Crítica sin spoilers - The Brutalist (2024)

Dicen que la Humanidad se compone más de muertos que de vivos, que construimos el mañana sobre los pilares que nuestros antepasados ayudaron a cimentar. Por lo tanto, mirar al futuro no es sino comprender el pasado, estudiarlo y respetarlo, pues todo lo que hoy damos por sentado fue alguna vez un misterio; nada es circunstancial. 

 

La II Guerra Mundial tuvo un efecto devastador en el tejido social del siglo XX y sus consecuencias reverberan rabiosamente en la actualidad. Un aciago recuerdo que segó cincuenta millones de vidas, arrasó ciudades enteras y fracturó el alma de Europa de forma irreversible. El Viejo Continente sobrevivió, pero jamás volvió a ser el mismo.


Fundada en 1919 por los arquitectos Walter Gropius y Mies van der Rohe bajo el lema “menos es más”, la Escuela Bauhaus de arquitectura cogió el testigo del modernismo para proyectar una visión urbanística que reuniera arte y funcionalidad con el fin de construir utopías. La obra de pioneros como Frank Lloyd Wright o Le Corbusier mostraban el camino a un grupo de jóvenes idealistas que soñaban con cambiar el mundo hasta que el mundo los cambió a ellos. 

 

La Bauhaus murió trágica y prematuramente en 1933, víctima del nazismo. Sus ideas revolucionarias fueron tachadas de “arte judío degenerado” y sobre ellos recayó toda la maquinaria del régimen —irónicamente, Gropius había combatido en la Gran Guerra con el bando alemán—. Así pues, una generación de artistas constructores quedó condenada al ostracismo. 


Una vez terminada la II Guerra Mundial, Europa era un gigante moribundo con el alma fracturada y unas profundas heridas sociales y materiales. El Viejo Continente sobrevivió, pero jamás volvió a ser el mismo. Sin embargo, de los escombros del pasado, germinó un hilo de esperanza alimentado por la difunta Bauhaus que serviría de argamasa para definir un futuro de reconstrucción. El destino no quiso que su legado cayera en el olvido... 


 

The Brutalist (2024) narra la epopeya individual del visionario arquitecto húngaro Laszló Tóth, quien huye de la Europa de posguerra para reconstruir su vida en los florecientes EE.UU. El filme está coescrito por Mona Fastvold y Brady Corbet, este último también en labores de dirección, y lo protagonizan Adrien Brody, Guy Pearce y Felicity Jones. 

 

A pesar de su corta trayectoria y juventud, el arizoniano Brady Corbet hace gala de un extenso currículum. Delante de la cámara, ha colaborado con autores europeos de la talla de Michael Haneke, Lars von Trier o Bertrand Bonello; tras ella, cuenta con dos interesantes títulos en su haber: La infancia de un líder (2015) y Vox Lux (2018). Un lustroso bagaje que culmina en este prodigioso ejercicio de cine, un proyecto tan ambicioso y mayúsculo que solo puede ser imaginado por un cineasta quimérico. Su abrumadora resonancia hace palidecer la mayoría de producciones contemporáneas, sino por su amplitud, por sus funestas implicaciones. 

 

Los astros cinematográficos me permitieron asistir al 69º certamen de la Semana de Cine de Valladolid para ver un pase especial de The Brutalist meses antes de su estreno. Una vivencia inolvidable, no solo por la película, sino por la compañía. Desde que la Seminci lo anunciase a bombo y platillo allá por octubre, mis amigos cinéfilos y yo, que por aquel entonces estábamos inmersos en el terrorífico éxtasis del Festival de Sitges, marcamos la cita en nuestros abarrotados calendarios: la matiné del 20 de octubre en el Teatro Calderón. 


No os voy a engañar: por aquel entonces, el año ya comenzaba a pesar sobre mis sufridos párpados, tratando de disimular sin éxito mi semblante desencajado. Las fuerzas flaqueaban, pero un magnetismo salvaje me atrajo ipso facto a esta película-evento, algo que iba más allá de los premios que había cosechado en el Festival de Venecia; llamadlo intangible o pálpito de curtido cinéfilo. Todo lo que rodeaba al proyecto de Corbet desprendía el aura de las obras magnas, aquellas escogidas para la grandeza. Cada uno viajamos desde un punto distinto de la geografía española, dispuestos a vaciarnos con tal de vivir una experiencia religiosa —en el nombre de los hermanos Lumière, Eisenstein y DeMille— y lo hicimos...vaya si lo hicimos. 

 

Éramos cinco amigos de cine: Jon de Amantes de Uyuni, Manu de Temporada de premios, Vele, Ignacio y un servidor. Todos, sin excepción, salimos extasiados aquella mañana de octubre. Pensaréis que es una mención gratuita, que me estoy marcando un farol. Al contrario, es la constatación de la brillantez de The Brutalist; solo las obras que marcan época son capaces de generar tal unanimidad en un grupo tan heterogéneo como el nuestro.

