Mostrando entradas con la etiqueta Críticas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Críticas. Mostrar todas las entradas

Dicen que la Humanidad se compone más de muertos que de vivos, que construimos el mañana sobre los pilares que nuestros antepasados ayudaron a cimentar. Por lo tanto, mirar al futuro no es sino comprender el pasado, estudiarlo y respetarlo, pues todo lo que hoy damos por sentado fue alguna vez un misterio; nada es circunstancial. 


Fundada en 1919 por los arquitectos Walter Gropius y Mies van der Rohe bajo el lema “menos es más”, la Escuela Bauhaus de arquitectura cogió el testigo del modernismo para proyectar una visión urbanística que reuniera arte y funcionalidad con el fin de construir utopías. La obra de pioneros como Frank Lloyd Wright o Le Corbusier mostraban el camino a un grupo de jóvenes idealistas que soñaban con cambiar el mundo hasta que el mundo los cambió a ellos. 

 

La Bauhaus murió trágica y prematuramente en 1933, víctima del nazismo. Sus ideas revolucionarias fueron tachadas de “arte judío degenerado” y sobre ellos recayó toda la maquinaria del régimen —irónicamente, Gropius había combatido en la Gran Guerra con el bando alemán—. Así pues, una generación de artistas constructores quedó condenada al ostracismo. 


Una vez terminada la II Guerra Mundial, Europa era un gigante moribundo con el alma fracturada y unas profundas heridas sociales y materiales. El Viejo Continente sobrevivió, pero jamás volvió a ser el mismo. Sin embargo, de los escombros del pasado, germinó un hilo de esperanza alimentado por la difunta Bauhaus que serviría de argamasa para definir un futuro de reconstrucción. El destino no quiso que su legado cayera en el olvido... 


 

The Brutalist (2024) narra la epopeya individual del visionario arquitecto húngaro Laszló Tóth, quien huye de la Europa de posguerra para reconstruir su vida en los florecientes EE.UU. El filme está coescrito por Mona Fastvold y Brady Corbet, este último también en labores de dirección, y lo protagonizan Adrien Brody, Guy Pearce y Felicity Jones. 

 

A pesar de su corta trayectoria y juventud, el arizoniano Brady Corbet hace gala de un extenso currículum. Delante de la cámara, ha colaborado con autores europeos de la talla de Michael Haneke, Lars von Trier o Bertrand Bonello; tras ella, cuenta con dos interesantes títulos en su haber: La infancia de un líder (2015) y Vox Lux (2018). Un lustroso bagaje que culmina en este prodigioso ejercicio de cine, un proyecto tan ambicioso y mayúsculo que solo puede ser imaginado por un cineasta quimérico. Su abrumadora resonancia hace palidecer la mayoría de producciones contemporáneas, sino por su amplitud, por sus funestas implicaciones. 

 

Los astros cinematográficos me permitieron asistir al 69º certamen de la Semana de Cine de Valladolid para ver un pase especial de The Brutalist meses antes de su estreno. Una vivencia inolvidable, no solo por la película, sino por la compañía. Desde que la Seminci lo anunciase a bombo y platillo allá por octubre, mis amigos cinéfilos y yo, que por aquel entonces estábamos inmersos en el terrorífico éxtasis del Festival de Sitges, marcamos la cita en nuestros abarrotados calendarios: la matiné del 20 de octubre en el Teatro Calderón. 


No os voy a engañar: por aquel entonces, el año ya comenzaba a pesar sobre mis sufridos párpados, tratando de disimular sin éxito mi semblante desencajado. Las fuerzas flaqueaban, pero un magnetismo salvaje me atrajo ipso facto a esta película-evento, algo que iba más allá de los premios que había cosechado en el Festival de Venecia; llamadlo intangible o pálpito de curtido cinéfilo. Todo lo que rodeaba al proyecto de Corbet desprendía el aura de las obras magnas, aquellas escogidas para la grandeza. Cada uno viajamos desde un punto distinto de la geografía española, dispuestos a vaciarnos con tal de vivir una experiencia religiosa —en el nombre de los hermanos Lumière, Eisenstein y DeMille— y lo hicimos...vaya si lo hicimos. 

 

Éramos cinco amigos de cine: Jon de Amantes de Uyuni, Manu de Temporada de premios, Vele, Ignacio y un servidor. Todos, sin excepción, salimos extasiados aquella mañana de octubre. Pensaréis que es una mención gratuita, que me estoy marcando un farol. Al contrario, es la constatación de la brillantez de The Brutalist; solo las obras que marcan época son capaces de generar tal unanimidad en un grupo tan heterogéneo como el nuestro.

 

¿Por dónde empiezo a abordar semejante logro cinematográfico? Comenzaré por lo más evidente, lo primero que nota el espectador cuando se apagan las luces de la sala y se encienden las de la pantalla: su majestuoso apartado audiovisual. El director de fotografía Lol Crawley —con quien Corbet ya colaboró en sus anteriores proyectos— construye planos de una belleza indescriptible. Sorprenden las imágenes por su calado y su escala, dos dimensiones a las que el cine contemporáneo rara vez nos expone, mucho menos el de Hollywood, y que Crawley rescata en un intento desaforado por devolverle al cine el carácter mayestático que jamás debió perder. The Brutalist navega a contracorriente de las tendencias, practicando un lenguaje en desuso, como el sumerio o el etrusco. El significado y la autenticidad con la que Corbet insufla el relato bastarían para incluirla en la lista con lo mejor del año pero, de alguna forma macabra, Crawley se las apaña para añadirle capas de un esplendor estético insólito. Lo que algunos se atreven a catalogar de temeridad y otros de arrogancia, es justamente lo que la compara con los títulos de leyenda; el deseo fervoroso, casi suicida, por trascender.


