El perfecto organismo

“Alien, el octavo pasajero” es la segunda película del realizador británico Ridley Scott que, tras su exitosa ópera prima “Los duelistas”, cambia totalmente de registro para ofrecernos una de las mejores cintas de ciencia ficción de todos los tiempos. Esta película de culto de 1979 nos sitúa en un futuro en el cual los humanos colonizamos el espacio en busca de minerales, fuentes de energía y planetas habitables. En una incursión a un planeta lejano la nave comercial Nostromo vuelve a la Tierra con un cargamento de mena cuando, repentina y misteriosamente, el estado criogénico de la tripulación de siete -u ocho pasajeros, según se mire- compuesta por la suboficial Ellen Ripley, los ingenieros Parker y Brett, la navegante Lambert, el oficial científico Ash, Kane y el capitán Dallas se ve interrumpido por MADRE, el ordenador central que monitoriza la nave, debido a una baliza de “auxilio” localizada en un planetoide perdido en la galaxia al cual deben acudir al rescate según dicta la normativa de la empresa contratante Weyland-Yutani. Este es el punto de partida de una legendaria historia de terror cocinada a fuego lento, que avanza lenta pero segura de sí misma, al igual que su implacable antagonista creado por H.R. Giger.


Desde luego “Alien” ocupa un prestigioso lugar dentro de la amplísima estantería de obras maestras de todos los tiempos y aunque poco queda por decir de ella esta crítica está enfocada como un homenaje personal a una de la cintas que más me han marcado y fascinado de toda mi vida. En primer lugar, la dirección y fotografía -así como la escenografía- de está película es insuperable, magistral, consiguiendo una atmósfera opresiva, claustrofóbica y en definitiva apabullante. Más tarde se intentaría copiar esa ambientación -incluyendo las secuelas de la propia saga- con un fracaso evidente y rotundo, ya que fue algo único, una perfecta alineación planetaria de todos los elementos necesarios (esa oscura y laberíntica Nostromo, sus decorados ochenteros, el abrazacaras y su posterior transformación en xenomorfo y ese ambiente sucio, descuidado y pringoso). Pero no es el único mérito de esta película -que ya es bastante- ya que también cuenta con un reparto a la altura, desde la valiente y decidida Sigourney Weaver hasta el simpático gato Jonesy. Algo a resaltar es la evidente falta de un protagonista, ya que cada uno de los tripulantes tiene distinta personalidad así como una forma diferente de afrontar la terrible situación a la que hacen frente y eso se traduce en una mayor empatía con los personajes, conectando mejor con ellos y sintiendo más la pérdida de cada uno de ellos. La música de Jerry Goldsmith -un compositor cercano a este género- cambia increíblemente rápido de sonoridad: hipnótica y parsimoniosa al principio, se vuelve misteriosa e intrigante para terminar transmitiendo terror e inquietud. 




En conclusión, una obra imprescindible, que marcó un antes y un después en el género de la ciencia ficción de terror. Una película de bajo presupuesto -11 millones de dólares- que pese a contar con un director novato, una joven e inexperta protagonista y una propuesta arriesgada para la época, mantiene aún a día de hoy el estandarte de originalidad y frescura que tanto se echa en falta en el cine actual. Momentos que quedan para la posteridad tales como el pecho reventado de Kane, que tendido en esa blanca e impoluta mesa sufriendo lo indecible, perece y deja paso al inesperado huésped. Esos pasillos humeantes y oscuros con ese hilo musical que coloca en permanente guardia al espectador, mientras observa la impotente cara de miedo de los protagonistas que luchan contra un enemigo elegante y abominable, enorme y ágil, sigiloso y letal. Los primeros planos de Ellen Ripley, sudando sangre para sobrevivir, yendo por la nave con Jonesy en una mano y el lanzallamas en la otra, corriendo a contrarreloj para escapar del indestructible alien.

10/10: IMPRESCINDIBLE





  

   

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