 

¿Por dónde empiezo a abordar semejante logro cinematográfico? Comenzaré por lo más evidente, lo primero que nota el espectador cuando se apagan las luces de la sala y se encienden las de la pantalla: su majestuoso apartado audiovisual. El director de fotografía Lol Crawley —con quien Corbet ya colaboró en sus anteriores proyectos— construye planos de una belleza indescriptible. Sorprenden las imágenes por su calado y su escala, dos dimensiones a las que el cine contemporáneo rara vez nos expone, mucho menos el de Hollywood, y que Crawley rescata en un intento desaforado por devolverle al cine el carácter mayestático que jamás debió perder. The Brutalist navega a contracorriente de las tendencias, practicando un lenguaje en desuso, como el sumerio o el etrusco. El significado y la autenticidad con la que Corbet insufla el relato bastarían para incluirla en la lista con lo mejor del año pero, de alguna forma macabra, Crawley se las apaña para añadirle capas de un esplendor estético insólito. Lo que algunos se atreven a catalogar de temeridad y otros de arrogancia, es justamente lo que la compara con los títulos de leyenda; el deseo fervoroso, casi suicida, por trascender.


 

El cine atraviesa una crisis de grandes visionarios, gente con la habilidad de traducir el lenguaje verbal en audiovisual, dejando que sean las imágenes y no las palabras las que revelen la verdad oculta detrás de la existencia humana; no se trata de contar algo nuevo, sino de hacerlo de una forma diferente, auténtica. Por esta razón nos emocionamos cuando jóvenes realizadores como Robert Eggers, Céline Sciamma o Alice Rohrwacher irrumpen con fuerza en la industria. Porque ellos nos devuelven la fe en el poder transformador del cine; y ahora, llega un nuevo sheriff a la ciudad llamado Brady Corbet. 

 

Yendo del maximalismo al minimalismo, Corbet saca a relucir las aplastantes contradicciones del sueño americano: la épica de una nación en auge industrial contrasta con la decadencia de una sociedad nacida de la miseria, inculta e inmoral, corrupta hasta la médula y esclava de sus vicios. Los monumentales parajes naturales desarman nuestros sentidos, al mismo tiempo que la naturaleza humana nos asfixia y oprime; The Brutalist encuentra belleza en la crueldad, grandeza en la intimidad.

 

No en vano, la valiente decisión de rodar íntegramente en Vistavision —formato que no se empleaba desde El rostro impenetrable (1961) de Marlon Brando— nos devuelve a una experiencia artesanal que el público vintage apreciará sobremanera. Era como volver a enamorarse por primera vez; el matrimonio perfecto entre imagen y palabra en 70 gloriosos milímetros.

 

La magnificencia de las imágenes contrasta con la poderosísima banda sonora de Daniel Blumberg. Una partitura excelsa con ecos al Hans Zimmer de Interstellar (2014) o Dunkerque (2017), a Johnny Greenwood y a clásicos como Bernard Herrmann. Una música rupturista, de gusto ecléctico y camaleónico que bebe de los maestros sin perder de vista la improvisación: Blumberg a menudo mezcla sus composiciones con efectos de sonido sacados de la escena como la bocina de un buque o la sintonía de una radio, yendo de lo prosaico a lo divino en un intento por aunar música diegética y extradiegética. Agarraos bien a vuestras butacas, porque os espera una explosión sonora de varios kilotones.


 

Además, como ocurre en todo drama de época que se precie, el filme cuenta con un extenso trabajo de documentación y recreación que deleitará a los amantes de la historia reciente. Los años 50 cobran vida ante nuestros ojos con un diseño de producción impecable a cargo de Judy Becker, artífice de obras de inmaculada distinción como Carol (2015), así como un vestuario e interiores elegantísimos.

 

Igual de magníficas son las interpretaciones, entre las que destaca un descomunal Adrien Brody en un papel que le viene como anillo al dedo. A través de Laszló Tóth, Brody vuelve a invocar el espíritu de Wladyslaw Szpilman en El pianista (2002), dos artistas brillantes que reman a contracorriente de sus tiempos. Aunque la odisea de Tóth comience de forma expansiva tras su llegada a América y la de Szpilman se limite al claustrofóbico gueto de Varsovia, ambos están expuestos a la erosión física y anímica de ser un paria en su propia tierra. The Brutalist explora los angostos recovecos de un edificio en ruinas llamado mente, pero lo hace desde una perspectiva humanista, no destructiva. Tóth está dañado, tal vez sin remedio, pero su ego y el amor que le profesa a su familia son el combustible que lo empujan a ver la luz de un nuevo día. Dividido entre su traumático pasado y una tenue ilusión de prosperidad, Laszló vive en una encrucijada, encerrado en una cárcel de oropeles y abusos constantes. Brody transmite los matices de un hombre herido en su orgullo; ni bueno ni malo ni todo lo contrario, simplemente Laszló. 

