Si eres lector habitual de este blog, sabrás que aquí valoramos el cine retro o lo que es lo mismo, somos unos pollavieja: los programas de mano, las butacas de tela roja y el aroma a mantequilla de las palomitas recién hechas. Así que, a modo de homenaje a aquellos tiempos de gloria, os traigo una doble sesión crítica con los dos estrenos más comentados de las últimas semanas que, curiosamente, comparten género. Estoy hablando de Devuélvemela y Weapons. Dos cintas de terror, la primera con el exquisito sello de A24 y la segunda con la promesa de entregarnos una experiencia nunca vista. ¿Habrán cumplido con las expectativas o se habrán estrellado contra el muro del hype marchito? ¡Seguid leyendo para descubrirlo!


 

DEVUELVEMELA 

 

El segundo largometraje de los Philippou, directores australianos otrora conocidos por su hiperbólico canal de Youtube RackaRacka de cortometrajes impactantes y aún más virales, nos cuenta la historia de dos hermanos que descubren un oscuro ritual en la casa de su nueva madre adoptiva. 

 

A lo largo de la historia del cine ha habido sonoros casos de grandes cineastas nacidos en la TV, talentos de la talla de Sam Peckinpah, Sidney Lumet o Robert Altman por citar algunos. Los Philippou aspiran a recoger ese testigo en la posmodernidad, inaugurando el fenómeno youtuber. Con su ópera prima, Talk to me (2022), dejaron claro que, además de ser unos amantes del cine de género, conocían los códigos al dedillo. Sin ser una película especialmente memorable, consiguieron darle un enfoque ligeramente distinto, creando una atmósfera de extrañeza lograda por momentos. Era un inicio prometedor.

 

Con DevuélvemelaBring her back en su título original— dan un paso de gigante en cuanto a presupuesto, elenco y factura técnica. Sin duda, A24 confía en ellos para que ofrezcan su mejor versión y logren un nuevo hito moderno del terror que inspire a las generaciones venideras. Al menos, eso es lo que intenta este ambicioso proyecto. Quizá demasiado por su propio bien.


 

Sally Hawkins interpreta a Laura, la madre adoptiva de Andy (Billy Barratt) y Piper (Sora Wong), quienes llegan a su apartado chalet en el bosque poco después de perder a su padre en una misteriosa muerte. Ambos lidian con los obstáculos de la adolescencia marcados por el trauma que los persigue: Piper es más alegre y despreocupada, una mente soñadora y optimista; mientras, Andy es más taciturno y desconfiado, forzado a madurar prematuramente, invierte su tiempo y energía en cultivar su físico. 

 

El principal problema de la nueva propuesta de los Philippou es que abre más frentes de los que puede abordar. Como película de terror es deficitaria, ya que no logra transmitir el delirio que atraviesan sus protagonistas, cada uno encerrado en una prisión mental, quedándose en lo aparente, la cotidianidad más superficial y anodina. Tampoco llega a ser una intriga ya que, si unes la línea de puntos entre el título y la presentación, puedes hacerte una idea de cómo se va a desarrollar.

 

En términos dramáticos, que es por donde los Philippou quieren tirar, el duelo por la pérdida es el eje central de un guion que no consigue explorar las aristas psicológicas de unos personajes seriamente dañados. La oportunidad está ahí —véase Andy, el hermano mayor, con un profundo conflicto interno—, pero esta se ve eclipsada por la muy manida y clásica historia del duelo patológico, el no saber dejar ir a alguien, perpetuando su recuerdo como un castigo autoinfligido. La cuestión no es tanto la falta de originalidad de los temas, sino la limitada visión que tienen los Philippou a la hora de contar lo mismo de una manera distinta.


 

Sally Hawkins acapara todas las miradas y la atención de los cineastas con una buena actuación que se pierde entre tanto histrionismo; Laura es un híbrido entre el Joker, Janis Joplin y una terapeuta de Reiki aficionada a los extravagantes tratamientos homeopáticos de Gwyneth Paltrow. Su personaje tiene un peso injustificable en la historia: no tiene nada que contar, su arco de personaje ocurre fuera de cámara, ¡su vida pertenece al pasado! Por contra, Piper y Andy sí que nos deberían importar, ellos aún tienen algo que decir. Desgraciadamente nunca lo hacen, porque quedan relegados a un segundo plano, simples marionetas dentro del plan maléfico de Laura —trágico desperdicio de personajes, si me preguntan—. 