 

El cine atraviesa una crisis de grandes visionarios, gente con la habilidad de traducir el lenguaje verbal en audiovisual, dejando que sean las imágenes y no las palabras las que revelen la verdad oculta detrás de la existencia humana; no se trata de contar algo nuevo, sino de hacerlo de una forma diferente, auténtica. Por esta razón nos emocionamos cuando jóvenes realizadores como Robert Eggers, Céline Sciamma o Alice Rohrwacher irrumpen con fuerza en la industria. Porque ellos nos devuelven la fe en el poder transformador del cine; y ahora, llega un nuevo sheriff a la ciudad llamado Brady Corbet. 

 

Yendo del maximalismo al minimalismo, Corbet saca a relucir las aplastantes contradicciones del sueño americano: la épica de una nación en auge industrial contrasta con la decadencia de una sociedad nacida de la miseria, inculta e inmoral, corrupta hasta la médula y esclava de sus vicios. Los monumentales parajes naturales desarman nuestros sentidos, al mismo tiempo que la naturaleza humana nos asfixia y oprime; The Brutalist encuentra belleza en la crueldad, grandeza en la intimidad.

 

No en vano, la valiente decisión de rodar íntegramente en Vistavision —formato que no se empleaba desde El rostro impenetrable (1961) de Marlon Brando— nos devuelve a una experiencia artesanal que el público vintage apreciará sobremanera. Era como volver a enamorarse por primera vez; el matrimonio perfecto entre imagen y palabra en 70 gloriosos milímetros.

 

La magnificencia de las imágenes contrasta con la poderosísima banda sonora de Daniel Blumberg. Una partitura excelsa con ecos al Hans Zimmer de Interstellar (2014) o Dunkerque (2017), a Johnny Greenwood y a clásicos como Bernard Herrmann. Una música rupturista, de gusto ecléctico y camaleónico que bebe de los maestros sin perder de vista la improvisación: Blumberg a menudo mezcla sus composiciones con efectos de sonido sacados de la escena como la bocina de un buque o la sintonía de una radio, yendo de lo prosaico a lo divino en un intento por aunar música diegética y extradiegética. Agarraos bien a vuestras butacas, porque os espera una explosión sonora de varios kilotones.


 

Además, como ocurre en todo drama de época que se precie, el filme cuenta con un extenso trabajo de documentación y recreación que deleitará a los amantes de la historia reciente. Los años 50 cobran vida ante nuestros ojos con un diseño de producción impecable a cargo de Judy Becker, artífice de obras de inmaculada distinción como Carol (2015), así como un vestuario e interiores elegantísimos.

 

Igual de magníficas son las interpretaciones, entre las que destaca un descomunal Adrien Brody en un papel que le viene como anillo al dedo. A través de Laszló Tóth, Brody vuelve a invocar el espíritu de Wladyslaw Szpilman en El pianista (2002), dos artistas brillantes que reman a contracorriente de sus tiempos. Aunque la odisea de Tóth comience de forma expansiva tras su llegada a América y la de Szpilman se limite al claustrofóbico gueto de Varsovia, ambos están expuestos a la erosión física y anímica de ser un paria en su propia tierra. The Brutalist explora los angostos recovecos de un edificio en ruinas llamado mente, pero lo hace desde una perspectiva humanista, no destructiva. Tóth está dañado, tal vez sin remedio, pero su ego y el amor que le profesa a su familia son el combustible que lo empujan a ver la luz de un nuevo día. Dividido entre su traumático pasado y una tenue ilusión de prosperidad, Laszló vive en una encrucijada, encerrado en una cárcel de oropeles y abusos constantes. Brody transmite los matices de un hombre herido en su orgullo; ni bueno ni malo ni todo lo contrario, simplemente Laszló. 

 

No obstante, ¿qué es un gran protagonista sin un séquito de secundarios que lo respalden? Brody cuenta con la inestimable ayuda de Guy Pearce y Felicity Jones para completar su retrato poliédrico. El primero interpreta a un hombrecillo sin pasión, pero con millones, el enigmático mecenas de turbio carisma que parasita el talento de Tóth para llenar su propia mediocridad. Pearce realiza un trabajo escalofriante, sugerente y calculador. Su personaje evoca al de Daniel Day-Lewis en Pozos de ambición (2007) —película y director, Paul Thomas Anderson, que inspiraron a Corbet—. Por otro lado, Felicity Jones tampoco le va a la zaga, componiendo un personaje igual de imponente: Erzsébet es frágil pero resiliente, armada con unas férreas convicciones y un intelecto que la mantienen a flote. Si él merece alzarse con su segunda estatuilla, Pearce y Jones no son para menos. 

