca. En la sociedad actual, donde la manipulación y la tergiversación están a la orden del día y la verdad cada vez se considera más un tabú, comprender las lecciones del negro pasado de Chernobyl nos ayudará a mirar con claridad hacia el futuro.


Decir que un apartado sobresale por encima del resto es hacerle un flaco favor a esta nueva obra maestra de la HBO. Todo en Chernobyl rezuma a cine con mayúsculas y el hecho de que sea una serie no hace más que engrandecer su hazaña. Vivimos una época contradictoria: las superproducciones son ahora más super que nunca y por otro lado, jamás se ha hecho cine tan grande como en la pequeña pantalla. El trasvase de las grandes historias dramáticas al mundo televisivo es ya un hecho y Chernobyl no es más que la última demostración. A lo largo de cinco horas, Mazin y cía. logran contarnos esta tragedia con el detenimiento y el nivel de detalle que jamás hubiere sido posible en el cine. Y es que, si el guión de Chernobyl resalta por algo es por su obsesión con la verdad, la cual plasma con una fiel adaptación de los hechos acaecidos en la central nuclear soviética. El trabajo de investigación hecho por el guionista es merecedor de todas las alabanzas y premios que coseche. Como dije antes, cinco horas dura esta experiencia y todas ellas están aprovechadas; es más, algunos dirían que le falta duración, uno de los mayores halagos que se le pueden hacer a una obra.


Por su parte, las interpretaciones están todas a la altura del relato. Jared Harris, que lleva décadas en el mundillo, tiene aquí su primera oportunidad de demostrar sus cualidades y vaya si lo hace. Su actuación cuenta con ambas vertientes: una más contenida, cerebral y científica y otra mucho más profunda de significado, humana y emotiva por lo devastadora que resulta. Su personaje encapsula todo lo que pretende transmitir esta serie; su actuación es la piedra angular sobre la que depende el éxito o el fracaso de esta producción. A él le acompaña un Stellan Skarsgard de sobra conocido por todos, un actor cumplidor como pocos que, pese a tener un rol más secundario, goza también de momentos estelares. También quiero hablar de Emily Watson y Jessie Buckley –aunque bien podría hacer un artículo entero sólo dedicado a los intérpretes–; la primera en un papel solemne que hace las veces de homenaje a las decenas de científicos soviéticos que ayudaron a solventar la papeleta y destapar la verdad; mientras, Buckley hace de esposa de uno de los bomberos que acudieron en primer lugar a la central en llamas, un personaje que ocupa una subtrama imprescindible para vivir de cerca lo que significó, en término humanos, semejante tragedia. Ella es la representación del milagro, ese que probabilísticamente es casi imposible de ver pero que muy de vez en cuando ocurre y suele coincidir en momentos de crisis mayor. Una especie de equilibrio entre el bien y el mal que tan bien retrata esta miniserie.


Finalmente, el apartado audiovisual rinde a muy buen nivel. La cámara de Jakob Ihre, bajo la atenta mirada de Johan Renck, no se corta a la hora de mostrar imágenes escalofriantes ni huye tampoco de la crudeza y la miseria causada por la radiactividad. El proceso de limpieza y de contención de la zona se muestra exhaustivamente; es tal la labor de ambientación que el estrés y el miedo de los personajes lo sentimos como propio, porque el enemigo es imbatible e inmaterial y porque, como suele ocurrir, el único culpable es el ser humano. Sí, Chernobyl da miedo por la radiación pero lo da más aún porque la hemos creado nosotros; este monstruo sin forma ni cara no es más que el reflejo de nuestros peores instintos.

