Hoy
en el blog llega una de esas películas inclasificables. Una cinta de terror
psicológico que te helará la sangre y hará que te cuestiones lo real de lo
ficticio.
Estrenada
en el verano de 1982, al mismo tiempo que otra obra de culto analizada en este
blog como Blade Runner, La cosa es un remake de la
cinta de 1951, El enigma de otro mundo de Christian Nyby
–realizador en series de prestigio como El fugitivo o Bonanza,
entre otras– y Howard Hawks, que fue probablemente una de las primeras cintas
en juntar con éxito ciencia ficción y suspense. Inspirada en la novela
corta ¿Quién anda ahí? de John W. Campbell, la premisa de este
remake reza lo siguiente: un grupo de investigadores recluidos en una base
científica en La Antártida se encuentra con un perro, que trata de escapar de
unos cazadores montados en helicóptero. Estos mueren en el intento y el grupo
termina acogiendo al animal en su campamento. Sin embargo, el perro sólo lo es
en apariencia…Así dará comienzo esta lucha por la supervivencia; una pesadilla
marcada por algo tan humano como la desconfianza, que pronto degenerará en
paranoia. Protagonizada por un Kurt Russell que acababa de erigirse como uno de
los héroes de acción del momento, gracias a su papel protagónico en 1997:
Rescate en Nueva York, La cosa fue su segunda colaboración
con Carpenter; forjando así una de las parejas artísticas más potentes del
panorama cinematográfico de la época. Contando además con actores secundarios
ochenteros por excelencia, como Keith David y Wilford Brimley, esta atmosférica
cinta de terror sacará a relucir tus mayores miedos –tanto los tangibles como
los imaginarios–, dejándote indefenso frente a ese enemigo de origen desconocido.
Por eso y por otros muchos motivos que discutiré en este análisis, The
Thing es una obra maestra del cine.
Antes
de empezar a desglosar todos los aspectos de esta maravillosa obra, quiero
dejar claro que esta crítica va dirigida a aquellos que la hayan visto. Si por
algún motivo no lo has hecho…¿¡a qué estás esperando!? Ahora en serio, si aún
no la has visto, deja de leer y échale un vistazo. No te preocupes, el artículo
va a seguir aquí cuando vuelvas. Terminados los preámbulos, ¡entremos en
materia!
Quisiera
comenzar diciendo que llevo mucho queriendo hacer este análisis pero nunca
encontraba tiempo para dedicarle un artículo como se merece. Como decía antes,
la obra magna de John Carpenter –él mismo la considera la película favorita de
su filmografía– se estrenó en junio de 1982 sin demasiado éxito, lo que supuso
un duro golpe para el cineasta, el cual se preguntaba por qué tanto la crítica
especializada como la audiencia le daba la espalda al filme. La culpa la tuvo
en gran parte la celebérrima obra de Steven Spielberg E.T.,
estrenada tan sólo unas semanas antes, que retrataba la amistad entre un
alienígena y un niño. Como podéis imaginaros, el público prefirió la dulce e
inofensiva imagen que Spielberg ofrecía de la vida extraterrestre, a la que
mostraría más tarde Carpenter. Aún así, años después sería considerada por
muchos –entre los que me incluyo– como película de culto; reconociéndosele de
esta forma el valor que siempre tuvo.
No
obstante, por aquel entonces, Carpenter ya se había construido una reputación
con títulos como Halloween o La niebla, dejando
más que clara su predilección por el género de terror y por el estilo
lovecraftiano en particular –abro un pequeño paréntesis para recomendar
encarecidamente el programa dedicado a Carpenter de Remake a los 80. Los podéis
encontrar en diversas plataformas como iVoox–. Su interpretación del miedo como
expresión artística era muy similar a la de Lovecraft y Edgar Allan Poe,
considerando la imaginación del espectador como una fuente inagotable de
desasosiego. De esta forma, observamos a lo largo de su filmografía una gran
pasión por la composición musical y por la exploración de los efectos sonoros.
Dos recursos que, desde la llegada del cine sonoro, han estado íntimamente
ligados al terror psicológico; de Hitchcock a Eggers, pasando por Dario
Argento, Friedkin o el propio Carpenter, son muchos los realizadores que han
utilizado el lenguaje sonoro para sacar las emociones del público.