 

Pero pasemos al guion de The Brutalist, donde reside buena parte de su arrolladora personalidad. En la pasada rueda de prensa del Festival de Venecia, Corbet profundizó en las razones que le empujaron a realizar una película sobre arquitectura —un subgénero que no se prodiga por tener grandes referentes precisamente—, reconociendo que fue fruto de una visión cuidadosamente esculpida durante años. Tanto él como su esposa han destinado buena parte de una década a desarrollar este sentido homenaje a una generación de arquitectos huérfana de éxitos. Laszló Tóth es la respuesta ficticia a un interrogante real: ¿qué ocurriría si uno de ellos hubiese escapado de las garras del nazismo para caer en las del consumismo? No me podrán negar que es una premisa seductora. Las ramificaciones de la propuesta llegan tan lejos como la fecunda imaginación de los guionistas, contraponiendo la suma de constructos, valores y creencias que enfrentas dos filosofías de vida opuestas. Nociones sobre la familia, la religión, la lucha de clases, las adicciones de la era moderna, el arte o el negocio pugnan en un eléctrico combate a cámara lenta que nos mantendrá ojipláticos durante casi cuatro horas; un intercambio de golpes implacable al más puro estilo Ali-Frazier. 


 

Corbet abre una línea de diálogo con el espectador y la mantiene tiempo después de haber abandonado la sala. En lo más profundo del relato encontramos la disyuntiva que ha forjado con hierro y vergüenzas candentes el devenir del siglo XX; un muro granítico que solo en la última década parece resquebrajarse. The Brutalist mira cara a cara a la pesadilla americana y le escupe sin miramientos, invitándonos a construir una alternativa en los tiempos de zozobra que vivimos. Las obras imperecederas tienen la osadía de plantear preguntas incómodas y la madurez necesaria para dejar que el público las resuelva.

 

El metraje está estructurado en partes que corresponden a distintas etapas en la vida del protagonista, con una obertura, un epílogo y un intermedio para diferenciarlas, como si de una ópera se tratase; una estructura narrativa que recuerda en muchos aspectos a la de su primer largometraje. Aunque pueda parecer un capricho del director, y en otros casos acertaríamos, nada más lejos de la realidad. Cada subdivisión obedece un propósito que, puesto en perspectiva, adquiere sentido. Vean el guion como una catedral compuesta por cámaras, que son capítulos, comunicadas entre sí por un hilo narrativo que muda conforme lo hace el carácter y el contexto de Laszló Tóth. Igual que juventud y vejez se observan con diferente mirada, la película también se adapta, sintiendo el paso del tiempo impactando en el celuloide. 

 

En cuanto a la duración, de unas tres horas y media sin contar el intermedio, no se siente en absoluto hipertrofiada o, dicho de otra manera, no cae en los excesos ni en la autoindulgencia tan habituales del actual sistema de Hollywood. El ritmo fluye con naturalidad, involucrando a la audiencia en la aventura de Tóth a través de la jauría americana. The Brutalist respira con ritmo cadencioso, recorriendo galerías de un lirismo trascendental, tan deslumbrante que emociona.

 

Brady Corbet se inspira en grandes arquitectos del cine como Coppola, Kazan, Paul Thomas Anderson, Cimino o Bertolucci para obrar el milagro de corte clásico y espíritu vanguardista que tanto ansiaban las salas de cine. The Brutalist es una hazaña desde su concepción hasta su producción, llevando la contraria a una industria empeñada en inmolarse creativamente. Con apenas $6 millones de presupuesto, la obra maestra de Corbet anuncia la llegada de un trasatlántico que zarpa de un pasado glorioso para sentar las bases de un futuro esperanzador en el que arte y funcionalidad vayan por fin de la mano. Así que háganse un favor y acudan en masa al cine de ayer, de hoy y de siempre. Acudan a ver The Brutalist.



10/10: EL MATERIAL DE LAS UTOPÍAS. 

Justin Kemp es un miembro respetable de la comunidad que lleva una vida apacible junto a su mujer embarazada. Un día lo llaman para formar parte del jurado en un sonado caso de asesinato que tiene en vilo a la opinión pública. Lo que se antoja como un juicio expeditivo, pronto se convertirá en una encrucijada moral cuando descubra que, con toda probabilidad, él sea el verdadero culpable.


A sus 94 años, Clint Eastwood se despide presumiblemente del cine con Jurado nº2, un sobrio drama judicial que cuenta con una premisa intrigante y un excelente reparto entre los que destacan Toni Collette, J.K. Simmons y Nicholas Hoult en el papel protagonista. La historia la escribe Jonathan Abrams, un desconocido entre estrellas, cuyo currículum cuenta tan solo con un papel de productor asociado en Plan de escape (2013) y el ya mencionado guion, que sigue la estela de otros títulos de impecable formalidad y gran moralidad como Matar a un ruiseñor (1962), Veredicto final (1982) o más notablemente, Doce hombres sin piedad (1957), donde el sistema se somete al escrutinio del espectador.


 

No me andaré con rodeos. Jurado nº2 es más aburrida que una carrera de piedras, tan insulsa como un pan sin sal, monótona como un museo de radiadores… ¿me explico? Quien esté familiarizado con la firma Eastwood, sabrá que siempre ha primado el fondo sobre la forma, el contenido por encima del estilo. Una filosofía austera que nos ha brindado obras de profundo significado y honestidad implacable. Estoy pensando en Mystic River (2003), Million Dollar Baby (2004), Sin perdón (1992) y por supuesto, su buque insignia, Gran Torino (2008). Esta última marcó un antes y un después en su carrera: ese tono íntimo, frío y crepuscular, envuelto en sombras, se convertiría en santo y seña del cineasta californiano. 

