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Ultimo episodio de esta quinta temporada de Black Mirror, primero siguiendo la cronología, titulado Striking Vipers. Como ocurría con los anteriores, este también esta escrito por Charlie Brooker, dirigido por Owen Harris (uno de los más recurrentes en la serie) y con un elenco protagonista que cuenta con Anthony Mackie como cabeza de cartel. La historia gira alrededor de la relación entre Danny y Karl, dos antiguos amigos que se reúnen años después para celebrar el 38º aniversario del primero. Danny está felizmente casado y con un hijo, mientras Karl sigue disfrutando su soltería a fondo. Sin embargo, sus vidas darán un vuelco cuando empiezan a jugar al nuevo juego de lucha de realidad virtual “Striking Vipers”, una especie de Street Fighter futurista.

Sigo sin entender cómo una buena idea puede malgastarse tanto y sobretodo, alargarse tanto como para llenar una hora de episodio. El trasfondo de “Striking Vipers” es muy interesante –aunque no nuevo– pero, en lugar de llevarlo a nuevos horizontes, Brooker apuesta sobre seguro. Una característica que comparten todos los episodios de esta decepcionante temporada es la falta de originalidad, el constante reciclaje de ideas que ya se vieron anteriormente y con mejor resultado. Aquí ocurre más de lo mismo: la historia parte del romance homosexual entre Danny y Karl para hablarnos de la doble vida que el mundo digital nos permitirá llevar en un futuro, sólo que el desarrollo de la misma prefiere el sensacionalismo antes que la profundidad. Prefiere mostrarnos escenas de sexo una y otra y otra vez, en lugar de explorar las oportunidades que plantea este dilema. ¿Terminaremos viviendo más tiempo en esta fantasía que en la vida real? De ser así, ¿cómo se sostendrán las relaciones reales? ¿Cómo las mantendremos vivas y emocionantes? Y lo más peligroso, ¿acabaremos rechazando nuestro yo físico en beneficio del yo virtual? Todas estas y más preguntas son realmente cautivadoras y escalofriantes al mismo tiempo pero el episodio está más interesado en el erotismo que en responder a estas cuestiones; para qué nos vamos a liar la manta a la cabeza, cuando podemos ir a lo fácil. 


Y esto me lleva al segundo punto negativo del capítulo y es el metraje. ¿Por qué una historia que podría resolverse en 20 minutos se toma 40 minutos adicionales? La industria cinematográfica actual tiene un grave problema de ritmo y este pasa, en ocasiones, por la terrible edición de muchas producciones. Hay algo que me irrita mucho de los “dramas” occidentales y es la obsesión enfermiza de prolongar escenas con el fin de parecer más intelectual. Como si ver el careto del protagonista en primerísimo plano durante un minuto mejorara automáticamente la película/serie o un intercambio de miradas fuera a derretir al espectador. Muchos jóvenes autores han importado este estilo propio del Este de Europa, sólo que no tienen ni la menor idea de cómo emplearlo. El resultado final es un producto alargado artificialmente y vacío de significado. Striking Vipers es un buen ejemplo de ello: por momentos intenta ser profunda, mostrándonos unos personajes supuestamente en conflicto, pero luego salta a escenas de amor virtual tórrido que parecen sacadas de la mente de un adolescente salido que pasa demasiadas horas jugando al Dead or Alive. Es esa doble personalidad la que me irrita: intentan jugar a ser profundos y filosóficos y al final quedan retratados de pretenciosos. Esto mismo me pasó con obras como Hereditary, La favorita, The Florida Project o Equals, por ejemplo.


