Crítica sin spoilers - Indiana Jones y el dial del destino (2023)

Las aventuras del intrépido arqueólogo Henry Jones Jr., más conocido como Indiana o Indy para los amigos, nos han acompañado a lo largo de nuestra infancia en aquellas noches estivales pegados al televisor, donde cualquier sueño era posible bajo el caprichoso manto estelar. De día, emulábamos sus correrías con la firme convicción de la infancia y la mirada atónita de nuestros mayores, exasperados tras n intentos infructuosos de templar nuestro ímpetu.


Todos esos recuerdos han alimentado nuestro amor por el personaje y en algunos casos ha germinado en una pasión legítima por el cine. Por eso, es natural que nos emocionemos ante la posibilidad de una nueva entrega, no solo porque nos devuelve a ese estado primigenio que tanto añoramos, sino porque podría ser nuestro último baile con Indy.



Después de una trilogía sensacional que abarcó la década de los 80, Spielberg le dio carpetazo al personaje creado por George Lucas. Entendía que La última cruzada (1989) era el cierre perfecto y que su carrera había tomado un cariz dramático que chocaba frontalmente con el espíritu juvenil de Indiana. Acertado o equivocado en su decisión, lo cierto es que en los años 90, las salas quedaron huérfanas del exquisito tema compuesto por John Williams.

 

Esto cambió con la llegada del nuevo milenio. La celebérrima saga galáctica, Star Wars, volvía a la cartelera a bombo y platillo, iniciando unos vientos de cambio que alcanzan hasta nuestros días. El público quería sentirse niño otra vez y pocas películas podían aspirar a tanto como Indiana Jones.

 

El reino de la calavera de cristal (2008) fue la respuesta a sus plegarias, aunque no la que esperaban. Tratando de recuperar la magia de la saga, Spielberg y Lucas solo evidenciaron que el tiempo pasa para todos. Habían perdido el 'toque'. Justo cuando creíamos que la franquicia estaba muerta y enterrada, llega Disney a toque de corneta para anunciar una quinta y…¿definitiva entrega?


 

Parecía harto improbable que Harrison Ford, a sus 80 años —maravillosamente llevados, por cierto—, volviera a jugarse el pellejo descendiendo a catacumbas y cuevas inhóspitas, pero el cine, como la vida, no deja de sorprendernos. 

 

Tal como hiciera con los personajes de Han Solo y Rick Deckard, Ford se cala el fedora una última vez en Indiana Jones y el dial del destino (2023). Una despedida que no dirige Steven Spielberg, sino James Mangold, un realizador contrastado por el sistema de estudios gracias a films tan nobles como El tren de las 3:10 (2007), Logan (2017) o Copland (1997).

 

La película nos presenta a un Indy cansado y taciturno, una reliquia sin brillo barrida por los últimos avances tecnológicos. El Hombre está a punto de pisar la Luna, mientras él tiene pie y medio en la jubilación. Una presentación crepuscular que se extiende a lo largo de todo el metraje y que marida perfectamente con el estado del actor y de la franquicia, los cuales observan sus mejores tiempos por el retrovisor. Mangold, que a crepuscular no lo gana nadie, comprende al personaje y las reglas del juego.

 

A su participación hay que sumarle la de Phoebe Waller-Bridge y Mads Mikkelsen. La artista británica, que se dio a conocer en su serie Fleabag (2016) y recientemente por su trabajo en el guion de Sin tiempo para morir (2021), interpreta a Helena, la ahijada de Indy y su enérgica compañera de fatigas; el popular actor danés asume el rol del villano, muy en línea con el nazi de gafitas arrogante de En busca del arca perdida (1981).


 

Además, el reparto incluye otras caras conocidas como Boyd Holbrook, Toby Jones, John Rhys-Davies o Antonio Banderas en un papel cuanto menos sorprendente. El guion está co-escrito por los hermanos Butterworth, quienes ya trabajaron con Mangold en Ford v Ferrari (2019); mientras, John Williams pone aquí punto y final a su colosal carrera.

 

A la pregunta que todos nos hacemos, ¿es mejor ésta que La calavera de cristal? Yo respondo con un claro y rotundo sí. Aún estando a años luz de la trilogía original, El dial del destino es la que más se le acerca.

 

Lo que me hace elegir ésta sobre la cuarta y denostada entrega, es que Mangold trata con suma reverencia y mimo una franquicia que venía de ser vapuleada por sus propios creadores. Aquí no encontraremos excentricidades ni reinvenciones innecesarias. El director no ejerce el papel de revolucionario, sino de guardián, perpetuando la fórmula y rindiendo un solemne homenaje que satisfaga a los incondicionales de la saga.