 

Los vínculos emocionales son débiles en el mejor de los casos, mientras el espectador observa impasible cómo todo se derrumba previsiblemente. Para cuando esto ocurre no hay impacto, nada llega, más allá de algunas imágenes de violencia explícita que se sienten como un esfuerzo artificial por sobre compensar el déficit dramático. Laura es una villana Disney que carece de dimensiones desde la primera hasta la última escena, prisionera de un sueño desquiciante del que jamás nos hacen partícipes, más allá de unos flashbacks repetitivos. Los Philippou no consiguen que empaticemos con nadie, a menos que lo revienten físicamente, pero eso, amigos, es la salida fácil para un director inexperto, y ellos no lo son.

 

Si tan preocupados estaban por el drama humano, deberían haber aprovechado mejor el metraje para desarrollar un dilema moral que explotara en la conclusión. Algo que nos removiese por dentro…y no, no me refiero al gore, eso es confeti para quinceañeros que suben vídeo-reacciones a Tik Tok. Las grandes películas de terror construyen una base sólida sobre la que manipular emocionalmente al público, no malgastan el tiempo en repetir escenas y patrón de comportamiento. Incluso desprovista de la dimensión dramática necesaria, Bring her back tampoco consigue construir un tono truculento jugando con las imágenes, la iluminación o una banda sonora que cada vez se descuida más en el cine moderno.


 

Devuélvemela intenta jugar en la misma liga que Hereditary, pero donde aquella triunfaba, esta fracasa. No está a la altura ni en términos formales—la ambientación de la casa en el título de Ari Aster tiene más personalidad y juega mejor con la iluminación, los claroscuros y el espacio onírico— ni con su drama familiar basado en una relación maternofilial en la que nunca profundiza. Para que la tragedia importe, antes debes trabajar los personajes de forma que no se vean reducidos a maniquís parlanchines que solo sirven para avanzar la trama o dar asco, como el caso de Ollie, otro personaje echado a perder por el afán de atención de los Philippou, más preocupados por las visitas que recibe su víde…perdón, película, que por ahondar en las simas de sus personajes. Película gratuita, falta de ritmo en su segundo acto y precipitado en un desenlace epítome del anticlímax. Mucha cocción a fuego lento y al final se os acabó quemando el plato, Philippous.  

 

4/10: RITUS INTERRUPTUS 

 

WEAPONS 

 

Después de sorprender a propios y extraños con Barbarian (2022), el director y guionista Zach Cregger regresa al género que le vio nacer con Weapons o La hora de la desaparición, cinta que vuelve a mezclar tonos e influencias con un resultado dispar. En un pueblo del medio oeste americano, todos los niños de un aula, excepto uno, desaparecen misteriosamente a las 2:17 de la madrugada. Lo más extraño y perturbador del caso es que nadie los rapta, sino que ellos se fugan voluntariamente para adentrarse en la noche y no volver. ¿Qué puede haber motivado este comportamiento aberrante?

 

A veces es mejor desconocer el misterio que revelarlo y comprobar que no había nada interesante desde un principio. Algo parecido le ocurre a este filme plagado de buenas ideas y malas ejecuciones que, al igual que le ocurre al cine de Jordan Peele, cuenta con una gran sinopsis y un desarrollo lamentable. Sin duda alguna, nadie los gana a propuestas de ascensor: me los imagino ahí, encerrados con el productor fartón de turno que salta entre reuniones de negocio y acostumbra a fumarse un trocolo con la “visión” de un artista don nadie al que sus padres le cierran la puerta en Navidad por pesado y vendehumos, pero en cuanto ven a Peele y Cregger con su aura de maestros del género trilero, se entregan a sus brazos y les dan toda la pasta que piden. Aún no tengo claro si estos dos son en verdad directores de cine o supersoldados MK Ultra creados por el gobierno USA para obnubilar a los incrédulos comerciantes judíos de Hollywood...el tiempo lo dirá. 

 

El caso es que aquí cuenta con un excelente reparto entre los que destacan Julia Garner —Estela plateada en la reciente adaptación de Los 4 fantásticos— y el veterano de mil platós, Josh Brolin. La historia tiene una disposición particular, estructurada en capítulos donde nos cuentan la vida de distintos personajes del pueblo y cómo la desaparición de los críos les afecta, en mayor o menor medida. Ya de primeras se presenta un grave obstáculo narrativo, y es que hay que tener una destreza inusitada y un férreo control sobre el guion para que este no se vaya de madre. Para sorpresa de nadie, Cregger no está ni de lejos a ese nivel y se le nota especialmente una vez hechas las presentaciones. 