 

Aquellas películas, todas magistrales, tenían algo de lo que carece Jurado nº2: alma. Pero, Rick, ¿qué diablos significa eso? Pues veréis, Clint Eastwood es un tío chapado a la antigua. Para él, una película debe tener algo importante que decir, un mensaje robusto con el que destapar verdades ocultas, sirviendo a la ciudadanía por finalidad. En su vasta filmografía, ha tocado algunos de los temas más candentes como la pena de muerte, el racismo, la eutanasia, las relaciones extramaritales, etc. A Clint le gustan los melones y sabe abrirlos con destreza, moviéndose cual culebra en ese pantanoso terreno llamado ambigüedad. Sus películas son de lenta digestión, exigen múltiples visionados para atisbar todos los matices que rodean a los personajes; en pocas palabras, no te lo pone fácil. 

 

Su último filme comparte el mismo propósito. Alérgico a despedidas lacrimógenas, sigue siendo el mismo viejo, fuerte y formal de siempre. Transparente hasta atisbar su corazón, mantiene la misma urgencia que caracteriza su etapa final. En esta ocasión, tiende una mirada crítica sobre el precario sistema judicial estadounidense, temática que no le es ajena, con meritorias cintas como Medianoche en el jardín del bien y del mal (1997) o Ejecución inminente (1999). Jurado nº2 pretende jugar en esa liga, aireando las deficiencias de un sistema que navega a la deriva, dañado por la rampante corrupción política y la dejadez del justo. Sin embargo, carece de la garra necesaria para remover conciencias o invitar a la reflexión. El principal inconveniente radica en un guion anémico que no tiene mucho que decir, más allá de su planteamiento inicial, y que se limita a dar vueltas sobre sí mismo.


 

De hecho, el dilema, que no es otro que el sempiterno debate entre el deber y el interés personal, lo dinamita el propio guionista al inicio del segundo acto. Tras escuchar la reveladora conversación que mantienen los personajes de Hoult y Kiefer Sutherland en los compases iniciales del proceso, cualquier tensión dramática queda vista para sentencia. Eastwood aguanta la mascarada como puede, dejando que los minutos pasen sin dolor ni gloria, sabedor de que esta vez no ha logrado cogerle el pulso a las hirientes complejidades de la sociedad. Los personajes y las habitaciones cambian, pero las conversaciones son igual de estériles, sin rastro de inconformismo; ni un solo minuto pude evitar pensar que estaba hecha con el piloto automático, cuidando las formas, pero fracasando en el fondo. 

 

El Clint que me apasiona es aquel que clama contra la iniquidad de nuestros tiempos, haciendo que me revuelva en la butaca ante la aplastante realidad que me muestra. Ese Clint me emociona, me cabrea y a puñetazos de verdad, me obliga a abrir los ojos. Desgraciadamente, aquí no desenfunda su pluma, aunque no puedo echarle del todo la culpa. Al fin y al cabo, es un especialista transmisor del mensaje: si el guion acierta, él brilla sobremanera, sino desfallece sin remisión. Lo hemos visto en las poco memorables Más allá de la vida (2010), J. Edgar (2011), 15:17 Tren a París (2018) o Cry Macho (2021) y ahora vuelve a verse la fatiga de un director que otrora nos colmó con su arte. Quizá por eso cabría ser más juicioso, sino por su acierto, por el esfuerzo y el inevitable desgaste que supone mantenerse en la vanguardia de Hollywood durante más de cuatro décadas. 

 

En cuanto a lo técnico e interpretativo, no hay nada reseñable ni tampoco especialmente execrable. Nicholas Hoult y Toni Collette llevan la voz cantante de la función, con Chris Messina de secundario. Ellos representan la Santísima Trinidad de la justicia estadounidense: fiscal, jurado y abogado defensor. Los tres ejercen bien sus roles, sin alardes ni florituras, sosegados como corresponde a una cinta de esta naturaleza. El problema está en lo que dicen, o dejan de decir, no en cómo lo actúan. La mayoría de escenas —muchas de ellas repetidas, como los flashbacks o el lugar del crimen— añaden un total de cero al drama, lo que, sumado a una fotografía propia de segunda unidad y una banda sonora tan sencilla como insípida, hacen de Jurado nº2 una experiencia flácida, mortuoria.


 

En definitiva, Jurado nº2 no es ni buena ni mala, solo inocua. El relato sufre de fatiga crónica, sus personajes resultan escleróticos. Le falta rabia furibunda para poner el grito en el cielo, el coraje para justificar su existencia en un mundo asediado por la crueldad. Abrams se inspira manifiestamente en Doce hombres sin piedad (1957), pero no logra captar los incisivos diálogos o el potente mensaje que hacían del filme de Lumet una obra monumental. Y es que hace falta más, mucho más, para diseccionar un sistema tan endeble como la llama de una vela en medio de la tempestad.

 

Clint Eastwood no necesita el permiso de nadie para rodar una película. Ese derecho se lo otorga su extraordinario currículum, inalcanzable para nosotros, meros mortales. Solo por las tardes de gloria que me dio, volveré al cine cuando me lo pida. Incluso si no está a la altura de su leyenda, como en esta ocasión. Porque un hombre no siempre puede alcanzar al mito.

