Cuando los límites de la realidad impiden nuestra visión; cuando las palabras no bastan para transmitir una emoción; cuando la inspiración despliega sus alas nacaradas y abandona el plano físico volando hacia nuevos horizontes de creatividad, entonces el arte se presenta ante nosotros como una suerte de epifanía. 


Todos somos esclavos del mundo que nos rodea, afectados por unas leyes atávicas que moldean nuestra percepción y la restringen a objetos concretos a los que damos nombre. Si os hablo de un cerdo, visualizaréis un animal orondo y rosado con un hocico prominente y una colita enroscada que hace ¡oink!, ¿verdad? No, no es que sea adivino, es que esa es la imagen que hemos aprendido cuando pensamos en cerdos —bueno, quizá alguien le ponga rostro humano— y así ocurre con todo lo que interactuamos en el camino de la vida. 



¿Sabías que los colores son ondas electromagnéticas a las que nuestro cerebro reacciona? La Tierra, el Universo y todo aquello que lo contempla no es más que una interpretación subjetiva vista desde las lentes de nuestros sentidos. Somos meros espectadores de la vida que proyecta la mente y la mayoría vivimos con los ojos vendados desde que nacemos hasta que morimos. Sin embargo, algunas almas bendecidas por los dioses logran quitarse esas vendas y abrir una rendija desde la cual observan un océano de realidades insólitas, de posibilidades infinitas; es el lugar de lo posible, donde la mente tiene el don de crear mundos nuevos. Estas mentes soñadoras, artistas todos ellos, son los auténticos visionarios, exploradores perceptivos que elevan —aunque por un instante sea— la existencia humana a los altares del Olimpo.

 

La animación es un arte ancestral que adopta cualquier forma que deseemos; si podemos imaginarlo, la animación puede hacerlo realidad. Guillermo del Toro dijo acertadamente que “la animación es para los espíritus no domesticados” y el Festival de Annecy los acoge a todos en la segunda semana de junio desde 1960. Esta encantadora villa, apodada la Venecia francesa por los preciosos canales que la recorren, es la capital de la Alta Saboya y está situada en un enclave de ensueño: al abrigo de los Alpes y bañada por un lago coqueto, sus coloridas callejuelas, aceras empedradas y generosa gastronomía hacen las delicias del visitante. Diríase de ella una ciudad de cuento de hadas, ideal para albergar un festival de estas características.


 

En esta su 48º edición, la organización del festival me ha concedido el inmenso honor y la responsabilidad de cubrirlo como parte de la prensa; una experiencia que jamás olvidaré y por la que estaré eternamente agradecido, tanto a la ciudad como al festival. Aunque un servidor jamás alcancé a quitarse la venda como hace un artista, mi curiosidad y afán periodístico me han llevado a entender mejor su proceso creativo, profundizando en la comunidad de la animación internacional como solo puede lograr el Festival de Annecy. 

 

A título personal, han sido unos días mágicos en los que he tenido la oportunidad de conocer a profesionales de distintas procedencias, siempre con una sonrisa en la cara y unidos por el lenguaje del alma. A pesar de un clima muy voluble, los ánimos jamás decayeron gracias a un ambiente de camaradería como pocas veces he visto. Cada proyección se inundaba de entusiasmo, respeto y amor por el cine; pero más allá de las películas, también va destinado a esos espíritus indómitos, como diría del Toro, en busca de abrir sus alas creativas y encontrar un hogar donde desarrollarse. El Festival de Annecy tiene tanto de certamen cinematográfico como de laboratorio de ideas donde se fraguan los proyectos del futuro y se forjan relaciones profesionales como humanas. 

 

Una parte de mí se queda por siempre en este entrañable festival, el cual se ha revelado como una parada obligatoria en mi peregrinaje cinéfilo. Alcanzar semejante nivel de sintonía con un público y una ciudad palpitantes de color, aún cuando el cielo plúmbeo pesaba sobre mis hombros, es una medicina que reconforta el corazón y aviva mi fuego interior. Más que un festival, es terapia que desintoxica de los ponzoñosos mensajes que vierten las redes sociales; un remanso de paz en el que atisbar, aunque sea fugazmente, ese lugar de posibilidades infinitas.

 

Dicho esto, pongo punto y final a una introducción más larga de lo habitual en la que he intentado transmitiros no con colores, pero sí con palabras, la impronta que ha dejado en mí esta 48º edición del Festival de cine de animación de Annecy que a continuación os desgranaré con sus mejores películas.