También
era un maestro del encuadre y del posicionamiento de la cámara, empleándolo a
su antojo para mostrarnos ni más ni menos lo que quería mostrar. Esto se deja
ver claramente en Halloween, otro de sus filmes más celebres. Por
ejemplo, en la escena en la que Michael Myers surge de entre las sombras para
atacar a una Jamie Lee Curtis que cree estar a salvo. En La cosa,
Carpenter no deja nada al azar; todo sirve un único propósito: sembrar la duda
en el espectador. La forma en la que recorre los pasillos y habitaciones de la
base recuerda mucho a la vista en Alien; cómo entran y salen
personajes de la pantalla, con el fin de suscitar preguntas entre el público
–¿dónde han estado todo este tiempo y qué han estado haciendo?– y sobretodo,
cómo mantiene esa amenaza siempre presente. Da igual si la estás viendo por
primera o enésima vez, Carpenter coloca la trampa y nosotros caemos en ella.
Probablemente muchos ya os hayáis fijado pero algo que me resultó curioso fue
cómo emplea el fundido en negro para cortar escenas a lo largo del primer acto.
Es como si estuviera corriendo la cortina para ocultarnos algo. Como digo, él
tiende la trampa y nosotros picamos. ¿Resultado? La sospecha y la paranoia se
empieza a levantar.
Aparte
de eso, el ritmo pausado del comienzo también va en consonancia con algunos
relatos lovecraftianos, que abogaban por principios lentos para ir
introduciendo poco a poco el horror en la psique del lector –en este caso,
espectador–. Es en este tramo de película donde entra más en juego la música de
Morricone, esa que muchos critican por ser monótona y monocorde. Para aquellos
que no lo sepan, esta fue la primera vez en la que Carpenter cedió las labores
de composición a otro; su primera opción era Jerry Goldsmith pero este lo
rechazó. El elegido terminaría siendo el italiano. Sin embargo, pese a los
esfuerzos del compositor romano, Carpenter terminaría desechando casi toda su
banda sonora a excepción del tema principal que escuchamos multitud de veces a
lo largo del filme. Pero entonces, ¿qué fue del resto? Pues que terminaría
formando parte de la música de Los odiosos ocho de Tarantino,
que curiosamente le valió a Morricone su primer y único Oscar –las vueltas que
da la vida, ¿verdad?–. Volviendo al tema que nos concierne, creo que la
decisión de prescindir de gran parte de la banda sonora le vino bien –por mucho
que me duela decirlo, ya que es uno de mis compositores favoritos–; cuantos
menos elementos nos distrajesen de lo verdaderamente importante, mejor. En mi
opinión, Carpenter no hubiese podido construir la misma atmósfera de haber
integrado más música en la producción. Quizá hubiese conseguido más sustos o
sobresaltos pero lo que hubiese ganado en efectismo, lo hubiese perdido en
tensión dramática. No sé vosotros pero cuando empiezo a escuchar esos latidos
hechos con el sintetizador –instrumento musical ochentero por antonomasia–, mi
corazón empieza a latir con fuerza, mi respiración se acelera y mis sentidos se
agudizan. Me pongo inmediatamente alerta; me preparo para lo peor e intento
hacer uso de mi historial cinéfilo para tratar, sin éxito, de adivinar por dónde
va a venir la historia.
Además
de la música y de ese ritmo pausado, también hay que añadirle el poder de las
imágenes y de los engaños que esconde el argumento. Ya lo comentaba antes y
vuelvo a hacer hincapié en ello: a Carpenter le gusta jugar con nuestra mente.
Llevarnos de aquí para allá y cuando creemos que lo tenemos…¡se nos vuelve a
escapar! Inicialmente, nos presenta al perro como la víctima y a los humanos
como los verdugos, cuando en realidad es justo al contrario. Más tarde, cuando
te das cuenta de que no puedes confiar ni en el supuesto mejor amigo del
Hombre, empiezas a desconfiar de todo. Pasas de la tranquilidad a la angustia
más absoluta; una calma que precede a la tempestad –de nuevo, vuelvo a hacer
alusión al ritmo tranquilo del inicio–. Ya no sabes lo que está bien o mal;
quién es el bueno o el villano. Este elemento ya aparecía en la novela de
Campbell pero es Carpenter quien lo traslada con maestría a la pantalla.
Demoler las ideas preconcebidas de la sociedad es algo muy recurrente en el
cine pero pocas veces se ha llevado a cabo con tanto acierto y sutileza, hasta
el punto de meterte el miedo bajo la piel.