 

5/10: ¿JUSTICIA O VERDAD?

¡Nuestros caminos se vuelven a cruzar, querido lector! Si te encuentras aquí, leyendo estas líneas, significa que a pesar del tiempo transcurrido no has perdido la fe en este blog, lo cual es un regalo para mí vista la crueldad con la que el “fast food” informativo trata a todo aquel que se toma un respiro. Confieso mi hartazgo con el medio. La ilusión se desgasta con los años, es ley de vida: tarde o temprano todos descubrimos lo que se esconde detrás del velo, que sueño y realidad rara vez van de la mano; quizá haya llegado el momento de pasar página, no lo sé. Afortunadamente, esto continúa siendo un hobby y los hobbies no deben perturbar el sueño.



El Joker que Todd Phillips mostrara al mundo hace ya cinco años también se sintió como un sueño febril, una sacudida desde dentro de la industria que devolvía al individuo al centro de la conversación —recuerdo con morriña aquel lejano visionado en una sala cuyo nombre he olvidado, mientras suena el maravilloso tema Seems like old times de Guy Lombardo—. Juntos, Phoenix y Phillips, que bien podría ser el pseudónimo de un dúo cómico, le hicieron una peineta al sistema de Hollywood, empleando uno de sus nombres más insignes como vehículo para contar la patética historia de un pobre diablo enfermizo vapuleado por una sociedad aún más enfermiza hasta convertirlo en un monstruo, como los clásicos de la Universal.

 

Aquel filme utilizaba con genialidad una marca reconocible para subvertir nuestras expectativas, acercándonos un demoledor relato sobre la enfermedad invisible representada en la triste figura de Arthur Fleck, que a la vez resultaba llamativa para la audiencia —admitámoslo, nadie hubiera pagado un céntimo por ver "Fleck: retrato de un perturbado"—. Influenciado por el cine oscuro y decadente de los setenta y más concretamente el de Martin Scorsese, Phillips había construido meticulosamente un caballo de Troya con el que dinamitar la pesada maquinaria del marketing, aunque las cosas no siempre salen como uno quiere. Su Joker era un puñetazo en el estómago, pero uno que el público supo encajar muy bien: recaudó más de $1,000 millones de dólares, convirtiéndose en la película para mayores de 18 años más taquillera de la historia, hasta que Deadpool & Wolverine (2024) le arrebatara el récord. 

 

El éxito del Joker supuso una sorpresa mayúscula para propios y extraños, catapultando la carrera de Todd Phillips a la estratosfera y valiéndole a Joaquin Phoenix la preciada estatuilla. Warner Bros. se moría por continuar la historia, pero ¿cómo? La idea de realizar una secuela de una obra suicida como esta era un sinsentido. ¡Diablos, qué digo sinsentido! Era una traición el espíritu de la cinta original; un proyecto sin pies ni cabeza abocado al desastre.

 

Por supuesto, como suele ser costumbre, los gerifaltes de Hollywood hicieron caso omiso. Más diestros en contar billetes que en entender los mensajes de sus producciones, se lanzaron de cabeza a la piscina proponiendo a Phillips una oferta no podría rechazar: $200 millones de dólares sobre la mesa y total libertad creativa. De repente, el director de Starsky & Hutch (2004), War Dogs (2016) o la trilogía de Resacón en Las Vegas podía hacer lo que quisiera.


 

Irónicamente, la idea para Joker: Folie à deux surgió de un sueño de su estrella protagonista, el cual soñó que estaba disfrazado de Joker cantando sobre un escenario. Así nació este extraño musical imbuido por la escenografía de Minnelli o Donen —incluso cuenta con una referencia a Los paraguas de Cherburgo (1964) de Jacques Demy—, sin abandonar el devastador drama psicológico schraderiano de la anterior entrega; la mezcla era cuanto menos arriesgada.

 

La historia se retoma justo donde lo dejó la anterior. Fleck vive recluido en la prisión de Arkham a la espera de su juicio por los atroces crímenes que cometió y por los que, con casi toda seguridad, será sentenciado a pena de muerte. Sedado y apaleado constantemente por los crueles carceleros, entre quienes destaca Jackie Sullivan (Brendan Gleeson), Fleck pasa los días ensimismado hasta que un día conoce a Lee (Lady Gaga) y se enamora locamente de ella; por fin ha encontrado una razón para vivir, alguien que lo quiera tal como es.

 

La premisa es un bofetón en la cara para los fans de los cómics que esperaban ver al Joker en su plenitud criminal. Por si no había quedado suficientemente claro, Phillips vuelve a subrayar que jamás tuvo ni la intención ni el interés en abordar la figura del supervillano de Batman, sino todo lo contrario. Como decía en la introducción, estas películas tratan de dar visibilidad a la enfermedad mental en un contexto social deshumanizado; por aquel entonces, la bestia era la ciudad de Gotham y ahora es la cárcel de Arkham. Mismo perro, distinto collar.


 

Los problemas de esta secuela surgen cuando no cuenta nada nuevo, cuando el personaje se estanca y cae preso de los tics de un actor enamorado de sí mismo, cuando tu única baza —el musical y la incorporación de una estrella como Gaga— la malgastas para repetir y regurgitar el mismo mensaje una y otra vez, como si de un manual para tontos se tratase. La historia da vueltas alrededor de su idea central, la soba y la desgasta hasta que queda igual que el protagonista, en los huesos; el discurso se repite como un disco rayado y el ritmo inevitablemente se resiente. A falta de un espectáculo estimulante, Phillips sube los decibelios de la humillación en un ejercicio de porno emocional. 