 

Por esta razón, El dial del destino se siente más clásica que su predecesora y por lo tanto, menos arriesgada. Si esperáis que la saga dé aquí el do de pecho, un sprint final en pos de la gloria, olvidaos. De hecho, si algo la caracteriza es su previsibilidad, aunque esto no tiene por qué ser algo malo. Indiana Jones necesitaba un bálsamo y Mangold se lo ha dado.

 

Cabe recordar que esta no es una entrega más, es la última y como todo lo que termina, hay un poso de solemnidad que no excede un guiño sutil. Se agradece que no busquen la lágrima fácil ni recurran a la siempre socorrida carta del fan service para engañar a un público embriagado por la emoción.

 

Mucha gente que estaba desencantada con la saga encontrará en El dial del destino un refugio. Es como volver al hogar años después: quizá no esté todo tal y como lo recordabas, pero aún percibes la historia de tu vida encerrada entre las paredes.

 

Harrison Ford ha envejecido, pero conserva su carisma. Algunas cosas son inmutables, quien tuvo estrella siempre la tendrá. Eso es así. La gran diferencia respecto a las anteriores entregas salta a la vista. El físico ya no le acompaña y eso repercute en las escenas de acción, salvo la del prólogo, donde emplearon la discutida técnica de rejuvenecimiento facial para rebobinar la cinta de su vida. 


 

Este arranque es espectacular, a la altura de los mejores de la saga, y nos sumerge de lleno en la aventura. Una carta de presentación impoluta que tira de oficio y no esconde su amor incondicional por la trilogía. Os estaréis preguntando cómo les ha quedado el efecto digital. Admito que tenía mis reservas —¡qué demonios, estaba cagado de miedo! —, más aún después de lo visto en El irlandés (2019), pero reconozco que han hecho un magnífico trabajo. El equipo de VFX sale airoso de los temidos primeros planos. Su rostro da el pego, aunque por momentos resulte inevitable pensar que estamos ante un imitador, uno muy bueno insisto, pero falso, apócrifo, al fin y al cabo. La técnica se acerca paulatinamente a la perfección, pero aún le cuesta en ciertas muecas y movimientos que se ven un tanto artificiales.

 

Hechas las presentaciones, comienza la ansiada aventura y aquí empiezan a aparecer los problemas. Sobre el papel inerte, es una buena historia, pero cuando esta se traduce a la pantalla pierde brillo y no es culpa de nadie per se. Simplemente, algunas veces llegas tarde. Ni siquiera el mejor Spielberg hubiera podido entregarnos una épica última aventura, porque Harrison Ford, la fuerza motora de esta saga, ya no puede sostenerla.

 

Una aventura cansada es una paradoja que Mangold y cía intentan circunnavegar acompañando a Ford de una escolta de secundarios que se hacen el timón cuando arranca la acción, pero esto es un apaño a medias, como barrer la marea con una escoba. Lo más contradictorio del asunto es que El dial del destino es, con diferencia, la aventura más larga y frenética de toda la franquicia. 

 

Si tu protagonista está mayor y no goza del mismo vigor de antaño —algo lógico—, ¿por qué hacer lo mismo que cuando tenía 40 años menos? Esta película pedía a gritos una historia más pausada y reflexiva en la que Indy hiciera gala de su enorme bagaje e infinitos recursos acumulados a lo largo de una vida de peripecias; más aventura pura y menos acción. Tenían la oportunidad de hacer algo verdaderamente crepuscular, parecido a lo que hizo John Wayne en Centauros del desierto (1956) o Clint Eastwood en Sin perdón (1992); una revisión del mito que sirviese a la vez de canto de despedida para el actor. 


 

La oportunidad estaba ahí al alcance de la mano. Servirse de los recuerdos indelebles que ha ido construyendo la franquicia para darle a este héroe agotado la andanza final que merece. En su lugar, abarrotan la película de personajes en su mayoría reciclables —ejem Antonio Banderas ejem— y largas secuencias hipertrofiadas.

 

En este sentido, ha sido una despedida descafeinada. Como ese amor caduco al que estrujas cada buen sentimiento y para cuando te desenganchas de él, lo haces mal y tarde y ya solo queda un caldillo sucio de apatía y resignación. 