 

Apuesto que tú, el que me está leyendo, también has tenido una idea fantástica para una novela o un relato corto y has intentado trasladarla al papel, hasta que te das cuenta que esa fantástica idea hay que traducirla en cientos y cientos de páginas. Si te ha pasado, no te preocupes, no estás solo. Introducir una atmósfera y una premisa es relativamente sencillo, lo complicado es mantener la tensión mientras profundizas en la historia. Weapons empieza bien, muy bien diría, pero se estanca pasado el primer acto, deambulando en una nadería insulsa durante todo el nudo para desembocar en un final de lo más cliché.

 

La estructura episódica es una excusa de mal guionista que no sabe por dónde tirar. Como el caso de los niños desaparecidos encierra una complejidad dramática a la que no sabe enfrentarse, Cregger opta por rellenar metraje contándonos historias de infidelidades y adicciones varias —vaya, anécdotas de pueblo aleatorio de EE.UU., China o Albacete—. Luego te dirá que todo forma parte de una crítica al sistema, que la película es una llamada de atención, un intento por despertar el alma moribunda de una nación y bla bla bla. Será que Hollywood está plagado de anarquistas librepensadores con la cabeza bullendo de ideas y Cregger y Peele son la reencarnación de Bakunin y Proudhon con una envoltura de gafapasta hípster para enganchar a jóvenes influencers, claro que sí. 

 

Mi gran frustración con Weapons —y con el cine de género de los últimos años— es que todo resulta subjetivo e interpretable; te presenta temas, así en general y con la brocha más gorda que ha podido encontrar en el Leroy Merlin y tú te encargas de montar la película en tu cabeza. Algo así como un buffet libre de ideas: si te apetece mezclar espaguetis con ensalada de coles y un chuletón, siéntete libre, todo es posible en la indefinición. Basta una imagen de una empleada de correos fumándose un piti para elaborar una desaforada tesis sobre el papel del funcionariado y la maquinaria del Estado en las sociedades modernas…y si no te convence, es que no has entendido una mierda.


 

Lo que de verdad me pregunto después de ver la película es, ¿qué carajo me importa a mí la quimio de la Jenny, los sueños alucinógenos de Bob o la adicción al porno de Johnny, el policía bigotudo, en la escalofriante historia de diecisiete niños desaparecidos una misma noche? ¿Qué conexión hay entre la dieta hipercalórica de un chino director de escuela y estos niños? Para Zach “mente galaxia” Cregger, está claro que la hay, así que nos toca comernos más de una hora de historias secundarias hasta llegar al meollo; Weapons es la versión cinematográfica de un Far Cry donde tienes que hacer veintisiete millones de misiones de recadero antes de continuar la trama. 

 

Es verdad que cuando la historia por fin se pone interesante, Cregger muestra los colmillos, dejándonos alguna escena incómoda y creando una atmósfera desasosegante con la introducción del personaje de Gladys, la auténtica MVP del filme. El problema es que eso ocurre en la última media hora y, para entonces, lo más probable es que estés fuera de la película, pidiendo la hora o durmiendo. Cregger maneja muy mal la tensión dramática, rompiendo el ritmo con cada nuevo capítulo y creedme, no son pocos; ese reinicio constante, acompañado de una sensación de repetición de escenas, le hace mucho daño a una obra que, de haberse contado de una forma más clásica, como pedía, habría ganado enteros. 

 

He aquí la bestia negra del cine moderno: la necesidad de compensar las carencias de guion y de visión autoral agitando una coctelera de géneros y ver qué te sale. El cine coreano ha hecho muchos estragos en Hollywood, hasta el punto de que una cinta de terror ya no puede limitarse a provocar pánico, tiene que ser algo más. A esto pueden aspirar los cineastas del Olimpo, genios artísticos como David Lynch, Kubrick, Tarkovski o Bergman, no Zach Cregger, con todo el respeto. Estos directorcillos sin aspiraciones y llenos de ínfulas quieren empezar la carrera por el tejado y no funciona así: primero aprendes el oficio y con suerte, mucha suerte, la lotería genética te habrá bendecido con el talento de los elegidos. 