 

La plus précieuse des marchandises

 

Comenzamos este recorrido por lo mejor del festival con el nuevo título del cineasta francés Michel Hazanavicius, autor de la multipremiada The Artist (2011), quien se aventura por vez primera en el cine de animación con un desgarrador drama ambientado en la Francia ocupada por los nazis. 


Un cuento trágico, bellamente narrado por Jean-Louis Trintignant, que nos habla sobre el amor paternofilial a través del tiempo y las adversidades del período de la II Guerra Mundial. Su animación dura y austera en detalles no embelesará al público, pero tampoco lo pretende. El diseño de los personajes es huesudo, cadavérico, transmitiendo el dolor de aquella época sombría; algunas imágenes, las más pesadillescas, evocan a la serie negra de Goya o a El Grito de Munch.


 

La plus précieuse de marchandises es una experiencia audiovisual gratificante que prescinde de diálogos para potenciar en la fuerza dramática de sus imágenes, los gestos y miradas de los personajes. Un Hazanavicius más adulto y encorsetado, tanto en las formas como en el fondo, realiza un drama eficaz, aunque algo superficial, inspirado en obras como La vida es bella (1997), La decisión de Sophie (1982) o Josep (2020). 

 

Si bien no aporta demasiado a un género maduro y su relato suene demasiado a déjà vu, estamos ante la obra de un director con tablas que recoge un material más que digno y lo adapta con profesionalidad y respeto a la gran pantalla. Cine directo a las emociones.

 

The Imaginary

 

Studio Ponoc, la productora detrás de Mary y la flor de la bruja (2017), nos trae una ambiciosa cinta de aventuras centrada en una niña y su amigo imaginario Rudger. El veterano animador Yoshiyuke Momose dirige esta adaptación de la novela homónima de A.F. Harrold, un filme que bebe directamente del Studio Ghibli y se mueve en los códigos habituales del género.

 

La acción sigue a Rudger en su odisea por reencontrarse con Amanda, la niña que lo imaginó tiempo atrás en un momento de necesidad. Momose propone un viaje nostálgico para el adulto y una aventura colorida para el más pequeño de la casa. Cine efectivo, pero poco memorable, que no desarrolla todo el potencial de su premisa y termina cayendo en territorio conocido.


 

En manos de un director con una visión más vigorosa, el mundo de los imaginarios hubiera cobrado vida ante nuestros ojos; desgraciadamente, se instala demasiado pronto en los convencionalismos. Cuenta con alguna escena y personaje evocador, pero la mayoría del tiempo no se sale de la norma, incluidos Rudger y Amanda, demasiado insulsos para llevar el peso de la aventura. 

 

The Imaginary es un anime dulce e inocente con un corazón de oro y buenas ideas que no acaban de cuajar. A Ponoc y Momose les falta soñar a lo grande, tomando decisiones atrevidas que impulsen su proyecto lejos de la medianía. Por lo demás, una película entretenida y cumplidora que seguro hará las delicias del público infantil.

 

Sauvages

 

Después del rotundo éxito que obtuvo con La vida de calabacín (2016), tenía muchas expectativas puestas en el último trabajo del director suizo Claude Barras, una entrañable cinta de animación stop-motion que lleva el ecologismo por bandera. 

 

Ambientada en la selva de Borneo, Sauvages nos cuenta la historia de una niña en busca de sus raíces aborígenes, un viaje al que se sumarán una adorable cría de orangután y su primo Selaï, el cual ejerce de vínculo entre la cultura tribal y la civilización moderna en la que vive. Sobra decir que el stop-motion raya a un nivel superlativo; sin duda alguna, es una de las mejores experiencias audiovisuales del festival.

 

No obstante, más allá de una exquisita factura técnica, la película resulta decepcionante a causa de un guion muy trillado que nunca llega a profundizar en ninguno de los temas que aborda. Como cortometraje publicitario de Greenpeace tiene un pase, pero esperaba un discurso más esmerado e inspirador por parte de Barras. 



Sauvages tropieza con un mensaje ambientalista mil veces visto, terriblemente maniqueo y pueril, cuya narración cae pronto en la monotonía. Tampoco su variado elenco de personajes levanta la función: con decir que la cría de orangután es la más carismática del grupo, lo digo todo. Por otra parte, juega con las dinámicas paternofiliales, pero lo hace de una manera tan superficial que apenas consigue emocionar.