En definitiva, Chernobyl es una cita ineludible. Una obra maestra de la televisión que nada tiene que envidiar a las mayores y mejores producciones del cine y una nueva demostración de que la calidad no se mide por el número de estrellas que aparezcan ni por la campaña promocional que tengas detrás, sino por la solidez de tu historia y de tu mensaje. Verdades y mentiras, un juego tan antiguo como la propia naturaleza humana, del que siempre surge ese frágil equilibrio entre héroes y villanos, víctimas y responsables, justos y pecadores. La pregunta es de qué lado nos posicionaríamos llegada la hora final.


10/10: VENENO EN LA SANGRE.




Me disponía a ver el último episodio de esta tercera temporada de True Detective con una mezcla de entusiasmo y miedo. Por una parte, el iluso de mí aún guardaba esperanzas de que la historia concluyese por todo lo alto, dejando a los fans vitoreando a Pizzolatto y ansiosos por ver una cuarta temporada. Por otra parte, algo me decía que este capítulo tendría que durar lo mismo que un largometraje si quería esclarecer todos los cabos sueltos que había sembrado a lo largo de los siete episodios anteriores. Como esto resultaba imposible de creer, el temor de encontrarme ante un desenlace insatisfactorio y, peor aún, inconcluso crecía por momentos. Los que hayáis seguido estos pequeños análisis semanales –gracias por adelantado– quizá recordéis que ya en el quinto episodio comencé a tener mis dudas sobre el acto final; hasta ese momento, el ritmo que la serie había marcado daba a entender una conclusión si no precipitada, sí insuficiente. Claro que, ¿cuándo se puede considerar que algo ha sido suficiente?


Siento que, con el tiempo, el éxito de su primera temporada ha resultado una maldición. Una losa que la serie lleva soportando desde entonces y de la que no se puede librar, por mucho que lo intente: si en la segunda temporada Pizzolatto buscó alejarse todo lo posible de las marismas de Louisiana, en esta tercera ha regresado a una ambientación e historia similares en un intento de rescatar la esencia que lo catapultó a la fama, sin que ninguna de las dos pudiese desmarcarse de la alargada sombra que proyectó la original. Claro que hablo siempre desde mi punto de vista, soy consciente que algunos no tienen ese problema, llegando incluso a gustarles más las temporadas posteriores que la primera. Sin embargo, en el caso de ésta creo que, además de no cumplir con las expectativas que ella misma se había creado, ha terminado cavando su propia tumba. Ya no es cuestión de que ninguna de las teorías que la audiencia pudo construir a partir de la trama no se hayan cumplido, sino que el guión no ofrece una alternativa suficientemente convincente ni interesante para perdonárselo.


Duele aún más porque el guión parte de buenas ideas –las tres líneas temporales, la progresiva pérdida de memoria de Wayne Hays y sus complejas relaciones sentimentales y laborales, las recovecos del caso Purcell, etc.–, el problema está en cómo las utiliza. Todos los engranajes de la maquinaria están bien ideados pero, por alguna razón, la disposición de los mismos hace que el conjunto no termine de funcionar. Por ejemplo, Roland West es un personaje magnífico, con una marcada personalidad, tan atormentado como lo pueda estar Hays o más, pero la historia decide obviarlo casi por completo. Tengo entendido que Pizzolatto tenía más interés en desarrollar el de Hays, pero eso no debería ser excusa para relegarlo a un secundario de lujo, más aún cuando a este primero tampoco es que lo explore en demasía: su pasado en Vietnam apenas se expone, su relación con West no está tan bien resuelta como la de Rust y Marty y tampoco conocemos demasiado a su familia, más allá de las discusiones con Amelia que con el paso de los episodios resultaban un tanto repetitivas, al menos para mí. No digo que su personaje no brillara, sino que no encuentro motivos para impedir que su compañero lo hiciera también. Esto se deja ver con mayor claridad en este octavo episodio, donde la estrella resulta ser el personaje de Stephen Dorff que, con muy poco, consigue hacer mucho. La escena del bar de moteros es uno de los grandes momentos de la temporada.