 

Por un lado, los dos escenarios principales de esta secuela, tanto la cárcel como el juzgado, palidecen en comparación a esa Gotham sórdida, opresiva y decadente que vimos en la original; un personaje vital en la odisea existencial de Arthur Fleck cuya ausencia sentimos sobremanera. Lo mismo puede decirse de la banda sonora de la compositora islandesa Hildur Guðnadóttir, cuyo oscarizado trabajo no tiene aquí una debida continuación. La música es ciertamente buena, pero no deja de ser una jukebox de greatest hits que funcionan desigualmente.

 

Joker: Folie à deux pedía una locura colectiva en la que sala, realizador y reparto fueran de la mano siguiendo el deterioro mental de un enfermo que ve su fantasía desmoronarse progresivamente, apoyándose en las infinitas posibilidades del musical para brindar un espectáculo vistoso y bombástico. Lo que desde luego no necesitaba era meter el dedo en la llaga, vejar aún más al ya vejado, ¿con qué fin? ¿Explotar el melodrama? ¿Vaciar nuestras lágrimas? Phillips saca aquí su versión más sádica, hace leña del árbol caído, recreándose en la flagelación de un personaje tocado y hundido y amenizándolo con canciones sobre un amor desfallecido. Cuesta encontrar en esta secuela un aliciente, ya que todo lo que muestra lo contó antes y mejor.



Ahí es donde entra el componente romántico con la siempre carismática Lady Gaga agitando la coctelera. La diva del pop, que siempre ha tenido especial apetencia por los freaks, lleva años demostrando sus dotes actorales y el Joker parecía ser el matrimonio perfecto. Phillips toma inspiración de su trabajo con Bradley Cooper en el remake de Ha nacido una estrella (2018) y aunque estoy seguro que en su cabeza encajaban todas las piezas, tienes que saber trasladar tu visión a los actores y que estos funcionen en pantalla.

 

Y es que si bien Phoenix y Gaga se bastan por separado, juntos no terminan de explotar su química por dos motivos: el primero es que Phillips apenas esboza su relación y como consecuencia, esta no termina de germinar en el espectador, casi como si fuera una mala excusa para verlos bailar juntos; el segundo es que el montaje apenas permite brillar a Gaga sino como una muleta de Phoenix. Ambos tienen sobrado talento para cargar con la película sobre sus espaldas, pero el guion los lleva siempre sobre raíles. Una buena secuela debería servir como complemento y ampliación de su predecesora, pero esta vive a su sombra, autorreferenciándose constantemente. Las imágenes y la dirección dejan relucir una apatía incremental con el transcurso del metraje.

 

¿Significa esto que Joker: Folie à deux es una mala película? No, ni mucho menos. Técnica e interpretativamente rinde a un gran nivel. Phillips sigue la misma partitura que le trajo éxito en 2019 con ligeras modificaciones así que, si te gustó aquella, no hay razón para que esta te desagrade —excepto si esperabas verlo peleándose con Batman—. Cuenta a su vez con algunos números notables, sobretodo aquellos que exploran los pensamientos de Arthur Fleck; es en su vida interior donde reside el auténtico potencial de la obra. Desafortunadamente, la frescura de estos momentos pronto se desvanece cuando volvemos al mundo real, a un juicio anémico que insiste en repasar los sucesos de la anterior película y a un drama carcelario tan sobado y churretoso como el pelo teñido del Joker. Phillips busca desesperadamente cogerle el pulso a la cinta pero, por más que lo intenta, ya estaba muerta antes de entrar en quirófano.


 

En definitiva, Joker: Folie à deux es víctima de las monstruosas expectativas de una hinchada ansiosa por ver algo que nunca fue y la presión de un estudio ávido de un nuevo éxito. Siento que nadie creyó nunca en este proyecto, sino que fue la consecuencia de un éxito inesperado. De alguna forma, la historia de Arthur Fleck refleja la de Todd Phillips: un tipo que alcanzó la cima por accidente y al que colgaron el cartel de estrella sin haberle escuchado realmente; ambos comparten la locura hollywoodiense. Una tragedia contada en dos partes que encuentra aquí su inevitable desenlace, el auge y caída de un hombre sin cariño devorado por una sociedad idólatra; mientras tanto, keep on smilin', querido lector.

 

6/10: EL ESPECTÁCULO DEBE CONTINUAR.

Memoir of a Snail 


El singular cineasta australiano Adam Elliot regresa al festival con otra historia de corazones rotos como Mary & Max (2009). Una secuela espiritual que narra las desventuras de dos hermanos mellizos, Grace y Gilbert, quienes sufren todas clase de adversidades en su infancia desde la prematura muerte de sus padres.


La animación stop-motion es un arte en sí mismo que Elliot domina a la perfección. Un artesano capaz de hacer lo inimaginable con recursos escasos, como ocurre con esta joya que iguala, sino supera, su ópera prima. Podemos considerarlo pues un autor con un sello muy personal, un alma cargada de aflicciones que transforma en imaginación una forma de terapia tan triste como deslumbrante y poderosa en pantalla. 