 

La sensación de “esto ya lo he visto antes, hecho mejor” invade la parte central del film, convirtiéndolo en un amasijo de déjà vus artríticos que deslucen ligeramente el conjunto. Las dos horas y media de metraje, a todas luces injustificables, están llenas de picos y valles insondables y si no hay cabida para el tedio es porque la cinta apenas se detiene. Los diálogos se vuelven raquíticos, un mero trámite entre escenas de acción. Unas secuencias que están bien rodadas por un Mangold experto en la materia —aún estando lejos, muy lejos, de la maestría en la puesta en escena de Don Steven Spielberg—, pero que vuelven a adolecer del mal moderno que nos persigue cuál maldición desde inicio del siglo XXI: cuando el CGI le propina una sonora paliza a Isaac Newton. No os preocupéis, no es tan ofensivo como en la entrega anterior, pero nos deja claro que algunas tendencias han llegado para quedarse.

 

Por otra parte, los villanos de esta saga siempre han tenido un don para teletransportarse, pero aquí se acusa sobremanera, ya que las conversaciones entre medias no afectan tanto al espectador. No hay peso dramático específico, como sí lo había con Marion (Karen Allen) en la primera película o con su padre (Sean Connery) en la tercera.

 

En teoría, ese rol lo cumple Helena (Phoebe Waller-Bridge). Después del estrepitoso intento por sacarle un hijo en La calavera de cristal —un minuto de silencio por la muerte artística de Shia LaBeouf—, aquí se inventan una ahijada y casi resulta cómico. ¿Qué será lo próximo, una aventurilla por los mares de China con el cuñado durante su luna de miel? ¿Que este lo interprete Santiago Segura acompañado de su padrino Leo Harlem en Indiana Jones, cuñado no hay más que uno 6?


 

No digo que Waller-Bridge lo haga mal. De hecho, está realmente carismática dentro de la patata caliente que le han pasado. Desgraciadamente, nunca terminan de encajar todas las piezas, aunque no por su culpa, sino por la tercera pata de esta mesa, el joven Teddy (Ethann Isidore). Este chico se pega como una lapa a Helena y casi como un tumor, la va consumiendo lentamente. Teddy es una carga necesaria que los guionistas asumen para salir del embrollo en el que ellos mismos se han metido, pero lastra en mayor medida la buena dinámica que hay entre Ford y Waller-Bridge. Son esos escasos momentos donde ambos pueden sentarse a conversar, con la preciosa banda sonora de Williams sonando de fondo y un entorno exótico engalanando la escena, que me siento de vuelta en la trilogía original.

 

Aún con todo, puedo decir con seguridad que El dial del destino es una grata experiencia en los cines, una vuelta a los orígenes. Tiene todos los ingredientes del buen cine familiar, ese que Ford lleva abanderando durante décadas. Cuando hay entusiasmo en un rodaje, este se contagia en la gran pantalla; aquí vemos el cariño y el respeto por el personaje que faltaba en la anterior película.

 

Mangold dirige con sobriedad, intentando canalizar el espíritu de Spielberg sin plagiarlo y vertiendo sus más de 20 años de experiencia en un blockbuster emocionante. Antes criticaba el nudo de la película por su continuo esfuerzo en agilizar y simplificar la narrativa, pero esta concesión a los tiempos modernos se equilibra con un principio y un desenlace que recuperan el sabor añejo y satisfacen al público adulto ávido de emociones juveniles.

 

En definitiva, recomiendo hacer un esfuerzo de autocontrol antes de ver Indiana Jones y el dial del destino. Contener vuestras expectativas por recuperar esa alma infantil y aquellas noches de verano que habitan en nuestra biblioteca neuronal y que a menudo pesan sobre nuestros hombros, dificultándonos cada paso en la vida. Echar la vista atrás puede ser bueno, incluso saludable, pero cuando se convierte en hábito nos ofuscamos. Y es que nadie puede pisar el freno del tiempo, solo disfrutar del presente que, en cierta medida, ya es pasado. 


 

Si logramos abstraernos de este hecho, encontraremos mucho que celebrar en compañía del incombustible Harrison Ford. Ver a la última estrella viva de Hollywood con esa sonrisa patentada, yéndose por la puerta grande entre vítores, aplausos y alguna que otra lagrimilla, es lo único que podíamos pedirle a El dial del destino y es justamente lo que consigue. Hace años, fuimos testigos del nacimiento de Indy y ahora toca decirle adiós, pero podemos sentirnos privilegiados de haber estado en su compañía. Yo, con eso, soy feliz.

 

6/10: INDY, MI AMIGO.

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