 

Weapons sigue la estela de Barbarian, juega a confundir, pero en el camino se pierde ella sola. En líneas generales, tiene buenas actuaciones y cuando se quiere poner inquietante, lo consigue, pero en lugar de seguir por ahí y llevarnos a un viaje de locura y desenfreno, nos obliga a seguir las andanzas de un cuarentón y su madre diabética como si esto fuera una versión de terror elevado de Magnolia de PTA y siento decirlo, pero no pagué la entrada para ver eso. Recuerda quién eres y lo que has hecho, Zach Cregger. Más humildad y trabajo duro.

 

4,5/10: MI NIÑO ME LO ROBARON, ANOCHE MIENTRAS DORMÍA…


Y con esto concluimos esta doble sesión crítica sin spoilers a los dos grandes baluartes del terror de 2025, Bring her back y Weapons. Como siempre digo, esta solo es una opinión de muchas, ni mejor ni peor que la vuestra y recordad que nada se comparará jamás con vuestra experiencia en la sala; todas son únicas e intransferibles. ¿Habéis visto alguna de estas dos películas? ¿Os gustaron? Contadme vuestra opinión en la caja de comentarios. ¡Hasta la próxima, replicantes!

Dicen que la Humanidad se compone más de muertos que de vivos, que construimos el mañana sobre los pilares que nuestros antepasados ayudaron a cimentar. Por lo tanto, mirar al futuro no es sino comprender el pasado, estudiarlo y respetarlo, pues todo lo que hoy damos por sentado fue alguna vez un misterio; nada es circunstancial. 


Fundada en 1919 por los arquitectos Walter Gropius y Mies van der Rohe bajo el lema “menos es más”, la Escuela Bauhaus de arquitectura cogió el testigo del modernismo para proyectar una visión urbanística que reuniera arte y funcionalidad con el fin de construir utopías. La obra de pioneros como Frank Lloyd Wright o Le Corbusier mostraban el camino a un grupo de jóvenes idealistas que soñaban con cambiar el mundo hasta que el mundo los cambió a ellos. 

 

La Bauhaus murió trágica y prematuramente en 1933, víctima del nazismo. Sus ideas revolucionarias fueron tachadas de “arte judío degenerado” y sobre ellos recayó toda la maquinaria del régimen —irónicamente, Gropius había combatido en la Gran Guerra con el bando alemán—. Así pues, una generación de artistas constructores quedó condenada al ostracismo. 


Una vez terminada la II Guerra Mundial, Europa era un gigante moribundo con el alma fracturada y unas profundas heridas sociales y materiales. El Viejo Continente sobrevivió, pero jamás volvió a ser el mismo. Sin embargo, de los escombros del pasado, germinó un hilo de esperanza alimentado por la difunta Bauhaus que serviría de argamasa para definir un futuro de reconstrucción. El destino no quiso que su legado cayera en el olvido... 


 

The Brutalist (2024) narra la epopeya individual del visionario arquitecto húngaro Laszló Tóth, quien huye de la Europa de posguerra para reconstruir su vida en los florecientes EE.UU. El filme está coescrito por Mona Fastvold y Brady Corbet, este último también en labores de dirección, y lo protagonizan Adrien Brody, Guy Pearce y Felicity Jones. 

 

A pesar de su corta trayectoria y juventud, el arizoniano Brady Corbet hace gala de un extenso currículum. Delante de la cámara, ha colaborado con autores europeos de la talla de Michael Haneke, Lars von Trier o Bertrand Bonello; tras ella, cuenta con dos interesantes títulos en su haber: La infancia de un líder (2015) y Vox Lux (2018). Un lustroso bagaje que culmina en este prodigioso ejercicio de cine, un proyecto tan ambicioso y mayúsculo que solo puede ser imaginado por un cineasta quimérico. Su abrumadora resonancia hace palidecer la mayoría de producciones contemporáneas, sino por su amplitud, por sus funestas implicaciones. 

 

Los astros cinematográficos me permitieron asistir al 69º certamen de la Semana de Cine de Valladolid para ver un pase especial de The Brutalist meses antes de su estreno. Una vivencia inolvidable, no solo por la película, sino por la compañía. Desde que la Seminci lo anunciase a bombo y platillo allá por octubre, mis amigos cinéfilos y yo, que por aquel entonces estábamos inmersos en el terrorífico éxtasis del Festival de Sitges, marcamos la cita en nuestros abarrotados calendarios: la matiné del 20 de octubre en el Teatro Calderón. 