Las interpretaciones no están mal, todos cumplen su papel correctamente. La actuación de Yahya Abdul-Mateen II me pareció la más convincente, aunque ninguno de ellos –ni siquiera el protagonista, Anthony Mackie– llega a tener ningún momento dramático particularmente reseñable. Sus personajes son bastante clichés: el típico matrimonio que atraviesa la crisis de la mediana edad y busca “experiencias nuevas”, el soltero picaflor y la vieja amistad de dos amigos confundidos. No esperen evolución de ningún personaje ni ningún cambio de peso en sus vidas porque, al final, todo termina igual que empezó. Ninguno de los conflictos que presenta Brooker se resuelven y en su lugar se opta por la vía fácil: el matrimonio en crisis integra esas nuevas experiencias en su relación; él continúa tirándose a la luchadora avatar de su mejor amigo y ella frecuenta bares en busca de un polvo de una noche para satisfacer así su apetito sexual. Ahora bien, ¿esto es sostenible a largo plazo? No esperen respuestas.

En definitiva, Striking Vipers es más un concepto que una historia en sí. Su planteamiento podría haber sido mucho más reflexivo de lo que termina siendo y me quedé con el sabor agridulce de estar ante una trama a medio hacer. Si Danny se tira a la chica luchadora manejada por su amigo Karl, ¿está tirándose a Karl, a la chica o a ambos? ¿Estos avatares son una extensión de nosotros mismos o son tan sólo una representación virtual de nuestras fantasías? Cuando vives a caballo entre dos mundos, ¿corres el riesgo de desdoblamiento de la personalidad? ¿Cuáles son los riesgos a medio y largo plazo del abuso de estas tecnologías? Estoy convencido de que, debajo del sexo y de las escenas de lucha, Striking Vipers tiene algo que decir sobre la hipersexualización a la que estamos expuestos actualmente y al papel que la digitalización jugará en nuestras relaciones pero, lamentablemente, no es eso lo que nos encontramos.


5’5/10: COITUS INTERRUPTUS


Tras el decepcionante episodio de Miley Cyrus y lleno de desidia me decidí a ver el siguiente capítulo, titulado “Smithereens” (“Añicos” en castellano), cuyo guión también corre a cargo del creador de la serie Charlie Brooker y está protagonizado por Andrew Scott, al que muchos conoceréis como Moriarty en la serie Sherlock. En labores de dirección tenemos al británico James Hawes, que dirigió episodios de Dr. Who, Penny Dreadful o el propio Black Mirror entre otros y será el encargado de contarnos la historia de un conductor de VTC (Scott) que secuestra a un empleado de la compañía social ficticia conocida como Smithereens –una especie de Facebook o Twitter del universo Black Mirror–. Lo que al principio se plantea como un thriller de secuestros, terminará tomando un nada sorprendente deje hacia lo dramático cuando se desvela el oscuro pasado del protagonista.

Primero, he de decir que las duración de estos episodios no está ni mucho menos justificada. Este en particular pasa de la hora de duración y todo para contarnos cómo alguien secuestra a otra persona y pide hablar con su jefe. En contraposición a otras series que he visto recientemente, como Fargo T2, donde cada minuto se aprovecha al máximo en beneficio de la trama y el desarrollo de sus personajes, esta quinta temporada de Black Mirror parece empeñada en hacernos perder el tiempo. Incluso mejorando lo visto en el episodio anterior, “Añicos” estira el chicle hasta romperlo: personajes como el de Damson Idris (el empleado secuestrado) tienen cero peso en el argumento y las sorpresas que nos depara Brooker son escasas y nada reseñables. Por su parte, las razones que motivan a nuestro conductor para secuestrar a este empleado y conseguir hablar con Billy Bauer, el CEO de Smithereens, son inexistentes. Todas las elucubraciones que puedan hacerse acerca del rol de Bauer (Topher Grace) terminan reducidas a la nada: para ser uno de los hombres más poderosos del planeta, su personaje es demasiado tranquilo, bienintencionado y responsable. Tanto que resulta insoportablemente aburrido.