 

Vista de forma independiente tiene varios aciertos, sobretodo en lo referente a su fantástica animación y a un subtexto cargado de cariño hacia el medio ambiente que nos invita a reconectar con la naturaleza. Lamentablemente, Barras no logra encontrar la fuente de inspiración que le llevó a destacar por su anterior trabajo. 

 

Totto-Chan: The Little Girl at the Window

 

Ambientada en el Japón belicista previo a la II Guerra Mundial, este anime supuso una sorpresa agradable y emocionalmente agotadora, gracias a su bellísima historia de amistad y tolerancia que retrata su director y guionista Shinnosuke Yakuwa, autor de algunas aventuras de Doraemon. 

 

La película, que adapta el texto de Tetsuko Kuroyanagi, cuenta la historia de una niña curiosa y dicharachera que deberá luchar contra un entorno hostil por mantener su espíritu vivo. En su contra tendrá todo un sistema educativo, unas convenciones sociales estrictas y un país radicalizado en el que no encaja. Milagrosamente (o por acción del destino), la pequeña Totto-Chan encuentra una escuela que vela por ella, un remanso de paz donde poder desarrollarse en libertad.


 

Totto-Chan es un relato dulce e inocente que fomenta la tolerancia desde la más tierna infancia; una digna heredera de la mejor Disney. Yakuwa se sirve de las excéntricas andanzas y travesuras cotidianas de la protagonista para estrechar lazos entre ella y la audiencia. Su personaje llena la sala de alegría y buen humor en cada escena, embriagándonos con su carismática y arrolladora personalidad; el público estaba absolutamente entregado a ella.

 

En palabras del realizador, quien acudió a Annecy para presentar su obra, buscaba concienciar sobre los horrores de la guerra, mostrando su efecto devastador sobre la infancia al mismo tiempo que hacía un llamamiento al respeto. De esta forma, Yakuwa emparenta su película con obras maestras tales como La tumba de las luciérnagas (1988) o La infancia de Iván (1962), aunque de mucho menor calado y trascendencia que estas. 

 

Tal vez no ofrezca nada nuevo ni aporte una perspectiva original, pero Totto-Chan consigue transportarnos a un mundo donde la inocencia es el tesoro más preciado que tenemos y perderla es el acontecimiento más doloroso al que nos exponemos a lo largo de la vida.

 

Ultraman: Rising

 

El superhéroe tokusatsu por antonomasia regresa en esta nueva aventura animada dirigida por dos extrabajadores del querido estudio Laika, Shannon Tindle y John Aoshima, quienes reimaginan el mito creado en los años 60 por Eiji Tsuburaya para un público más amplio y por qué no decirlo, occidental.

 

El célebre personaje regresa a la gran pantalla después de que su última entrega, Shin Ultraman (2022), marcara un nuevo récord de recaudación en la veterana franquicia. Con este título, los realizadores buscan satisfacer al ultrafan a la vez que suman nuevos adeptos a la causa, un objetivo loable al que se aproximan con el respeto y el cariño que merece.

 

En esta ocasión, la propuesta ahonda en los vínculos paternofiliales del superhéroe, invirtiendo buena parte del metraje en desarrollar la relación a trío entre el Dr. Sato, su hijo y heredero, Kenji Sato, y un adorable bebé kaiju que se descubre como el corazón y alma de la historia. Tindle y Aoshima apuestan fuerte a la clásica y trillada evolución del niñato arrogante al héroe altruista; es en la ejecución y el acabado audiovisual donde destaca.


 

Como punto de entrada para el neófito, Ultraman: Rising cumple sobradamente su propósito. Es una cinta asequible, entretenida y poco exigente con el espectador. Tindle y Aoshima, ambos curtidos en el mundillo, compaginan comedia, drama y acción con oficio, pero no escapan de los parámetros archiconocidos del cine de superhéroes. La animación es agradable a la vista, pero carece del virtuosismo de las mejores producciones de casas consagradas como Dreamworks o Sony. por ver cómo se tomarán los fans la “americanización” de su ídolo nipón. Apropiación en tres, dos, uno…

 

El perfume de Irak

 

Termino esta primera parte sobre lo mejor del Festival de Annecy 2024 con esta rara avis que nos regala el cineasta Léonard Cohen, una obra de marcado espíritu documentalista que adapta el libro de Feurat Alani, un periodista francés de origen iraquí que rememora la vida de su padre desde su infancia hasta el convulso régimen de Saddam Hussein y la posterior Guerra de Irak. 