Poco
después, el realizador neoyorquino vuelve a esconder sus intenciones con
MacReady (Kurt Russell). Durante casi media película –incluida la escena final–
hace sobrevolar sobre nuestras cabezas la idea de que el propio protagonista
fuese en realidad el verdadero antagonista de esta historia. Va dejando pistas,
situaciones un tanto inverosímiles –como cuando regresa de la cabaña en plena
noche y sin cuerda con la que guiarse– y comportamientos extraños de los
actores para propiciar la desconfianza. Mientras tanto, el pobre Dr. Blair
(Wilford Brimley), que es el único que entiende el peligro que corre la
humanidad si ese bicho llega a la civilización, es aislado del resto del grupo;
pasando desapercibido hasta el desenlace. MacReady y compañía están tan preocupados
por desenmascarar a la cosa y acabar con ella, que se olvidan por completo de
vigilarle. Por supuesto, como suele ocurrir en toda buena historia de misterio,
el personaje que a priori parece ser el más cuerdo y sensato de todos –al menos
todo lo sensato que se puede ser en una situación como esa–, termina
revelándose como el enemigo que actuaba en las sombras; el as que tenía
guardado en la manga el guionista. Y lo mejor de todo es que nunca llegamos a
saber qué ocurrió con Blair ni con esa luz encendida en la cabaña de MacReady
ni nada. Estamos totalmente in albis. Por saber no sabemos siquiera
las reglas por las que se rige el monstruo. Me explico: normalmente, todas las
películas de estas características suelen definir las reglas de juego. Por ejemplo,
en Alien, el xenomorfo se movía por los conductos de ventilación;
su sangre era ácida y el fuego no le hacía mucha gracia. Sin embargo, esta
monstruosidad adopta cualquier forma que se le antoje, pudiendo alterar su
organismo para adaptarse a cualquier situación. El fuego le hace daño pero no
parece matarlo –vemos cómo cobra vida el “cadáver” que rescatan de la base
noruega–. La cosa no tiene una forma física, sino muchas; no tiene una
debilidad conocida; puede desmembrarse a conveniencia; y su mayor arma es el
irreparable daño psicológico que inflige en aquellos que no están infectados,
volviéndolos a todos paranoicos. Al contrario de lo que ocurre en la mayoría de
películas del género, aquí utilizan como base el enfrentamiento entre humanos y
alienígenas para centrarse en el conflicto entre estos primeros como elemento
vertebral del argumento.
Pero
estoy convencido que esta cinta jamás hubiese alcanzado el estatus de obra
maestra de no ser por el apabullante trabajo del mítico Rob Bottin, diseñador y
maquillador de efectos especiales, cuyo sello se extiende por títulos
como Desafío total, Robocop, Seven o Legend.
Sin embargo, fue en La cosa donde se dio a conocer. Por aquel
entonces, Bottin ya había colaborado con Carpenter en La niebla –interpretando
al personaje de Blake– y acababa de sumar otro éxito a su currículum gracias a
su excelente trabajo en Aullidos, la película de hombres lobo
dirigida por Joe Dante, que fue todo un éxito en taquilla. Tenía 22 años cuando
le propusieron hacer los efectos del remake de El enigma de otro mundo para
la Universal. Como gran aficionado al cine de Roger Corman, ese donde la
ciencia ficción y el terror se entrelazaban para concebir monstruos tan
grotescos como obsoletos y cutres, Carpenter no quería que la cosa fuera un
tipo enfundado en un traje. El quería que el bicho cobrara vida en pantalla;
que pareciese tan real como cualquier otro personaje humano. Hacía tan sólo
tres años del estreno de Alien y aunque Carpenter siempre la
tuvo en gran estima, llegó a reconocer que detrás de todo esa indumentaria y
ese maquillaje protésico no se escondía más que una persona. Por eso contrató a
Rob Bottin. Porque sabía que su imaginación y creatividad crearían algo único y
monstruoso. Y así fue. Lo que es verdaderamente fascinante es que detrás de
todas esas imágenes de pesadilla hubo un enorme trabajo, por el que Bottin llegó
a ser hospitalizado debido al cansancio acumulado. ¡El tipo llevaba algo más de
un año viviendo en los estudios de la Universal, trabajando sin parar los siete
días de la semana! Este contratiempo hizo que Stan Winston, otro grandísimo
diseñador de efectos especiales y amigo de Bottin, se sumase temporalmente al
proyecto para diseñar el perro-cosa que vemos al principio. Una vez recuperado,
Winston se fue no sin antes rechazar cualquier tipo de reconocimiento oficial;
esa es la razón por la cual figura entre los agradecimientos especiales y no en
los créditos finales.