 

En esta oportunidad, vemos su mundo a través de los ojos de Grace Pudel, quien desempolva los recuerdos de su infancia y juventud: sectas religiosas, fetiches sexuales, abandono infantil, autodesprecio, trastornos mentales, filias y fobias extrañas…A modo de flashback, Grace nos cuenta las vicisitudes que rompieron su corazón en mil pedazos, también sus complejos y sus sueños tornados en pesadillas, pero más allá de la tragedia, el amor hacia su hermano siempre la mantienen a flote. 

 

Una dura y entrañable historia dickensiana sobre la aceptación de nuestras imperfecciones, el valor de la vida y encontrar cierta reconciliación con el pasado para afrontar un futuro azaroso. Todo ello con el amor fraternal como constante de una existencia a veces absurda, a veces penosa, pero siempre tuya. La faceta sardónica, cáustica y sórdida sale a relucir en múltiples ocasiones. Su irónico sentido del humor marida con una stop-motion vulnerable, la plastilina hecha dolor y reciclada en esperanza.

 

Pelikan Blue

 

De Australia cogemos un vuelo a la Hungría post-soviética para hablar de esta rareza que se cruzó en mi camino festivalero casi por casualidad. Entre poco y nada esperaba de esta Pelikan Blue —un tipo de papel carbón al que presta título—, una película documental que cuenta, por medio de cintas grabadas por los protagonistas, la increíble pero cierta historia de cómo unos jóvenes con ansias de descubrir Europa se embarcaron en una peligrosa empresa de falsificación de billetes de tren.

 

Comedia dramática similar a Mixed by Erry (2023) que nos lleva por rocambolescos senderos, algunos hilarantes y otros traumáticos, sobre un grupo de adolescentes que desean librarse del yugo soviético tras la caída del muro de Berlín. Película desenfadada, rebelde y juvenil, no exenta de reflexiones acerca de la búsqueda de libertad a pesar de tener todo un sistema en contra. 


 

El director y guionista László Csáki le hace una peineta a la censura y a la opresión política, desmontando tabúes a ritmo de Mötorhead y R.E.M. Una obra punk-rock muy refrescante, liberadora y llena de carcajadas que cuenta con un estilo de animación cartoon inspirado en Adult Swim y un tono noventero que hará las delicias de los nostálgicos.  

 

Angelo dans la forêt mistérieuse

 

Después de sorpendernos con el thriller de supervivencia extrema Hunted (2020), el historietista y realizador francés Vincent Paronnaud regresa a sus raíces de animación (Persépolis, Pollo con ciruelas) para contarnos una aventura infantil ligera y eléctrica, bienhumorada y un cuidado apartado audiovisual a cargo de los mejores animadores del país galo que recuerda a trabajos de Dreamworks o Universal.

 

La cinta sigue las ensoñaciones diurnas del pequeño Angelo, un joven amante del cine con una imaginación desbordante y mucho desparpajo. Su ambición por convertirse en héroe de acción se hará realidad cuando este se pierde en un bosque mágico de camino a la casa de su abuela. La premisa tiene suficiente gancho e ideas sugerentes para mantener nuestro interés durante los compases iniciales. Sin embargo, a falta de mayor profundidad, le falta dar un golpe de efecto que la reanime; materializar esos destellos de genialidad en algo concreto. 


 

La pluma de Paronnaud está especialmente inspirada a la hora de plasmar en la gran pantalla los pensamientos del pequeño Angelo, su particular y fascinante forma de entender el mundo que lo rodea: sus padres, su malvado hermano; la vida en el hogar y fuera de él cobra una dimensión apasionante. La película logró devolverme a esa edad en la que todo se vive como una aventura, hasta la más pequeña de las cosas tiene el potencial de cambiarte la vida cuando eres un renacuajo. El director se presta a la improvisación continua, observando cada escena con una mirada infantil que maravilla a nuestro niño interior.

 

Desgraciadamente, en cuanto escarbamos bajo la superficie de confeti y algodón de azúcar, Angelo dans la forêt mistérieuse no alcanza a cautivarnos de igual manera. Su corazón no está a la altura de su simpatía, un defecto que se hace más evidente a medida que la aventura deja paso al drama del tercer acto. Paronnaud no se siente cómodo manejando las emociones del protagonista, limitándose a un retrato superficial y monótono que perjudica la experiencia del público adulto. El desenlace resulta apresurado y decepcionante, tirando por la borda un material que otros estudios como Pixar hubiesen aprovechado sobremanera.

 

Flow

 

El cineasta austríaco Gints Zilbalodis se llevó un mar de aplausos con esta peculiar obra de animación generada por ordenador, que cuenta la odisea de un gato negro a través de un mundo místico heredado por los animales tras la enigmática desaparición de la raza humana. Una experiencia cinematográfica pura e inmersiva que prescinde de diálogos e incluso de trama para arrollarnos con la fuerza de sus imágenes. 

 

Lamento no compartir la euforia colectiva que ha despertado la película. Aunque admito que su propuesta es ciertamente original y aplaudo el atrevimiento de un director que rechaza las convenciones del cine comercial, Flow no llegó a deslumbrarme como prometía. Mi decepción se debe principalmente a un apartado visual que me generó un rechazo inmediato y en el que apenas se puede vislumbrar el talento del equipo artístico. Una película eminentemente sencilla que emplea una técnica demasiado digital, mecánica y artificial.