No os voy a engañar: por aquel entonces, el año ya comenzaba a pesar sobre mis sufridos párpados, tratando de disimular sin éxito mi semblante desencajado. Las fuerzas flaqueaban, pero un magnetismo salvaje me atrajo ipso facto a esta película-evento, algo que iba más allá de los premios que había cosechado en el Festival de Venecia; llamadlo intangible o pálpito de curtido cinéfilo. Todo lo que rodeaba al proyecto de Corbet desprendía el aura de las obras magnas, aquellas escogidas para la grandeza. Cada uno viajamos desde un punto distinto de la geografía española, dispuestos a vaciarnos con tal de vivir una experiencia religiosa —en el nombre de los hermanos Lumière, Eisenstein y DeMille— y lo hicimos...vaya si lo hicimos. 

 

Éramos cinco amigos de cine: Jon de Amantes de Uyuni, Manu de Temporada de premios, Vele, Ignacio y un servidor. Todos, sin excepción, salimos extasiados aquella mañana de octubre. Pensaréis que es una mención gratuita, que me estoy marcando un farol. Al contrario, es la constatación de la brillantez de The Brutalist; solo las obras que marcan época son capaces de generar tal unanimidad en un grupo tan heterogéneo como el nuestro.

 

¿Por dónde empiezo a abordar semejante logro cinematográfico? Comenzaré por lo más evidente, lo primero que nota el espectador cuando se apagan las luces de la sala y se encienden las de la pantalla: su majestuoso apartado audiovisual. El director de fotografía Lol Crawley —con quien Corbet ya colaboró en sus anteriores proyectos— construye planos de una belleza indescriptible. Sorprenden las imágenes por su calado y su escala, dos dimensiones a las que el cine contemporáneo rara vez nos expone, mucho menos el de Hollywood, y que Crawley rescata en un intento desaforado por devolverle al cine el carácter mayestático que jamás debió perder. The Brutalist navega a contracorriente de las tendencias, practicando un lenguaje en desuso, como el sumerio o el etrusco. El significado y la autenticidad con la que Corbet insufla el relato bastarían para incluirla en la lista con lo mejor del año pero, de alguna forma macabra, Crawley se las apaña para añadirle capas de un esplendor estético insólito. Lo que algunos se atreven a catalogar de temeridad y otros de arrogancia, es justamente lo que la compara con los títulos de leyenda; el deseo fervoroso, casi suicida, por trascender.


 

El cine atraviesa una crisis de grandes visionarios, gente con la habilidad de traducir el lenguaje verbal en audiovisual, dejando que sean las imágenes y no las palabras las que revelen la verdad oculta detrás de la existencia humana; no se trata de contar algo nuevo, sino de hacerlo de una forma diferente, auténtica. Por esta razón nos emocionamos cuando jóvenes realizadores como Robert Eggers, Céline Sciamma o Alice Rohrwacher irrumpen con fuerza en la industria. Porque ellos nos devuelven la fe en el poder transformador del cine; y ahora, llega un nuevo sheriff a la ciudad llamado Brady Corbet. 

 

Yendo del maximalismo al minimalismo, Corbet saca a relucir las aplastantes contradicciones del sueño americano: la épica de una nación en auge industrial contrasta con la decadencia de una sociedad nacida de la miseria, inculta e inmoral, corrupta hasta la médula y esclava de sus vicios. Los monumentales parajes naturales desarman nuestros sentidos, al mismo tiempo que la naturaleza humana nos asfixia y oprime; The Brutalist encuentra belleza en la crueldad, grandeza en la intimidad.

 

No en vano, la valiente decisión de rodar íntegramente en Vistavision —formato que no se empleaba desde El rostro impenetrable (1961) de Marlon Brando— nos devuelve a una experiencia artesanal que el público vintage apreciará sobremanera. Era como volver a enamorarse por primera vez; el matrimonio perfecto entre imagen y palabra en 70 gloriosos milímetros.

 

La magnificencia de las imágenes contrasta con la poderosísima banda sonora de Daniel Blumberg. Una partitura excelsa con ecos al Hans Zimmer de Interstellar (2014) o Dunkerque (2017), a Johnny Greenwood y a clásicos como Bernard Herrmann. Una música rupturista, de gusto ecléctico y camaleónico que bebe de los maestros sin perder de vista la improvisación: Blumberg a menudo mezcla sus composiciones con efectos de sonido sacados de la escena como la bocina de un buque o la sintonía de una radio, yendo de lo prosaico a lo divino en un intento por aunar música diegética y extradiegética. Agarraos bien a vuestras butacas, porque os espera una explosión sonora de varios kilotones.


