Corrían los años 30 y un joven
entusiasta de la pintura, que había soportado el suicidio de uno de sus
hermanos y la muerte prematura del otro, acababa de ser contratado por el gran
estudio de cine Toho, para trabajar como ayudante de dirección. Poco después, debutaría en la silla de
director con La leyenda del gran judo, una cinta de acción que tuvo gran
acogida tanto de crítica como de taquilla. Así comenzaba la trayectoria de un
realizador legendario, un cineasta visionario que influyó a generaciones venideras;
este joven se llamaba Akira Kurosawa. La película que trato en este artículo no
es otra que Ikiru, traducida al español como Vivir, estrenada en el año 1952 y
protagonizada por Takashi Shimura, un curtido actor que trabajó con Kurosawa en
otros títulos como Los siete samuráis, El perro rabioso o El ángel borracho,
además de aparecer en la primera película de Godzilla. Sin embargo, a
diferencia de los filmes mencionados, Vivir no tiene acción ni katanas ni monstruos
–a no ser que contemos la burocracia de la película como uno– pero no los
necesita para hacernos vibrar. La historia nos presenta a un viejo funcionario
público de nombre Kanji Watanabe, una persona desangelada, sin vida ni motivo
para continuarla, más que seguir la inercia de la rutina. No será hasta que le
diagnostiquen un cáncer de estómago que el Sr. Watanabe se dé cuenta del vacío
que llena su existencia. Enfurecido y frustrado consigo mismo y sus decisiones,
Watanabe emprenderá una aventura que lo llevará a vivir y a sentir, quizá, por
primera vez.
A veces cuando empiezo un análisis
de obras maestras como ésta no sé qué decir. Me faltan las palabras ante lo que
a todas luces se antoja como la perfección absoluta; la cúspide del cine. Akira
Kurosawa ha alcanzado la gloria en numerosas ocasiones, por eso se le considera
uno de los padres del cine, y lo ha hecho en distintos géneros: desde el cine
de samuráis hasta el épico, pasando por el noir, el de aventuras y por supuesto
el dramático. Confieso que no he visto aún toda su extensa filmografía ni tampoco
todos sus dramas, pero es muy difícil que ninguno pueda superar esta pequeña
joya del cine clásico japonés. Y es que esta obra nos habla acerca del individuo y de
su rol dentro de la sociedad, critica a todo un sistema burocrático y corrupto
y a la vez nos da una lección de vida y de muerte honorable. Una historia
completa en todos los aspectos, incluido el visual, donde Kurosawa coloca tan
bien la cámara que sobran los diálogos. Las emociones fluyen a través de las
lentes y al espectador se le forma un nudo en la garganta, en parte por tristeza
pero también por la impotencia que provoca ver a un hombre rebelándose, en su
último aliento de vida, contra todo un sistema que lo ningunea y lo desprecia y
que abarca desde sus compañeros de trabajo hasta, incluso, su propio hijo.
En un primer momento del filme,
Kanji Watanabe se ha liberado de las cadenas de una sociedad reprimida y
represora, que lo encasilla y lo clasifica como a un despojo, un viejo al que
nadie quiere. Ha tenido su momento de lucidez, de desesperanza y hasta de
catarsis al recibir la trágica noticia de su muerte anticipada. Esto cae sobre
él como una losa, viendo la radiografía que refleja al mismísimo Shinigami,
Segador de Almas. El pequeño mundo que Watanabe creía cierto se está
desmoronando, sus recuerdos se agolpan en su mente, mientras hace recuento de sus
decepciones. No obstante, poco después, Watanabe se atreve a vivir, al
principio con el miedo del iniciado, de ese niño que está aprendiendo a montar
en bici, pero después se desata y Kurosawa nos muestra esto con escenas donde
reina el desenfreno, gente yendo y viniendo, bullicio y despreocupación. Suena
música más moderna y alegre, hay mujeres de alterne y mucho sake. Ese cambio de
humor y de estilo de vida está representado en un sombrero que compra tan
alegremente, así porque sí, porque puede y quiere y porque nadie, ni siquiera
su hijo, le dice cómo ha de vivir su vida. Esa jovialidad lo llena de energía,
esa que le había faltado siempre y que se traduce en un cambio de espíritu. La
languidez y el abatimiento han desaparecido y han dado paso a la euforia, que
utiliza para hacer su trabajo como siempre debió hacerlo y nunca se atrevió,
bien fuese por desgana o por miedo a que el sistema lo señalara. La rebeldía se
ha instalado en él y le acompañará hasta el final del camino, aunque tenga que
luchar a contracorriente, contra viento y marea.