 

Aunque Flow se esfuerza en resultar exuberante, Zilbalodis impide que el trazo fluya libremente por la pantalla, sustituyendo el alma del artista por el frío algoritmo de ChatGPT. El austríaco sigue el camino emprendido por el Team ICO en videojuegos tales como Shadow of the Colossus, Journey o The Last Guardian —quien haya jugado a alguno de ellos sabrá de lo que hablo—, pero no logra el mismo efecto en la gran pantalla que en la TV de mi casa.


 

Al final, Zilbalodis peca de una valentía a medias, una inspiración por desarrollar y la promesa de continuar explorando vías alternativas de narrar historias. El gato negro, cuyo nombre desconocemos, resulta encantador desde el primer minuto; al igual forma que sus compañeros de viaje, los cuales dibujaron una sonrisa en mi rostro. Quizá al que esté leyendo estas líneas la animación logre seducirle y en ese caso, su experiencia será diametralmente opuesta a la mía. Lo bonito y a la vez arriesgado de Flow es que reivindica el audiovisual por encima de todo, no solo como forma primigenia de cine, sino como herramienta definitiva para atraer a un público deseoso de establecer un vínculo sensitivo-espiritual en la sala; en ese sentido, la aproximación sosegada y minimalista de Zilbalodis nos enseña que, a veces, regresar a los orígenes puede ser la respuesta a nuestra creciente obsesión por innovar.

 

The Colors Within

 

Tercera participación de la realizadora Naoko Yamada en el festival de Annecy, después de A Silent Voice (2016) y Liz and the Blue Bird (2018). En esta oportunidad, nos trae un enternecedora y vitalista relato sobre el color creativo que aflora en nuestra juventud y que la mayoría cercena llegada la edad adulta. 

 

La joven Totsuko tiene el don de ver el color de los demás, pero es incapaz de percibir el suyo propio, lo cual la siembra de inseguridades que a su vez son alimentadas por una estricta educación religiosa. Influida por el anime tradicional, Yamada inunda de color y alegría nuestra imaginación, invitándonos a romper las cadenas sociales que nos sumen en la rutina. Un canto desinhibido a la expresión artística, tan altruista y generoso que solo puede expresarse con el corazón. 


 

The Colors Within es el broche perfecto de este fantástico festival, una película delicada que derrocha optimismo en un momento en el que este brilla por su ausencia. La propia Yamada admitió —con la vergüenza característica del pueblo japonés— haberse basado en su experiencia personal para relatar los hechos acaecidos en la película. Más que una búsqueda cualquiera, esta es una persecución de la identidad a costa de los convencionalismos sociales, de las normas autoimpuestas y del inevitable sentimiento de culpa que surge cuando tu creatividad se enfrenta a la responsabilidad adulta.

 

Ghost Cat Anzu

 

La cortometrajista Yoko Kuno y el debutante en el anime, Nobuhiro Yamashita, se proponen adaptar el manga homónimo de Takashi Imashiro sobre una niña que debe afrontar sus sentimientos tras la trágica muerte de su madre. Los directores mezclan drama familiar y comedia escatológica en un contexto de mitología japonesa, eclécticos personajes y situaciones mágicas.

 

Aunque a priori la protagonista pueda parecer la niña, enseguida descubrimos que es el gato parlanchín Anzu quien lleva la voz cantante. Su diseño está muy trabajado, despierta simpatía y personalidad de inmediato —tanto que Kuno y Yamashita no dudaron en subir al escenario con uno de peluche—; es el aliciente que nos empuja a disfrutar de la experiencia. 


 

Reconozco que el visionado no se pareció a ningún otro del festival. Cuando creía haber calado su tono, Anzu daba un giro de 180º hacia lo inesperado; una montaña rusa de emociones y excentricidades de todo tipo. Lo bueno es que la historia está en constante reinvención, no se cansa de crear un nombre o un diseño nuevo que despierte nuestra imaginación. Lo malo es que no siempre acierta: de hecho, la mayoría de las veces fracasa estrepitosamente.

 

Si alguien hubiera fotografiado mi rostro durante la sesión, hubiera visto un gran interrogante sobre mi cabeza. Anzu no sabe qué quiere ser: demasiado infantil para tomarse en serio, pero no lo suficiente para catalogarla como una comedia al uso. Quiere ser una fábula al estilo de Ghibli con la riqueza audiovisual de un Satoshi Kon de Hacendado, un anime que intente enseñarnos a lidiar con la pérdida de un ser querido adentrándonos en un mundo de fantasía; sin embargo, también quiere hacernos reír con un humor muy pueril. El resultado es atropellado, confuso e irregular, como una mayonesa que no acaba de ligar: tiene los ingredientes, pero no el arte para combinarlos.



Aquí concluye este apasionante recorrido por lo mejor del Festival de Annecy 2024, un certamen que en lo personal me ha enamorado y en lo profesional me ha honrado sobremanera. Por último, pero no menos importante, quiero agradecerte, querido lector, tu seguimiento a este humilde blog; sin tu apoyo, nada de esto hubiera ocurrido. Desearía terminar con un clamor de indignación, un llamamiento a todos los que amáis fervorosamente el cine: ¡removed cielo y tierra en busca de ese alma gemela que alimente vuestro fuego artístico!