 

Además, como ocurre en todo drama de época que se precie, el filme cuenta con un extenso trabajo de documentación y recreación que deleitará a los amantes de la historia reciente. Los años 50 cobran vida ante nuestros ojos con un diseño de producción impecable a cargo de Judy Becker, artífice de obras de inmaculada distinción como Carol (2015), así como un vestuario e interiores elegantísimos.

 

Igual de magníficas son las interpretaciones, entre las que destaca un descomunal Adrien Brody en un papel que le viene como anillo al dedo. A través de Laszló Tóth, Brody vuelve a invocar el espíritu de Wladyslaw Szpilman en El pianista (2002), dos artistas brillantes que reman a contracorriente de sus tiempos. Aunque la odisea de Tóth comience de forma expansiva tras su llegada a América y la de Szpilman se limite al claustrofóbico gueto de Varsovia, ambos están expuestos a la erosión física y anímica de ser un paria en su propia tierra. The Brutalist explora los angostos recovecos de un edificio en ruinas llamado mente, pero lo hace desde una perspectiva humanista, no destructiva. Tóth está dañado, tal vez sin remedio, pero su ego y el amor que le profesa a su familia son el combustible que lo empujan a ver la luz de un nuevo día. Dividido entre su traumático pasado y una tenue ilusión de prosperidad, Laszló vive en una encrucijada, encerrado en una cárcel de oropeles y abusos constantes. Brody transmite los matices de un hombre herido en su orgullo; ni bueno ni malo ni todo lo contrario, simplemente Laszló. 

 

No obstante, ¿qué es un gran protagonista sin un séquito de secundarios que lo respalden? Brody cuenta con la inestimable ayuda de Guy Pearce y Felicity Jones para completar su retrato poliédrico. El primero interpreta a un hombrecillo sin pasión, pero con millones, el enigmático mecenas de turbio carisma que parasita el talento de Tóth para llenar su propia mediocridad. Pearce realiza un trabajo escalofriante, sugerente y calculador. Su personaje evoca al de Daniel Day-Lewis en Pozos de ambición (2007) —película y director, Paul Thomas Anderson, que inspiraron a Corbet—. Por otro lado, Felicity Jones tampoco le va a la zaga, componiendo un personaje igual de imponente: Erzsébet es frágil pero resiliente, armada con unas férreas convicciones y un intelecto que la mantienen a flote. Si él merece alzarse con su segunda estatuilla, Pearce y Jones no son para menos. 

 

Pero pasemos al guion de The Brutalist, donde reside buena parte de su arrolladora personalidad. En la pasada rueda de prensa del Festival de Venecia, Corbet profundizó en las razones que le empujaron a realizar una película sobre arquitectura —un subgénero que no se prodiga por tener grandes referentes precisamente—, reconociendo que fue fruto de una visión cuidadosamente esculpida durante años. Tanto él como su esposa han destinado buena parte de una década a desarrollar este sentido homenaje a una generación de arquitectos huérfana de éxitos. Laszló Tóth es la respuesta ficticia a un interrogante real: ¿qué ocurriría si uno de ellos hubiese escapado de las garras del nazismo para caer en las del consumismo? No me podrán negar que es una premisa seductora. Las ramificaciones de la propuesta llegan tan lejos como la fecunda imaginación de los guionistas, contraponiendo la suma de constructos, valores y creencias que enfrentas dos filosofías de vida opuestas. Nociones sobre la familia, la religión, la lucha de clases, las adicciones de la era moderna, el arte o el negocio pugnan en un eléctrico combate a cámara lenta que nos mantendrá ojipláticos durante casi cuatro horas; un intercambio de golpes implacable al más puro estilo Ali-Frazier. 


 

Corbet abre una línea de diálogo con el espectador y la mantiene tiempo después de haber abandonado la sala. En lo más profundo del relato encontramos la disyuntiva que ha forjado con hierro y vergüenzas candentes el devenir del siglo XX; un muro granítico que solo en la última década parece resquebrajarse. The Brutalist mira cara a cara a la pesadilla americana y le escupe sin miramientos, invitándonos a construir una alternativa en los tiempos de zozobra que vivimos. Las obras imperecederas tienen la osadía de plantear preguntas incómodas y la madurez necesaria para dejar que el público las resuelva.