En cuanto al caso en sí, lo cierto es que todo fue un gran señuelo para pescar al espectador y mantenerlo enganchado. Es como si HBO le dijese a Pizzolatto que cada capítulo tenía que contener la cantidad justa de pistas falsas para que los clientes no cancelasen su suscripción antes de tiempo. Todo lo que Hays y West investigaron a lo largo de tres décadas resultó en el secuestro de una ricachona loca con delirios de madre. Ya está. No busquéis nada detrás de la fábrica de alimentación del Sr. Hoyt, ni de Harris James, ni tampoco de los padres Tom y Lucy Purcell –se llegó a especular que los hijos no eran de Tom–. ¿Recordáis la guarida del diablo, ese parque de nombre siniestro donde fueron vistos por última vez los niños desaparecidos? Pues no resultó ser más que eso, un parque. Toda la conspiración que la periodista le expone a Hays en 2015 es una auténtica ida de olla, la precipitación del fiscal por cerrar el caso es absurda y los asesinatos de Lucy, Tom y Dan O’Bryant resultan gratuitos. ¿Tantas idas y venidas por un intento de adopción que terminó en secuestro y asesinato involuntario? ¡Porque así fue como murió el niño, por accidente! Las risas se oyen de Arkansas a Tombuctú.


Pero, os estaréis preguntando, ¿no habían conectado el caso Purcell con el de Dora Lange de la primera temporada? Sí y no. Es decir, que la oportunidad de colar un guiño era demasiado tentadora como para desaprovecharla. ¿Qué os creíais, que iba a ser algo más gordo? Lo que más me molesta de todo esto son todos los que dicen que “el guión no tiene que hacer realidad ninguna de las teorías de los fans” o que “Pizzolatto buscaba romper la cuarta pared y reírse de todos los conspiranoicos”. Ahora resulta que esperar algo basándose en lo que la propia historia insiste en contarte una y otra vez, por activa y por pasiva, se le llama ser original. Que la historia vaya todo el rato por un lado y al final cambie al contrario sin mayor explicación mola mucho. Imaginaos que en Dark City, todo lo que Murdoch experimentó no fuese más que un delirio y realmente estuviese confinado en un psiquiátrico. Para todos aquellos que se humedecen sólo con pensar en un vuelco argumental: estos no convierten automáticamente a una historia en buena u original.


Uno de los puntos fuertes de esta temporada fueron sin duda las actuaciones, tanto del dúo protagonista como de algunos secundarios como Scoot McNairy, que volvió a demostrar una vez más lo gran actor que es. Además, Carmen Ejogo muestra carácter y empaque en cada una de sus discusiones con el personaje de Mahershala Ali. Un explosivo choque de trenes que, aún estando sobreutilizado en la trama, no deja de ser uno de los grandes alicientes de cada episodio. Por otra parte, Michael Rooker está trágicamente desaprovechado en la historia y es una pena, porque borda los escasos minutos que aparece en pantalla. El hecho de que no lo utilizaran, aunque fuera testimonialmente, a lo largo de la temporada es uno de los grandes misterios de la serie. Lo que podría haber sido una presencia amenazante, se quedó en un viejo borracho al que le gusta ir de safari.

En definitiva, dicen que el final es la parte más importante de una película, ya que es la que nos deja con buen o mal sabor de boca. Es como ir a un restaurante y que todo esté exquisito menos el postre o echarle horas a un juego para llegar a un jefe final decepcionante. True Detective III es una experiencia interesante, en algunos momentos roza la excelencia pero, al final, lo que queda grabado en nuestra memoria es su desenlace. Puede parecer injusto que un guión al completo se juzgue por sus últimas páginas pero, como nos suele decir Pizzolatto en sus historias, la vida pocas veces es justa. Ese pesimismo que inunda la serie desde la irrupción de Rust Cohle se vuelve ahora contra ella y de forma irónica, termina siendo su sino. Y es que quizá él esté abocado a seguir escribiendo más temporadas de True Detective y nosotros, los espectadores, estemos condenados a decepcionarnos en bucle recordando, con frustración y melancolía, aquella distante anomalía que una vez creímos cierta.