Aquí Kurosawa entra en el segundo
aspecto más importante de la narración: la lucha del individuo contra las
injusticias y las ineficiencias de un sistema podrido hasta la médula. Kanji
Watanabe siempre ha sido un don nadie, un personaje sin importancia en esta
historia, un engranaje más de una maquinaria estropeada; sólo cuando se atreve
a sentir por sí mismo y por los demás es cuando recobra esa llama interior que
le da sentido a sus últimos días. Ahí es cuando sabemos, tanto él como
nosotros, que ha recuperado las ganas de vivir. Parece irónico que sólo aprendamos
a vivir cuando nos encontramos ante una muerte segura pero esa es a menudo la
realidad. Kanji Watanabe no era consciente de ella hasta que la vio y la sintió
en su alma y sólo ahí perdió el miedo a desobedecer y comenzó a hacer lo que
era justo, no por gloria ni inmortalidad, sino porque era lo correcto. Es la
lucha que todos deberían hacer y que ninguno en la película hace, la que
Watanabe persigue y lo hace cargando con la cruz del cáncer a cuestas.
Las interpretaciones son todas
excelentes, sobretodo las del protagonista Takashi Kimura y las del grupo que
se reúne en una de las secuencias finales del filme, donde todas las cartas se
ponen sobre la mesa y Kurosawa va hilvanando, con sumo cuidado y extrema
destreza, los últimos esfuerzos de Watanabe en la construcción del parque. En
esta parte cobra importancia la actuación de Shin’ichi Himori, uno de los
integrantes de este particular grupo de funcionarios compañeros del Sr.
Watanabe, que hace las veces de portavoz del mensaje que trata de transmitir
Kurosawa; una interpretación corta pero esencial para el éxito del filme.
El final tiene un sabor agridulce,
ya que Kurosawa se dirige más al individuo que al conjunto; él cree en Kanji
Watanabe, en la energía de la persona corriente. Hay una escena en un bar donde
un borracho le admira porque, según dice, se ha atrevido a desear, a dejarse
llevar por la pasión del momento, a romper las cadenas de su propia esclavitud;
se ha convertido en el dueño de su destino y eso lo ennoblece. Luego está la
parte más triste, pesimista incluso, con ese final donde vemos al personaje
encarnado por Shin’ichi Himori sepultado por los papeles y procedimientos de la
burocracia reinante. A él no le queda más remedio que callarse y seguir a lo
suyo, aunque en su interior admire ese parque donde disfrutan los niños. ¡Qué
bien podrían salir las cosas, si todos nos pareciésemos un poquito más al Sr.
Watanabe!
En definitiva, Ikiru nos muestra la
peor y la mejor faceta del ser humano, ese que nunca hace nada hasta que no se
ve en un aprieto. Kurosawa guarda una crítica para todos los estratos sociales,
desde el jefazo hasta el trabajador de abajo, y luego los reúne a todos para
tratar de llegar a una conciliación, un acuerdo que les empuja a un cambio
momentánea. La vida del Sr. Watanabe ha sido siempre gris, decepcionante y
vacía de significado. Quizá su muerte caiga en vano pero su obra no y
permaneciendo en el anonimato, su legado perdurará en generaciones y
generaciones de niños que jugarán en el parque que con tanto ahínco deseó
construir.
10/10: APRENDIENDO A VIVIR CON LA
MUERTE.
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