 

El metraje está estructurado en partes que corresponden a distintas etapas en la vida del protagonista, con una obertura, un epílogo y un intermedio para diferenciarlas, como si de una ópera se tratase; una estructura narrativa que recuerda en muchos aspectos a la de su primer largometraje. Aunque pueda parecer un capricho del director, y en otros casos acertaríamos, nada más lejos de la realidad. Cada subdivisión obedece un propósito que, puesto en perspectiva, adquiere sentido. Vean el guion como una catedral compuesta por cámaras, que son capítulos, comunicadas entre sí por un hilo narrativo que muda conforme lo hace el carácter y el contexto de Laszló Tóth. Igual que juventud y vejez se observan con diferente mirada, la película también se adapta, sintiendo el paso del tiempo impactando en el celuloide. 

 

En cuanto a la duración, de unas tres horas y media sin contar el intermedio, no se siente en absoluto hipertrofiada o, dicho de otra manera, no cae en los excesos ni en la autoindulgencia tan habituales del actual sistema de Hollywood. El ritmo fluye con naturalidad, involucrando a la audiencia en la aventura de Tóth a través de la jauría americana. The Brutalist respira con ritmo cadencioso, recorriendo galerías de un lirismo trascendental, tan deslumbrante que emociona.

 

Brady Corbet se inspira en grandes arquitectos del cine como Coppola, Kazan, Paul Thomas Anderson, Cimino o Bertolucci para obrar el milagro de corte clásico y espíritu vanguardista que tanto ansiaban las salas de cine. The Brutalist es una hazaña desde su concepción hasta su producción, llevando la contraria a una industria empeñada en inmolarse creativamente. Con apenas $6 millones de presupuesto, la obra maestra de Corbet anuncia la llegada de un trasatlántico que zarpa de un pasado glorioso para sentar las bases de un futuro esperanzador en el que arte y funcionalidad vayan por fin de la mano. Así que háganse un favor y acudan en masa al cine de ayer, de hoy y de siempre. Acudan a ver The Brutalist.



10/10: EL MATERIAL DE LAS UTOPÍAS. 

Justin Kemp es un miembro respetable de la comunidad que lleva una vida apacible junto a su mujer embarazada. Un día lo llaman para formar parte del jurado en un sonado caso de asesinato que tiene en vilo a la opinión pública. Lo que se antoja como un juicio expeditivo, pronto se convertirá en una encrucijada moral cuando descubra que, con toda probabilidad, él sea el verdadero culpable.


A sus 94 años, Clint Eastwood se despide presumiblemente del cine con Jurado nº2, un sobrio drama judicial que cuenta con una premisa intrigante y un excelente reparto entre los que destacan Toni Collette, J.K. Simmons y Nicholas Hoult en el papel protagonista. La historia la escribe Jonathan Abrams, un desconocido entre estrellas, cuyo currículum cuenta tan solo con un papel de productor asociado en Plan de escape (2013) y el ya mencionado guion, que sigue la estela de otros títulos de impecable formalidad y gran moralidad como Matar a un ruiseñor (1962), Veredicto final (1982) o más notablemente, Doce hombres sin piedad (1957), donde el sistema se somete al escrutinio del espectador.


 

No me andaré con rodeos. Jurado nº2 es más aburrida que una carrera de piedras, tan insulsa como un pan sin sal, monótona como un museo de radiadores… ¿me explico? Quien esté familiarizado con la firma Eastwood, sabrá que siempre ha primado el fondo sobre la forma, el contenido por encima del estilo. Una filosofía austera que nos ha brindado obras de profundo significado y honestidad implacable. Estoy pensando en Mystic River (2003), Million Dollar Baby (2004), Sin perdón (1992) y por supuesto, su buque insignia, Gran Torino (2008). Esta última marcó un antes y un después en su carrera: ese tono íntimo, frío y crepuscular, envuelto en sombras, se convertiría en santo y seña del cineasta californiano. 

 

Aquellas películas, todas magistrales, tenían algo de lo que carece Jurado nº2: alma. Pero, Rick, ¿qué diablos significa eso? Pues veréis, Clint Eastwood es un tío chapado a la antigua. Para él, una película debe tener algo importante que decir, un mensaje robusto con el que destapar verdades ocultas, sirviendo a la ciudadanía por finalidad. En su vasta filmografía, ha tocado algunos de los temas más candentes como la pena de muerte, el racismo, la eutanasia, las relaciones extramaritales, etc. A Clint le gustan los melones y sabe abrirlos con destreza, moviéndose cual culebra en ese pantanoso terreno llamado ambigüedad. Sus películas son de lenta digestión, exigen múltiples visionados para atisbar todos los matices que rodean a los personajes; en pocas palabras, no te lo pone fácil. 