 

No obstante, ¿qué es un gran protagonista sin un séquito de secundarios que lo respalden? Brody cuenta con la inestimable ayuda de Guy Pearce y Felicity Jones para completar su retrato poliédrico. El primero interpreta a un hombrecillo sin pasión, pero con millones, el enigmático mecenas de turbio carisma que parasita el talento de Tóth para llenar su propia mediocridad. Pearce realiza un trabajo escalofriante, sugerente y calculador. Su personaje evoca al de Daniel Day-Lewis en Pozos de ambición (2007) —película y director, Paul Thomas Anderson, que inspiraron a Corbet—. Por otro lado, Felicity Jones tampoco le va a la zaga, componiendo un personaje igual de imponente: Erzsébet es frágil pero resiliente, armada con unas férreas convicciones y un intelecto que la mantienen a flote. Si él merece alzarse con su segunda estatuilla, Pearce y Jones no son para menos. 

 

Pero pasemos al guion de The Brutalist, donde reside buena parte de su arrolladora personalidad. En la pasada rueda de prensa del Festival de Venecia, Corbet profundizó en las razones que le empujaron a realizar una película sobre arquitectura —un subgénero que no se prodiga por tener grandes referentes precisamente—, reconociendo que fue fruto de una visión cuidadosamente esculpida durante años. Tanto él como su esposa han destinado buena parte de una década a desarrollar este sentido homenaje a una generación de arquitectos huérfana de éxitos. Laszló Tóth es la respuesta ficticia a un interrogante real: ¿qué ocurriría si uno de ellos hubiese escapado de las garras del nazismo para caer en las del consumismo? No me podrán negar que es una premisa seductora. Las ramificaciones de la propuesta llegan tan lejos como la fecunda imaginación de los guionistas, contraponiendo la suma de constructos, valores y creencias que enfrentas dos filosofías de vida opuestas. Nociones sobre la familia, la religión, la lucha de clases, las adicciones de la era moderna, el arte o el negocio pugnan en un eléctrico combate a cámara lenta que nos mantendrá ojipláticos durante casi cuatro horas; un intercambio de golpes implacable al más puro estilo Ali-Frazier. 


 

Corbet abre una línea de diálogo con el espectador y la mantiene tiempo después de haber abandonado la sala. En lo más profundo del relato encontramos la disyuntiva que ha forjado con hierro y vergüenzas candentes el devenir del siglo XX; un muro granítico que solo en la última década parece resquebrajarse. The Brutalist mira cara a cara a la pesadilla americana y le escupe sin miramientos, invitándonos a construir una alternativa en los tiempos de zozobra que vivimos. Las obras imperecederas tienen la osadía de plantear preguntas incómodas y la madurez necesaria para dejar que el público las resuelva.

 

El metraje está estructurado en partes que corresponden a distintas etapas en la vida del protagonista, con una obertura, un epílogo y un intermedio para diferenciarlas, como si de una ópera se tratase; una estructura narrativa que recuerda en muchos aspectos a la de su primer largometraje. Aunque pueda parecer un capricho del director, y en otros casos acertaríamos, nada más lejos de la realidad. Cada subdivisión obedece un propósito que, puesto en perspectiva, adquiere sentido. Vean el guion como una catedral compuesta por cámaras, que son capítulos, comunicadas entre sí por un hilo narrativo que muda conforme lo hace el carácter y el contexto de Laszló Tóth. Igual que juventud y vejez se observan con diferente mirada, la película también se adapta, sintiendo el paso del tiempo impactando en el celuloide. 

 

En cuanto a la duración, de unas tres horas y media sin contar el intermedio, no se siente en absoluto hipertrofiada o, dicho de otra manera, no cae en los excesos ni en la autoindulgencia tan habituales del actual sistema de Hollywood. El ritmo fluye con naturalidad, involucrando a la audiencia en la aventura de Tóth a través de la jauría americana. The Brutalist respira con ritmo cadencioso, recorriendo galerías de un lirismo trascendental, tan deslumbrante que emociona.

 

Brady Corbet se inspira en grandes arquitectos del cine como Coppola, Kazan, Paul Thomas Anderson, Cimino o Bertolucci para obrar el milagro de corte clásico y espíritu vanguardista que tanto ansiaban las salas de cine. The Brutalist es una hazaña desde su concepción hasta su producción, llevando la contraria a una industria empeñada en inmolarse creativamente. Con apenas $6 millones de presupuesto, la obra maestra de Corbet anuncia la llegada de un trasatlántico que zarpa de un pasado glorioso para sentar las bases de un futuro esperanzador en el que arte y funcionalidad vayan por fin de la mano. Así que háganse un favor y acudan en masa al cine de ayer, de hoy y de siempre. Acudan a ver The Brutalist.



10/10: EL MATERIAL DE LAS UTOPÍAS. 

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