 

Un recorrido cargado de datos y acontecimientos clave que intentan arrojar luz sobre uno de los países que transformaron el mundo del siglo XXI. Narrada íntegramente en voz en off e ilustrada por un arte vanguardista-propagandista parco en detalles, pero de gran impacto psicológico, Cohen y Alani se centran casi exclusivamente en contarnos la Historia de Irak con hache mayúscula. 


 

Al contrario de Persépolis (2007) o Vals con Bashir (2008), que supieron equilibrar un poderoso mensaje político con la tragedia humana, Cohen inunda su película con un denso mar de fechas y personajes históricos dedicada al entusiasta de la geopolítica. El padre, lejos de jugar un papel fundamental en el relato, es un mero instrumento para avanzar la narración: es el común denominador de todo cuanto le ocurre al país, siempre analizado por su hijo. Esta rigidez impide que el drama fluya libremente, encorsetado por la visión de un Feurat Alani que se erige en dueño y señor de la función. Eché en falta alguna conversación que aportara matices, más voces aparte de la suya. 

 

A pesar de sus fallos, El perfume de Irak muestra una realidad desconocida por muchos, reveladora y por momentos, escalofriante, que apunta directamente a Occidente y más concretamente a EE.UU. como esa creadora de monstruos que aterrorizan el mundo libre; tengamos cuidado, porque el lobo vive dentro de nosotros.  

 

¡Habitantes del yermo, que el estruendo de vuestros motores resuene eterno en el Valhalla cinéfilo para dar la bienvenida al orquestador del caos, el mesías de la anarquía fílmica George Miller, quien nos honra con una nueva sinfonía de muerte y destrucción! Nueve tortuosos años después, el cineasta australiano nos bendice con otro baño de plomo y benceno inyectado en nuestras retinas por gracia de la pantalla mágica. Criaturas deleznables, yonkis de la adrenalina, acudamos raudos al templo audiovisual pues hoy es nuestro día, ¡hoy hacemos historia!


Llevábamos casi una década ansiosos por ver una continuación de la apoteósica Mad Max: Fury Road (2015), tanto que su advenimiento en la 77º edición del Festival de Cannes se esperaba como un chute de óxido nitroso. De esta forma, Miller aterrizó brioso en la Riviera francesa, dispuesto a arrasar con la alfombra roja alentado por las hordas que, entre vítores y aplausos, rugían a su son. Por si fuera poco, su llegada coincidía con la no menos anticipada Megalópolis de Francis Ford Coppola, dos proyectos de larga gestación destinados a provocar estupor; todo estaba dispuesto para un acontecimiento planetario.


 

La película narra la convulsa juventud de la kamikaze del volante, la gladiadora cromada e hija predilecta de la ciudadela Imperator Furiosa, que inmortalizara Charlize Theron en la anterior entrega, perpetuando la estirpe de las mujeres empoderadas del séptimo arte. La estrella sudafricana forjó un personaje de leyenda que cautivó al público ipso facto, el cual reclamó de forma unánime una aventura centrada en ella. Así se gestó Furiosa: de la saga Mad Max (2024), la quinta aventura de esta salvaje odisea sobre ruedas que cuenta con la cotizada Anya Taylor-Joy en el papel protagonista y con Chris Hemsworth interpretando al mezquino Dementus, un carismático y despiadado aspirante a caudillo del páramo. A esta poderosa dupla la acompañan actores secundarios como Tom Burke (Mank, The Crown), Angus Sampson o Alylah Browne. Además, Tom Holkenborg, alias Junkie XL, compone nuevamente la banda sonora y Simon Duggan (Hasta el último hombre, La Jungla 4.0) toma el relevo del oscarizado John Seale. Hechas las presentaciones, ¡arranquemos los motores!

 

El mito del 'hombre con nombre' del western carburado y recauchutado, Max Rockatansky, nació en la imaginación de un joven médico expuesto a los horrores de la carretera desde una temprana edad. Nacido y criado en la campiña australiana de Queensland, Miller sufrió la pérdida de varios amigos engullidos por el asfalto; años más tarde, trató cara a cara con la muerte como médico de urgencias en el Hospital de Sydney, una etapa que a la postre resultaría fundamental en su desarrollo profesional. Allí trabó amistad con el realizador Byron Kennedy, con quien produjo un puñado de cortometrajes antes de debutar con la celebérrima Mad Max (1979), un fenómeno de masas en su país natal tras el cual colgó la bata y el estetoscopio.