6/10: EL TIEMPO ES UN CIRCULO PLANO


El final ya está cerca y con él llegan las respuestas que tanto ansiamos desde que la temporada comenzara allá por enero. Las preguntas que el showrunner Pizzolatto nos ha ido cocinando a fuego lento por fin se esclarecerán, para bien o para mal, y este séptimo episodio no hace más que preparar el terreno para lo que nos espera en el último y culminante capítulo de la temporada. En ese aspecto, este penúltimo episodio cumple sobradamente las expectativas; la tensión se puede sentir en cada uno de los fotogramas y de los gestos de los personajes. Cada conversación se antoja crucial para desvelar los misterios del Caso Purcell. Un caso que les ha dado muchos quebraderos de cabeza a Wayne Hays y Roland West, protagonistas absolutos de una historia que sabe muy bien mantenerte enganchado sin dar demasiado al espectador, estrategia ciertamente arriesgada que se verá validada o condenada dependiendo de lo que ocurra octavo y definitivo episodio.

A diferencia de capítulos anteriores, donde la información caía a cuentagotas, en este episodio suceden muchas cosas de lo más interesantes. Arrancamos en un momento entre 1990 y 2015, no sabemos muy bien cuál, donde vemos a Hays dejando a su hija Rebecca en lo que parece ser la universidad. Su relación parece bastante buena, lo cual hace que me pregunte qué pasó entre esa fecha y 2015 para que dejaran de hablarse, como dijo el hijo de Hays en un capítulo anterior. Puede que sean sólo ocurrencias mías pero, ¿es posible que le haya ocurrido algo a Rebecca y su hijo esté intentando ocultárselo para no herirle?


Más tarde nos trasladamos a 1990, concretamente a la torre cerca del parque donde desparecieron los niños. En lo alto de sus escaleras, Hays y West hayan el cuerpo sin vida de Tom Purcell, el cual dejó una nota escrita a máquina donde habla de reunirse con su mujer y su hijo muerto. Tal y como ocurriese con el Sr. Woodard en 1980, parece que alguien trata de cargarle el muerto a un muerto, valga la redundancia. Hays está mosqueado pero Roland, culpándose de la muerte de Tom, está cansado ya del caso. No ve más cabos por donde tirar y puede que no le falte razón pero a Wayne no le basta. Al volver a casa, Amelia le comenta el incidente que tuvo en la presentación del libro y cómo un hombre negro tuerto que encajaba con la descripción se le acercó para increparla y preguntarle por el paradero de Julie Purcell.


Agitada, Amelia se pone el traje de investigadora y sale a buscar respuestas por sí misma. Primero visita el hogar de la mejor amiga de Lucy Purcell, una señora rolliza que vive sola en una casa destartalada y llena de recuerdos y baratijas. Esta escena me recordó, salvando las distancias, al momento en el que Marty entra en el caserón escondido de los Tuttle, ocupado por Errol Childress. No sé si esta señora jugará algún papel en el último capítulo pero creo que sí tuvo algo que ver con el secuestro. Después se desplaza hasta el bar donde solía trabajar Lucy para hablar con el propietario. Este dice haber visto al primo de Lucy, Dan O’Bryant, merodeando cerca del bar con un hombre negro tuerto.

