Análisis - Zorba el griego (1964)

Dicen que Zorba es un soñador. Un inconformista, errante y vagabundo, empujado por las mareas del azar y los vientos del destino. Otros lo toman por un loco simpático y bailarín, un demonio burlón, el espíritu de las calamidades. Algunos creen que jamás ha existido, que es fruto de la imaginación, y otros aseguran que es eterno y vive en todos nosotros, esperando que rompamos sus cadenas.


En diciembre de 1964, rodeada de expectación, se estrenó en el país heleno la adaptación cinematográfica de la novela de Nikos Kazantzakis, Zorba el griego. La producción fue apadrinada por su estrella protagonista, el ilustre truhán Anthony Quinn, aunque no hubiera sido posible sin el tesón de su director, el chipriota Mihalis Kakogiannis, quien la produjo, guionizó y dirigió.


 

La película arranca como lo hicieron tantas otras, con un encuentro fortuito. Un día lluvioso en Atenas, un joven escritor inglés y un viejo zorro de los siete mares embarcan en una lata de sardinas rumbo a la isla de Creta, cuya historia está grabada en cada grano de arena, cada piedra y cada gota de mar que bañan sus milenarias costas.

 

Parece el lugar perfecto, pues, para que nuestros protagonistas escriban su humilde, divertida y bella historia de amistad. Dos personalidades completamente opuestas: uno, tímido y remilgado; el otro, simpático y efervescente, borracho de amor. ¿Cómo podrían estos dos entenderse cuando hablan idiomas diferentes? Eso, queridos lectores, es la magia de la vida.

 

Poco a poco van limando asperezas, estrechando vínculos al son de la música y el vino, hasta que las diferencias que en un inicio los separaban, terminan uniéndolos en eterna fraternidad. Juntos sortean baches y confiesan sus secretos más íntimos y oscuros; Zorba comparte su experiencia, mientras el escritor le transmite su juventud. 


 

Anthony Quinn ya era una leyenda en Hollywood cuando aceptó el papel de Zorba —papel que, por cierto, rechazaron tanto Burt Lancaster como Burl Ives—. El personaje encajaba como un guante con el carácter apasionado del actor, forjando una relación simbiótica que, décadas después, forma parte del imaginario colectivo. 

 

Pero no todo fue tan alegre y despreocupado como muestra el filme, ya que el proyecto sufrió contratiempos de toda índole desde su concepción. Tiempo antes de convertirse en uno de los mayores éxitos de taquilla de aquel año, la novela de Kazantzakis no resultaba una empresa atractiva para las majors de Hollywood; tanto es así que todas y cada una de ellas la rechazaron, a excepción de la 20th Century Fox de Zanuck.

 

Él vio potencial en el texto y en la visión de Kakogiannis, quien por aquel entonces ya era un cineasta consolidado en el viejo continente. Así fue que le dio luz verde y le extendió un cheque de casi $1 millón de dólares de la época, $10 millones si nos advenimos a la temida inflación, para llevar a cabo su sueño. 

 

Sin embargo, los primeros roces no tardaron en llegar: Zanuck quería a una gran estrella en el papel de Madame Hortense, la vieja condesa de castillos en el aire y príncipes de latón, deshonrosa dueña del harapiento hotel Ritz cuyo estado de ánimo fluctuaba más que las mareas y cada arruga en su vetusto rostro relataba un desencuentro amoroso.

 

Primero fue la francesa Simone Signoret, quien llegó a interpretarla brevemente. También se barajaron nombres ilustres como el de Bette Davis o Barbara Stanwyck, pero ninguno convencía al director, quien finalmente apostó por una desconocida Lila Kedrova. La actriz franco-rusa tuvo que aprender inglés para la ocasión, pero demostró ser el as en la manga que él buscaba y que la película ciertamente necesitaba.

 

Por otro lado, Sir Alan Bates fue la primera opción para interpretar al recatado escritor inglés con raíces helenas, Basil, un papel que desempeñó con eficacia y sobriedad, aunque un servidor no puede evitar imaginarse otros escenarios de haberse hecho con el papel Sir Ian Mckellen u Oliver Reed.