 

Desde entonces, Miller ha pisado a fondo y no ha vuelto a mirar atrás, firmando una de carrera impredecible. A la vista de su pintoresca filmografía, no es de extrañar que muchos lo tomen por un lunático: más allá del universo Mad Max, ha dirigido títulos tan dispares como El aceite de la vida (1992), Babe (1995) o Happy Feet (2006), película esta última que le valió su único Óscar hasta la fecha. Miller es un enigma, un ‘outsider’, un temerario que disfruta viviendo al borde del precipicio, jugándose su reputación en cada curva y experimentando con el lenguaje cinematográfico como hicieran sus referentes Buster Keaton o Harold Lloyd antes que él.


 

Furiosa es el último de una larga lista de inventos que lo han consagrado como uno de los visionarios más eclécticos de su generación. Lo más sensato hubiese sido ir sobre seguro, realizar una cinta continuista que satisficiera al aficionado y llenara los bolsillos del estudio, pero no, como diría ‘La voz’, él tenía que hacerlo a su manera. En un mundo converso a la religión marketiniana, marcado a fuego por el bienquedismo, por proyectos manufacturados y empaquetados con el inconfundible sello de la insignificancia, el talento de Miller brilla exultante como un Ferrari reluciente en un desguace. Si a eso le añadimos su edad, que no llega a la ochentena por un pelo de Lord Humungus, solo nos queda levantarnos y aplaudir; ¡ojalá que esa pasión fluyera como un torrente por cada uno de nosotros!

 

No estamos pues ante un ejercicio de nostalgia por parte de un director cabalgando hacia el ocaso. Como buen zorro viejo que es, Miller juega constantemente con el respetable, dando volantazos a nuestras expectativas, tomando el sentido opuesto a lo fácil; rehuyendo, en definitiva, cualquier despedida lacrimógena. Este no es un ‘greatest hits’, sino un álbum alternativo y juguetón con el que busca reinventarse. Una maniobra arriesgada que exige gran pericia y aún mayor ingenio, aunque si alguien puedo conseguirlo es él.

 

Cuando apuestas fuerte, puedes hacer saltar la banca o la banca puede hacerte saltar a ti por los aires; eso es, en pocas palabras, lo que le ocurre a Furiosa. En sus momentos más álgidos, roza con la yema de los dedos la grandeza de Fury Road, el resto del tiempo tan solo sueña con alcanzarla. En muchos sentidos, Miller toma aquí las decisiones opuestas: mientras aquel título encontraba belleza en la sencillez, esta se abarrota de ideas ambiciosas y escenarios grandilocuentes. 


 

Las comparaciones son odiosas, pero resultan inevitables. En este caso, Furiosa llevaba las de perder desde el inicio; dicho de otra manera, era una partida amañada. Esta quinta entrega es el resultado del motor creativo de un cineasta en continua efervescencia. Ante las críticas desaforadas que ha recibido, yo me pregunto qué hubiera ocurrido de haberse estrenado esta primero. Por si no lo sabíais, el germen de Furiosa ya rondaba la cabeza del director mucho antes de filmar Fury Road. No olvidemos que esta llegó para bombear sangre nueva en una franquicia moribunda tras el estreno de Mad Max 3: Más allá de la americanada (1985), un subproducto engendrado por la maquinaria marquetiniana de Hollywood que dilapidó la identidad gamberra de la franquicia; lo difícil no era salir del atolladero, sino encontrar su camino.

  

El principal problema es que la nueva fórmula está descompensada. Por mucho que lo intente, Miller no da en el clavo con su última alquimia. Un ejemplo de esto es la naturaleza episódica del guion, una licencia literaria que seguramente funcionara sobre el papel, pero que no se traslada con eficacia a la pantalla, provocando pequeñas arritmias que diluyen la epicidad y empujan la narración a golpe de elipsis.

 

En esta quinta entrega no existe un protagonista marcado, sino una plétora de personajes —la mayoría de ellos villanos— que comparten los minutos; una estructura muy en sintonía con la cinta original. La imagen que proyecta Miller no es la de heroína convencional, sino la de víctima reconvertida en vengadora; su desventura está a menudo capitaneada por Dementus e Inmortan Joe (Lachy Hulme), lo que recuerda más a una tragedia dickensiana como Oliver Twist que a un Lawrence de Arabia de alquitrán. De hecho, la historia cobra vida cuando los personajes exponen su vulnerabilidad, cuando Miller se permite el lujo de explorar la faceta humana de su universo decadente; algo novedoso en la saga, si no fuera porque que enseguida corta estas escenas para volver al frenesí.