 

Su último filme comparte el mismo propósito. Alérgico a despedidas lacrimógenas, sigue siendo el mismo viejo, fuerte y formal de siempre. Transparente hasta atisbar su corazón, mantiene la misma urgencia que caracteriza su etapa final. En esta ocasión, tiende una mirada crítica sobre el precario sistema judicial estadounidense, temática que no le es ajena, con meritorias cintas como Medianoche en el jardín del bien y del mal (1997) o Ejecución inminente (1999). Jurado nº2 pretende jugar en esa liga, aireando las deficiencias de un sistema que navega a la deriva, dañado por la rampante corrupción política y la dejadez del justo. Sin embargo, carece de la garra necesaria para remover conciencias o invitar a la reflexión. El principal inconveniente radica en un guion anémico que no tiene mucho que decir, más allá de su planteamiento inicial, y que se limita a dar vueltas sobre sí mismo.


 

De hecho, el dilema, que no es otro que el sempiterno debate entre el deber y el interés personal, lo dinamita el propio guionista al inicio del segundo acto. Tras escuchar la reveladora conversación que mantienen los personajes de Hoult y Kiefer Sutherland en los compases iniciales del proceso, cualquier tensión dramática queda vista para sentencia. Eastwood aguanta la mascarada como puede, dejando que los minutos pasen sin dolor ni gloria, sabedor de que esta vez no ha logrado cogerle el pulso a las hirientes complejidades de la sociedad. Los personajes y las habitaciones cambian, pero las conversaciones son igual de estériles, sin rastro de inconformismo; ni un solo minuto pude evitar pensar que estaba hecha con el piloto automático, cuidando las formas, pero fracasando en el fondo. 

 

El Clint que me apasiona es aquel que clama contra la iniquidad de nuestros tiempos, haciendo que me revuelva en la butaca ante la aplastante realidad que me muestra. Ese Clint me emociona, me cabrea y a puñetazos de verdad, me obliga a abrir los ojos. Desgraciadamente, aquí no desenfunda su pluma, aunque no puedo echarle del todo la culpa. Al fin y al cabo, es un especialista transmisor del mensaje: si el guion acierta, él brilla sobremanera, sino desfallece sin remisión. Lo hemos visto en las poco memorables Más allá de la vida (2010), J. Edgar (2011), 15:17 Tren a París (2018) o Cry Macho (2021) y ahora vuelve a verse la fatiga de un director que otrora nos colmó con su arte. Quizá por eso cabría ser más juicioso, sino por su acierto, por el esfuerzo y el inevitable desgaste que supone mantenerse en la vanguardia de Hollywood durante más de cuatro décadas. 

 

En cuanto a lo técnico e interpretativo, no hay nada reseñable ni tampoco especialmente execrable. Nicholas Hoult y Toni Collette llevan la voz cantante de la función, con Chris Messina de secundario. Ellos representan la Santísima Trinidad de la justicia estadounidense: fiscal, jurado y abogado defensor. Los tres ejercen bien sus roles, sin alardes ni florituras, sosegados como corresponde a una cinta de esta naturaleza. El problema está en lo que dicen, o dejan de decir, no en cómo lo actúan. La mayoría de escenas —muchas de ellas repetidas, como los flashbacks o el lugar del crimen— añaden un total de cero al drama, lo que, sumado a una fotografía propia de segunda unidad y una banda sonora tan sencilla como insípida, hacen de Jurado nº2 una experiencia flácida, mortuoria.


 

En definitiva, Jurado nº2 no es ni buena ni mala, solo inocua. El relato sufre de fatiga crónica, sus personajes resultan escleróticos. Le falta rabia furibunda para poner el grito en el cielo, el coraje para justificar su existencia en un mundo asediado por la crueldad. Abrams se inspira manifiestamente en Doce hombres sin piedad (1957), pero no logra captar los incisivos diálogos o el potente mensaje que hacían del filme de Lumet una obra monumental. Y es que hace falta más, mucho más, para diseccionar un sistema tan endeble como la llama de una vela en medio de la tempestad.

 

Clint Eastwood no necesita el permiso de nadie para rodar una película. Ese derecho se lo otorga su extraordinario currículum, inalcanzable para nosotros, meros mortales. Solo por las tardes de gloria que me dio, volveré al cine cuando me lo pida. Incluso si no está a la altura de su leyenda, como en esta ocasión. Porque un hombre no siempre puede alcanzar al mito.

 

5/10: ¿JUSTICIA O VERDAD?