Con la teoría del tráfico de personas cobrando cada vez mayor peso, Hays recibe el historial telefónico de Lucy Purcell la noche anterior a su muerte. Asombrado ante el descubrimiento, Wayne acude raudo y veloz para contárselo a Roland. Resulta que Lucy hizo ocho llamadas a un mismo número y, ¿a quién pertenecía ese número? Al mismísimo Harris James. Antiguo policía y ahora jefe de seguridad de Industrias Hoyt. Este personaje ha merodeado por todas las escenas claves de la temporada, desde la muerte de los Lucy y Tom Purcell hasta la escena del crimen del Sr. Woodard en 1980. Wayne convence a Roland para ir tras él en lo que termina por convertirse en la escena más tensa de todo el episodio. ¿Recordáis el establo donde interrogan a aquel pobre diablo en los primeros episodios? ¡Pues regresa por todo lo alto! Un interrogatorio de lo más heterodoxo, que termina con la muerte de James a manos de Hays y West, sin que este les dé ninguna información mínimamente relevante. Han roto las reglas y se han metido en un lío monumental para nada.


En 2015, la entrevista a Hays alcanza un punto límite cuando Elisa trata de sacarle más información sin éxito. A cambio, este le pide que le cuente lo que sabe. Estos dos llevan jugando una partido de ajedrez desde el principio y no nos hemos dado cuenta hasta ahora. Elisa le cuenta que el hombre tuerto al que buscan se hacía llamar Watts y que el caso Purcell puede estar relacionado con otro caso que se cerró hace unos años en Louisiana. Sí, está hablando del caso Dora Lange de la primera temporada, lo cual entrelaza la primera y la tercera temporada en un mismo universo ficticio. Los Hoyt, los Tuttle y puede que otras familias poderosas forman parte de una misma secta de ricachones pedófilos que se dedican a hacer del sudeste americano su particular coto de caza. Puede que esta sea la escena más reveladora de toda la temporada, ya que no sólo conecta dos de las tres temporadas de la serie, sino que también deja entrever todo un entramado a nivel federal, aunque no sabemos hasta dónde llegan sus escurridizos tentáculos.


Aún en 2015, Wayne y Roland se hacen pasar por policías en activo para interrogar a una de las entonces criadas de la mansión Hoyt. Esta les habla de la trágica historia de Isabelle Hoyt, que perdió a su marido y a su hijo en un accidente de tráfico y la sumió en una terrible depresión que terminó por deteriorar su estado mental. Años más tarde, ella misma se vio envuelta en otro siniestro. Después de esto, los Hoyt contrataron a un tal Mr. June –un hombre negro tuerto– para cuidar exclusivamente de ella en un ala de la mansión donde nadie, excepto él, podía entrar.

Finalmente regresamos a 1990, al hogar de la familia Hays, un día después del asesinato de Harris James. Es por la mañana y Wayne se dispone a contarle a Amelia lo que ocurrió la noche anterior, cuando recibe una inesperada llamada de Edward Hoyt. El gran capo de la compañía confiesa estar al tanto de todo lo ocurrido con James y  le insta a una reunión con él, ya sea en su casa o en el lujoso Cadillac en el que se encuentra aparcado justo enfrente. ¡Menudo uppercut a la mandíbula la lanza Hoyt a Wayne! Aún encajando el golpe, Hays acepta su invitación y entra en el coche. ¿Qué ocurrirá ahí dentro? Nadie lo sabe, excepto Pizzolatto.


Me gustaría terminar diciendo que me resulta muy extraño que Wayne Hays haya tenido tanto protagonismo a lo largo de la serie. No me malinterpretéis, la interpretación de Mahershala Ali es excelente y merece cada minuto que aparece en pantalla pero creo que, tanto en la primera como en la segundo temporada, el tiempo estaba más repartido entre los protagonistas. Quizá sea una elección narrativa de Pizzolatto, quien le viera más potencial al personaje de Wayne que al de Roland, o puede que lo haya querido esconder adrede. Es posible que West haya estado metido en el fregado desde un principio, lo cual explicaría su rápido ascenso y su gatillo fácil matando a Harris James. Claro que todo puede quedar en agua de borrajas pero quería compartirlo con vosotros…por si las moscas.


8.5/10: BILLETE DE IDA AL INFIERNO DE LOS PODEROSOS