Antes
de proseguir con el análisis, me gustaría hablar del proceso creativo que
atravesaron algunas de las escenas más memorables de la cinta, porque considero
el trabajo de Rob Bottin y su equipo uno de los más fascinantes y
revolucionarios que haya visto la industria del cine.
Empezando
por la escena en la que el perro se transforma en la cosa y ataca a Childs
(Keith David), abriendo sus horripilantes fauces, mientras este se prepara para
quemarlo con el lanzallamas. Ese efecto fue conseguido juntando doce lenguas de
perro a modo de pétalos y colocando dientes de perro para simular una boca
llena de dientes, abriéndose como una flor. Podéis observar el resultado final
en la imagen situada encima de este párrafo.
Por
otra parte, el cadáver deformado que encuentran en el campamento noruego fue
una escultura a tamaño real creada por el propio Bottin. Cuando el reparto la
vio, no podían creerse el nivel de detalle que tenía.
Otra
escena impactante es la de la prueba sanguínea, ideada por MacReady para
detectar quién era la cosa. Con tres personajes atados a un sofá, la criatura
terminó revelándose y tras pasar uno de los mayores momentos de tensión del
filme, Macready terminó prendiéndole fuego. Lo que poca gente sabe es que lo
que Kurt Russell quemaba era a una persona, un especialista de acción,
enfundado en un traje ignífugo. Toda esa escena, desde que rompe a arder hasta
que escapa al exterior, tuvo que hacerla sin respirar ya que de hacerlo se
hubiera quemado los pulmones.
Para
cerrar este apartado, la última escena de la que quiero hablar es quizá la más
icónica de la película. Estoy hablando de la escena del desfibrilador, en la
cual pierde los brazos el Dr. Copper (Richard Dysart) mientras trata de
reanimar al que parece ser Norris, que en realidad es el bicho haciéndose pasar
por él. La sincronización, iluminación y el trabajo de maquillaje y
animatrónica de esa escena la convierte en una de las más complejas y
arriesgadas –no olvidemos que la habitación estaba ardiendo por completo en el
momento de rodar la escena– del género. Toda una verdadera obra de artesanía.
Podría
seguir enumerando escenas tan locas o más que estas pero prefiero que lo
escuchéis de mano de los propios creadores. El making-of y demás curiosidades
de la película están disponibles en Internet. Si os interesa conocer un poco
más sobre el esmero y el mimo que va detrás de estas producciones cinematográficas,
os recomiendo que le echéis un vistazo. No tiene desperdicio; es como si se
tratase de otra película en paralelo: todos los desafíos que se presentaron a
lo largo de la producción, los obstáculos que tuvieron que superar y el ingenio
que tuvieron que implementar para terminar el rodaje es digno de alabanzas.
En
cuanto a las actuaciones, todas son buenas. Es cierto que ningún personaje
plantea un reto mayor, ya que Carpenter está más interesado en la dinámica de
grupo que en la individual. Aquí no veremos un dramatismo desaforado ni arcos
de personaje fascinantes, sino más bien el estudio de la condición humana. Como
si de un experimento se tratase, el público es testigo del deterioro de estos
sujetos cuando son sometidos a situaciones de gran estrés; ahí es donde más
resaltaría el trabajo de este grupo de actores. No debe ser fácil centrarte en
tu actuación cuando están ocurriendo tantas cosas a tu alrededor y sin embargo,
las reacciones son todas diferentes. MacReady se erige como el líder inesperado
–un poco como Ripley en Alien–, mientras otros como Garry dan un
paso atrás por miedo o inseguridad. Lo cierto es que aquí el único que sabe lo
que está haciendo es el personaje de Kurt Russell; el resto van un poco a lo
suyo. Al final, fuese por desesperación o porque no quedaba más remedio, las
enemistades se dejaron de lado para combatir al mal común.
Otros
actores que bordan sus respectivos papeles son Richard Masur y Keith David: el
primero interpreta a Clark, el cuidador de perros del que todos desconfían. A
él no lo mata la cosa sino otro humano y no uno cualquiera. Lo mata el propio
MacReady, nuestro supuesto héroe –queda claro que aquí no hay superhéroes ni un
protagonista con habilidades especiales. Todos pueden cometer errores por
igual–. A Clark lo tienen crucificado desde que el Dr. Blair lo señala. La pregunta
es ¿quién de los dos decía la verdad? Sabemos que Blair terminó cayendo en
manos de la bestia pero ¿eso fue antes o después de inculpar a Clark? El otro
personaje que sobresale es el de Keith David, que hace un gran papel como rival
de Kurt Russell e incrédulo del grupo, aunque termina cayendo en la paranoia
como el que más. Al final, ambos terminan juntos en una escena para el recuerdo
en la que el espectador no deja de preguntarse quién de ellos es la criatura:
¿puede que MacReady? ¿Childs? ¿O puede que ninguno? La música vuelve a resonar
y la cámara se aleja. La película se termina pero la paranoia no. Esa sigue
ahí. Latente.