 

Al principio comentaba que esta no era una secuela al uso, pero tampoco se desmarca lo suficiente como para hacer la diferencia. El australiano mantiene una lucha constante consigo mismo y con su obra: por un lado, debe encontrar la forma de superar el subidón de su predecesora; por otro, debe distinguirse de ella. Un dilema para el que Miller no encuentra otra salida que hipertrofiar el espectáculo, llevando el motor al límite de sus posibilidades y en última instancia, rompiéndolo. 

 

Reconozco con cierta vergüenza y sorpresa que en alguna ocasión estuve al borde del bostezo. La pregunta es: ¿era necesario un metraje tan abultado? Pocas historias necesitan tanto tiempo para contarse y la de Furiosa, lamentablemente, no es una de ellas. Miller asienta la película en los cánones de la venganza, rodeándola de estruendo y pomposidad para ocupar metraje. El papel de Inmortan Joe en la historia apenas se justifica, siendo el resultado de una imaginación agotada que recurre a algo conocido como punto de anclaje, como lugar seguro; volver sobre sus pasos no hace sino empequeñecer la mitología.

 

La cinta gana enteros en el pulso dramático que mantienen Dementus y Furiosa a lo largo del film. Aparte de la química que comparten Taylor-Joy y Hemsworth, los cuales se vuelcan por completo en la visión del director, sus personajes representan el anverso y el reverso de la misma tragedia, ganándose un hueco en la galería de ilustres proscritos del yermo. Taylor-Joy recoge el ardiente testigo de Theron en un registro inédito que defiende a ultranza, domesticando la pantalla y erigiéndose en la antiheroína imperturbable de una nueva generación; mientras, Hemsworth se desinhibe en un papel hecho a su medida, dibujando un villano excéntrico y sádico al cual dota de un humanismo retorcido, evitando así caer en la caricatura. Su tensión es la fuerza motriz que alimenta la historia y lleva la película en volandas.


 

Por otra parte, tanto el diseño de vestuario como el de los vehículos, el maquillaje o la puesta en escena siguen siendo tan delirantes como de costumbre. Aunque aquí estén más espaciadas, las persecuciones son igual de ágiles y vibrantes que en Fury Road —mención especial para la primera de ellas—. El único borrón en el apartado técnico son unos efectos digitales que destacan por lo negativo, lo cual traducido a la pantalla hace que la acción se vea deslucida. Si bien no me afectó durante el visionado, es evidente que carece de la fisicidad y el impacto de la anterior entrega. Un tanto de lo mismo le ocurre a la discreta banda sonora de Tom Holkenborg, el cual busca un sonido ambiental sin demasiado éxito; en general, le falta ímpetu a la música, no tiene lo que hace falta para ser épico.

 

En definitiva, Furiosa: de la saga Mad Max es un sólido blockbuster veraniego y una nueva demostración del virtuosismo audiovisual que George Miller mantiene a sus casi ochenta años. El reparto se entrega a fondo para que el espectáculo no flaquee y muchos de los elementos que hicieron grande a esta saga siguen ahí. Desgraciadamente, cuando se la compara con su predecesora, pierde en casi todas las facetas, a excepción de una mitología con la que jamás llega a comprometerse. 



Cuando la obra da el do de pecho —y creedme que lo hace—, volvemos a sentir el combustible corriendo por nuestras venas, dejándonos llevar por un director versado en los códigos del género. Sin embargo, es en la exploración de su ethos postapocalíptico que la película desfallece, indecisa entre continuar el legado o romper con lo establecido, termina ofreciendo lo mismo de siempre en ingentes cantidades. Tiene chispazos de genialidad, un villano carismático y una protagonista sugerente, pero finalmente toda esa novedad se ve arrastrada por el potente campo gravitatorio de Fury Road, reduciendo esta secuela a una historia de orígenes con esteroides. Aunque se vacíe en un último escorzo heroico y corajudo, modélico para sus camaradas apoltronados, el rugido del cineasta solitario no logra retumbar en los anales del páramo.


7/10: INOCENCIA CALCINADA.