 

También se incorporó pronto al reparto la misteriosa belleza del Egeo y leyenda de los escenarios, Irene Papas. Ella ya había trabajado con Anthony Quinn en Los cañones de Navarone (1961) y lo volvería a hacer más adelante, aunque fue aquí donde ambos brillaron con mayor intensidad.

 

Con este elenco y director variopintos y el texto que nadie quiso adaptar de un escritor nueve veces nominado al premio Nobel, se fueron a Creta para rodar lo que a la postre sería una de las obras maestras del cine europeo. 

 

El término “obra maestra” y sus sinónimos están muy sobados últimamente, utilizándose sin reparo para animar al público a ver una película que de otra forma seguramente obviarían. Sin embargo, en el caso de Zorba no solo lo amerita, sino que no cabe otro calificativo. Estamos ante un triunfo cinematográfico, una obra de precisión quirúrgica, independientemente de que conectes o no con ella, algo que entra en el insondable abismo de la subjetividad.


 

Podría dar una retahíla de curiosidades que apoyan mi postura y confirman a Zorba como uno de esos mitos que surgen de vez en cuando cual perseida en el firmamento para alumbrar el medio en el que se prodigan.

 

Hechos irrefutables como que la novela caló tan hondo en la cultura popular que no hay coetáneo al que no le brillen los ojos con pronunciar su nombre o que la adaptación teatral, posterior a la fílmica, causó furor en escenarios tan improbables como Broadway.

 

Y aún hay otras excentricidades, como que Amancio Ortega quiso llamar así a su imperio textil —no sé qué hubiera pensado el bueno de Alexis de haberse materializado— o que la danza popular Sirtaki, bailada a lo largo y ancho de la geografía helena, nació en los hipnóticos pies de Quinn, a partir de la coreografía de Giorgos Provias. Este singular y en apariencia caótico baile se inspiró en dos estilos tradicionales, el syrtos y el pidikhtos, que juntos forman un bellísimo juego de ritmos rápidos y lentos que casi parecen poseer al bailarín.


 

Sin embargo, todas estas anécdotas juntas no hacen más que rascar la superficie. Su legado no se puede expresar en palabras ni medir en fríos números; Zorba se comunica con el alma y su gramática sigue los dictámenes del corazón. 

 

Más que un personaje, Zorba es una filosofía de vida de fácil comprensión y difícil aplicación, una doctrina arrebatadora basada en un único principio: la libertad. Admirar lo bueno y lo no tan bueno de la vida, pues todo es relativo en el tiempo y solo cuando pasa somos conscientes de su valía. Por eso es importante, según él, cortar la cuerda que nos ancla y en ocasiones nos limita a soñar y permitirnos ese punto de locura sin el cual la existencia no sería más que una acumulación de horas.

 

Un par de escenas resumen la esencia zorbiana como ninguna: la más célebre, cuando inaugura su disparatado teleférico y este resulta un estrépito monumental, a lo que él replica con una sonrisa culpable. La otra, cuando anima a Basil a hablarle a la joven y hermosa viuda del pueblo empleando una simple, pero demoledora frase: «la vida es problema, solo la muerte no lo es. ¡Vivir es liarse la manta a la cabeza y buscarse problemas!». Visto así, parece fácil, pero nada lo es.


 

La película está trufada con píldoras de sabiduría popular. Frases sencillas para vivir sin complicaciones, como la que le espeta a Basil nada más conocerlo: «Piensa usted demasiado, ese es su problema». Ay, si pensáramos menos, cuantos problemas nos ahorraríamos. 

 

Otro de los pilares fundamentales del título, que lo hacen resonar más allá de su tiempo, es el paisaje humano. Dicen, quienes la han leído, que la novela encierra un amargor inequívoco. Un pesimismo propio de la posguerra impregna cada palabra del relato de Kazantzakis. 

 

Para entenderlo mejor, debemos remontarnos a 1946. La II Guerra Mundial ha concluido con triunfo del bando aliado, pero las secuelas no han hecho más que aflorar en una Europa asolada por el hambre, la división y el hedor a muerte. 

 

En este clima convulso, Nikos Kazantzakis, un trotamundos librepensador que había estudiado filosofía en La Sorbona y llevaba una vida que valía por tres o cuatro de las de ahora, publica «Zorba el griego (vida y andanzas de Alexis Zorba)», libro inspirado en un viejo hedonista al que conoció en 1915. Según su testimonio, este curioso ermitaño le enseñó a “amar la vida y no temer a la muerte”.