El
último apartado que quiero comentar es el diseño de escenarios de la película.
El rodaje está dividido en dos: los exteriores filmados en Canadá y en Alaska;
mientras, los interiores se hicieron en los estudios de la Universal en Los
Angeles. Sorprendentemente, la parte rodada en el frío polar fue la que menos
problemas supuso para el reparto y el resto del equipo. Fue al llegar a Los
Angeles cuando las cosas se complicaron: estaban en pleno verano y las
temperaturas rondaban los 40 grados en la ciudad angelina; mientras,
ellos tenían que rodar a bajas temperaturas dentro del estudio. Por si fuera
poco, la humedad tenía que ser elevada para conseguir el efecto del vaho
saliendo de la boca de los actores. Si juntamos bajas temperaturas y alta
humedad con un calor abrasador en el exterior, nos sale un cóctel explosivo; no
es de extrañar que muchos cayeran constantemente enfermos a causa del
contraste. Hoy en día esto ya no ocurre porque esos efectos se
consiguen por ordenador pero yo soy de la opinión de que el que algo quiere,
algo le cuesta. Ese sacrificio y esmero eran algo que salía de dentro, un amor
por lo artesano y lo bien hecho, que normalmente solía trasladarse de una forma
u otra a la pantalla. Sí, puede que fuese algo intangible pero se podía sentir
esa magia y energía brotando de cada fotograma.
Además,
la mirada de un director de fotografía como Dean Cundey –cuya filmografía
incluye películas como Parque Jurásico, la trilogía de Regreso
al futuro y ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, entre otras– le
aporta un grado de inmersión y claustrofobia muy importante. También supo cómo
mostrar los diseños de Rob Bottin de forma que no fueran ni demasiado visibles
ni excesivamente confusos para el público; al fin y al cabo, la cosa es la
verdadera protagonista de esta escalofriante historia. Sin embargo, uno de los
detalles en los que me fije fue en la escena del test sanguíneo. Concretamente,
cuando la cámara enfoca a cada uno de los personajes que está sujeto a examen.
Cundey emplea un truco visual muy interesante: si os fijáis detenidamente,
todos ellos tienen un brillo en los ojos, salvo aquel que se hace pasar por
humano. A este último le proyectan un sombra sobre su cara para dar un efecto
siniestro y carente de vida. Son esos pequeños detalles, esos juegos con las
luces y las sombras –como haría una cinta del expresionismo alemán– los que
hacen de ésta una experiencia única.
En
definitiva, La cosa es más que un remake. Es el remake por
antonomasia: no sólo por la forma en la que mantiene intacta la esencia de la
novela de Campbell, sino por cómo introduce elementos nuevos y los integra en
la narrativa. Es la adaptación soñada; un trabajo titánico por parte del equipo
de producción y un auténtico hito sin parangón en el terreno de los efectos
especiales. John Carpenter, el maestro del terror, firmó aquí su magnum opus y
toda una obra maestra del séptimo arte. Un referente en el género de terror,
con una criatura que se desmarca del resto por su forma abstracta y amorfa.
Además, detrás de la sangre y del miedo, se esconde un agudo análisis sobre
nuestra sociedad. Uno que quizá esté más de moda ahora que nunca y son las
caretas. Las falsas apariencias. Esas que estamos tan acostumbrados a ver en
los famosos, en los políticos o en los deportistas de élite. Las que vemos a
diario en las redes sociales; esas personalidades que fingimos ser para llamar
la atención o alcanzar mayor estatus. Porque en la actualidad, la desconfianza
está a la orden del día; porque, como les ocurrió a MacReady y compañía, a
veces ya no sabemos distinguir quién es de fiar y quién no. Quién es…¡La Cosa!
10/10:
¡TODOS SOMOS LA COSA!
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Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarUn muy buen analisis, genial!
ResponderEliminarExcelente análisis de una película magistral. Es una lástima que tu material esté en un blog y no tenga la suficiente reacción que de otro modo merecería. Saludos.
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