En lo que respecta a la historia en sí, esta es claramente mejor que la del episodio de Rachel, Jack y Ashley Too. El tono que sigue es uniforme a lo largo del episodio y la tensión que construye alrededor del secuestro es eficaz en ciertos momentos. Además, a diferencia del episodio anterior, este sí guarda una moraleja interesante sobre la adicción a las redes sociales y el daño que estas hacen a las relaciones sociales cotidianas. También es cierto que toma demasiado tiempo para transmitir su mensaje y la forma en la que lo hace está ya muy vista: conductor despistado mirando el móvil termina teniendo un accidente en el que termina muriendo su prometida. Este episodio bien podría servir como campaña para la DGT.


Las actuaciones son correctas, destacando Andrew Scott por encima del resto. Su personaje es el único que se desarrolla en la hora de metraje y eso se nota. Topher Grace, al que tuvimos la oportunidad de ver recientemente en la película Infiltrado en el KKKlan de Spike Lee y en la serie Love, Deaths & Robots, tiene un papel insignificante como CEO de Smithereens; podría decirse que es el mcguffin de esta historia y cuando por fin le llega su momento, decepciona. No está mal en su papel, es sólo que no tiene nada con lo que trabajar. El personaje de Billy Bauer podía haber sido mucho más que un simple hombro sobre el que el protagonista llora y un tanto de lo mismo podría decirse del de Damson Idris. La relación entre secuestrador y secuestrado es muy superficial y estereotipada: toda la tensión del principio termina diluyéndose y transformándose en amistad cuando se descubre el traumático pasado del secuestrador. Por supuesto el secuestrador nunca pretendió hacerle daño a nadie, es sólo que no tenía otro remedio. El problema no es tanto interpretativo como de falta de ideas con las que proponer una historia atractiva y novedosa. Lo que Brooker escribe ya se ha escrito numerosas veces y con mayor éxito.

En definitiva, lo que guardo de este episodio “Añicos” es el mensaje sobre la adicción a las redes sociales. Cada vez que recibimos un like o alguien que nos gusta nos envía una solicitud de amistad, sentimos dopamina y serotonina recorrer nuestro cerebro, la cual nos hace felices por un instante…hasta que ese sentimiento se desvanece y el ciclo se repite. Un bucle infinito sobre el cual se han levantado grandes corporaciones de nuestros tiempos como Facebook. Todo lo demás –la historia, los personajes y el desenlace– resulta demasiado repetitivo, aburrido y poco memorable como para justificar su excesiva duración.


5/10: UN LARGO ANUNCIO DE LA DGT


Arranco este análisis del episodio 3 de la nueva temporada de Black Mirror admitiendo que ni he visto todos los capítulos de la serie distópica creada por Charlie Brooker ni me considero un gran seguidor de la misma. Dicho esto, me disponía a darle una oportunidad a esta quinta temporada estrenada en Netflix, empezando por este "Rachel, Jack y Ashley Too", un episodio cuyo título ya de por sí me echaba para atrás: largo, carente de significado y simplón a más no poder. Lo que no me esperaba es que, lamentablemente, estas tres cualidades no sólo incumbían al título sino al episodio por completo. Protagonizado por Miley Cyrus y Angourie Rice, la trama gira alrededor de dos jóvenes: Ashley (Cyrus) es una estrella del pop bajo la constante tutela de su tía Catherine; mientras, Rachel (Rice) es una chica de familia humilde –y muy estereotipada– que acaba de mudarse a un nuevo barrio. Una tiene millones de seguidores, la otra no tiene ni un amigo en el instituto; una tiene un don para la música, a la otra le gustaría tenerlo. Son dos polos opuestos tanto por su tren de vida como por su personalidad pero el guionista y showrunner, Charlie Brooker, encontrará una forma de unir sus destinos.