 

En contraposición a este idílico personaje, gurú de la buena vida y antídoto espiritual del siglo XX, Kazantzakis vierte el fatalismo acumulado a lo largo de los años: su desengaño ideológico con el modelo soviético, el abandono de la vida pública y su desilusión con un pueblo, el griego, al que ya no reconocía como propio.

 

Y qué mejor lienzo para plasmar todas esas ideas y emociones que bullían en sus adentros que la tierra que lo vio nacer: Creta. Solo allí podía converger el idealismo de la juventud con la desazón de la madurez. 

 

Ese discurso contradictorio entre la serenidad indolente de un pueblo y el catastrofismo de una era ilustran las dos caras del dilema mediterráneo. Kakogiannis coge lo mejor del cine de Berlanga y Fellini para esbozar una imagen íntima de las gentes cretenses. Un retrato que cristaliza en escenas bucólicas y aterradoras los intrincados recovecos del espíritu humano.


 

El espectador se embarca en una aventura de (auto)descubrimiento, una experiencia quizá transformadora, quizá no, pero genuina de principio a fin; hallar verdad en una pantalla es el fin último del autor.

 

Es interesante observar cómo nuestra valoración del pueblo y sus gentes muta conforme se suceden las escenas. Y no deja de ser un trasunto de la vida misma: esa viejecita adorable a primera vista, resulta tener un mayor grado de complejidad del que jamás quisimos admitir. Porque los estereotipos son un refugio donde cobijarnos cuando tenemos miedo, pero rara vez coinciden con la realidad.
 

La tragedia de Kazantzakis y Kakogiannis culmina con la ejecución pública de la viuda, un chivo expiatorio al que los habitantes del pueblo le cuelgan todos sus pecados. Toda la ignorancia, la maldad primitiva y la endogamia se muestran impúdicamente a plena luz del día y ante los ojos del respetable, quien niega con la cabeza, no por imposible, sino todo lo contrario, por verídico.

 

Tampoco se nos escapa el cuadro costumbrista de la primera escena, momentos antes de embarcar a Creta. Hacinados en esa casucha, refugiándose del mal tiempo, se encuentran familias y huérfanos, ancianos y sacerdotes, viejas y viudas; un arca de supervivientes de la hecatombe mundial que acaba de suceder.

 

Las actuaciones, tanto la principal como las secundarias, son excepcionales. Aparte de Anthony Quinn, del que tanto se ha escrito, cabe mencionar a una fascinante Lila Kedrova que, con esa mirada melancólica, navega entre el júbilo y la depresión con la gracilidad de un equilibrista, guardando la dignidad en todo momento. 

 

También dignas de mención son las actuaciones de Irene Papas, contenida y enigmática, y Sotiris Moustakas en el difícil y poco agradecido papel del deficiente del pueblo; su aparición es fugaz, pero es una pieza imprescindible en el estallido de violencia final.


 

Antes de poner punto y final a este análisis, no quisiera dejarme en el tintero la exquisita banda sonora de Theodorakis. Antes elogiaba las cualidades hipnóticas de la coreografía y un tanto de lo mismo puede decirse de la partitura. Pocas, poquísimas veces se ha dado en la historia del cine que una música haya trascendido los límites del medio para formar parte de la cultura popular de un país.

 

En definitiva, Zorba el griego encuentra grandeza en las cosas pequeñas, paz en un mundo arrasado y amor donde solo hay el dolor. Como él mismo resume tras su último fracaso: «Hey jefe, ¿vio usted alguna vez un desastre más esplendoroso?». 

 

Puede que sea una quimera, puede que estemos configurados para ver el vaso medio vacío y amargarnos la existencia, llenando nuestra mochila de piedras conforme avanzamos. Pero tal vez de eso trate la vida, de navegar las dificultades, sonreír a las tempestades y dejar que su húmedo esplendor nos duche para alzarnos victoriosos y ser testigos del arcoíris. Porque queda mucho por andar y cada metro es especial. Quizá Zorba no exista o quizá solo haga falta creer; eso, queridos lectores, lo tendréis que averiguar.



9/10: NO ESPERO NADA. NO TEMO NADA. SOY LIBRE.

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