Dejando de lado lo bochornoso que resulta el título, la trama empieza lo suficientemente bien como para darle un voto de confianza. De hecho, de su hora de duración, la mitad aproximadamente funciona; no es ninguna genialidad pero entretiene y muestra potencial. Porque, si algo tiene este episodio es potencial para ser mucho más de lo que termina siendo: en una sociedad en la cual la figura de la celebrity ha cobrado más importancia y repercusión mundial que nunca, donde personalidades como Jennifer Lopez, Cristiano Ronaldo o la propia Miley Cyrus influyen la vida de millones de personas, tenemos mucho que aprender sobre el autocontrol y la mesura. Mucha gente ha perdido el norte siguiendo a su ídolo, un ídolo cuyo estilo de vida está marcado por los lujos y los excesos de todo tipo. Cientos de miles de jóvenes crecen con esos ideales en la cabeza y quién los puede culpar. Al fin y al cabo, todos hemos soñado con vivir de lo que nos gusta, ya sea el fútbol, el cine, la música o cualquier otra disciplina deportiva u artística. Ultimamente ha surgido un nuevo tipo de celebridades, llamados “influencers”, gente que ha levantado un imperio publicando fotos en Instagram o tuits incendiarios. Del mundo digital han surgido muchas historias y mensajes importantes que transmitir al público, desde ambas perspectivas: la del fan enloquecido y la del famoso descontrolado y borracho de poder, que se cree casi inmortal.


No obstante, tras una introducción interesante y estereotipada a partes iguales, que cubre todos los tópicos habidos y por haber del cine: chica dulce acosada en el colegio, padre pasota, hermana emo, artista atrapada por su imagen y manager dictatorial que solo piensa en el dinero. Todos los personajes que ha creado Brooker son de plastón y ninguno de los dilemas emocionales que presenta llegan a resolverse. La relación entre la chica dulce y su hermana nunca se explora, como tampoco se exploran sus respectivos traumas por la prematura –y misteriosa– muerte de su madre; sabemos que la tía de Ashley es una loca, psicópata que está dispuesta a dejar en coma a su sobrina con tal de seguir sacando pasta, pero nunca nos explican el por qué de su aberrante comportamiento. Aquí o eres bueno o malo porque al guionista lo hemos pillado en un mal día y no quiere profundizar en los detalles.


Pero, aunque el desastre ya se mascaba, este no se materializó hasta pasado el ecuador del episodio. No fue hasta que a la loca de la tía se le fue definitivamente la cabeza, que la historia no se fue al garete. Black Mirror, esa serie que presumía de destapar el tarro de las esencias de nuestros miedos tecnológicos y se caracterizaba por una historia retorcida, plagada de humor negro y sátira social, tomó en este episodio la dirección más infantil y disneyficada posible. Las situaciones se volvían cada vez más ridículas y el comportamiento de los personajes era absurdo y estúpido en el mejor de los casos. De golpe y porrazo, Brooker dio al traste con las aspiraciones que pudiésemos tener, convirtiendo su serie en un show digno de las tardes de Disney Channel. La recta final con la hermana emo conduciendo como si de John Wick se tratase, acompañada de su correspondiente escena de infiltración que hace parecer a Un canguro superduro una película basada en hechos reales, da bastante vergüenza ajena.

Por supuesto, una vez derrotada la malvada tía de Miley Cyrus y ya liberada de sus garras –porque un personaje interpretado por una estrella del pop como ella no puede ser más que la buena de la historia–, todos viven felices y comen perdices. Un final muy bonito en el que la hermana emo y recluida se junta con la superestrella Ashley O para formar un grupo underground muy rebelde y por supuesto, exitoso. De la otra hermana, la supuesta “protagonista”, no sabemos mucho más: Brooker no tiene ningún interés en romperse la cabeza, así que termina igual que empezó. La pobre no ha resuelto ninguno de sus problemas, ni sociales ni de realización personal, pero tiene una Alexa malhablada con la que pasar el rato. Largo, innecesario pero sobretodo, desaprovechado episodio que da la razón a todos aquellos seguidores que llevan tiempo advirtiendo del bajón que ha pegado Black Mirror desde que Netflix la adquiriese.


3/10: RAQUEL, JUANITA Y LA MUÑECA HINCHABLE INTELIGENTE.