Justin Kemp es un miembro respetable de la comunidad que lleva una vida apacible junto a su mujer embarazada. Un día lo llaman para formar parte del jurado en un sonado caso de asesinato que tiene en vilo a la opinión pública. Lo que se antoja como un juicio expeditivo, pronto se convertirá en una encrucijada moral cuando descubra que, con toda probabilidad, él sea el verdadero culpable.


A sus 94 años, Clint Eastwood se despide presumiblemente del cine con Jurado nº2, un sobrio drama judicial que cuenta con una premisa intrigante y un excelente reparto entre los que destacan Toni Collette, J.K. Simmons y Nicholas Hoult en el papel protagonista. La historia la escribe Jonathan Abrams, un desconocido entre estrellas, cuyo currículum cuenta tan solo con un papel de productor asociado en Plan de escape (2013) y el ya mencionado guion, que sigue la estela de otros títulos de impecable formalidad y gran moralidad como Matar a un ruiseñor (1962), Veredicto final (1982) o más notablemente, Doce hombres sin piedad (1957), donde el sistema se somete al escrutinio del espectador.


 

No me andaré con rodeos. Jurado nº2 es más aburrida que una carrera de piedras, tan insulsa como un pan sin sal, monótona como un museo de radiadores… ¿me explico? Quien esté familiarizado con la firma Eastwood, sabrá que siempre ha primado el fondo sobre la forma, el contenido por encima del estilo. Una filosofía austera que nos ha brindado obras de profundo significado y honestidad implacable. Estoy pensando en Mystic River (2003), Million Dollar Baby (2004), Sin perdón (1992) y por supuesto, su buque insignia, Gran Torino (2008). Esta última marcó un antes y un después en su carrera: ese tono íntimo, frío y crepuscular, envuelto en sombras, se convertiría en santo y seña del cineasta californiano. 

 

Aquellas películas, todas magistrales, tenían algo de lo que carece Jurado nº2: alma. Pero, Rick, ¿qué diablos significa eso? Pues veréis, Clint Eastwood es un tío chapado a la antigua. Para él, una película debe tener algo importante que decir, un mensaje robusto con el que destapar verdades ocultas, sirviendo a la ciudadanía por finalidad. En su vasta filmografía, ha tocado algunos de los temas más candentes como la pena de muerte, el racismo, la eutanasia, las relaciones extramaritales, etc. A Clint le gustan los melones y sabe abrirlos con destreza, moviéndose cual culebra en ese pantanoso terreno llamado ambigüedad. Sus películas son de lenta digestión, exigen múltiples visionados para atisbar todos los matices que rodean a los personajes; en pocas palabras, no te lo pone fácil. 

 

Su último filme comparte el mismo propósito. Alérgico a despedidas lacrimógenas, sigue siendo el mismo viejo, fuerte y formal de siempre. Transparente hasta atisbar su corazón, mantiene la misma urgencia que caracteriza su etapa final. En esta ocasión, tiende una mirada crítica sobre el precario sistema judicial estadounidense, temática que no le es ajena, con meritorias cintas como Medianoche en el jardín del bien y del mal (1997) o Ejecución inminente (1999). Jurado nº2 pretende jugar en esa liga, aireando las deficiencias de un sistema que navega a la deriva, dañado por la rampante corrupción política y la dejadez del justo. Sin embargo, carece de la garra necesaria para remover conciencias o invitar a la reflexión. El principal inconveniente radica en un guion anémico que no tiene mucho que decir, más allá de su planteamiento inicial, y que se limita a dar vueltas sobre sí mismo.


 

De hecho, el dilema, que no es otro que el sempiterno debate entre el deber y el interés personal, lo dinamita el propio guionista al inicio del segundo acto. Tras escuchar la reveladora conversación que mantienen los personajes de Hoult y Kiefer Sutherland en los compases iniciales del proceso, cualquier tensión dramática queda vista para sentencia. Eastwood aguanta la mascarada como puede, dejando que los minutos pasen sin dolor ni gloria, sabedor de que esta vez no ha logrado cogerle el pulso a las hirientes complejidades de la sociedad. Los personajes y las habitaciones cambian, pero las conversaciones son igual de estériles, sin rastro de inconformismo; ni un solo minuto pude evitar pensar que estaba hecha con el piloto automático, cuidando las formas, pero fracasando en el fondo. 

 

El Clint que me apasiona es aquel que clama contra la iniquidad de nuestros tiempos, haciendo que me revuelva en la butaca ante la aplastante realidad que me muestra. Ese Clint me emociona, me cabrea y a puñetazos de verdad, me obliga a abrir los ojos. Desgraciadamente, aquí no desenfunda su pluma, aunque no puedo echarle del todo la culpa. Al fin y al cabo, es un especialista transmisor del mensaje: si el guion acierta, él brilla sobremanera, sino desfallece sin remisión. Lo hemos visto en las poco memorables Más allá de la vida (2010), J. Edgar (2011), 15:17 Tren a París (2018) o Cry Macho (2021) y ahora vuelve a verse la fatiga de un director que otrora nos colmó con su arte. Quizá por eso cabría ser más juicioso, sino por su acierto, por el esfuerzo y el inevitable desgaste que supone mantenerse en la vanguardia de Hollywood durante más de cuatro décadas. 

 

En cuanto a lo técnico e interpretativo, no hay nada reseñable ni tampoco especialmente execrable. Nicholas Hoult y Toni Collette llevan la voz cantante de la función, con Chris Messina de secundario. Ellos representan la Santísima Trinidad de la justicia estadounidense: fiscal, jurado y abogado defensor. Los tres ejercen bien sus roles, sin alardes ni florituras, sosegados como corresponde a una cinta de esta naturaleza. El problema está en lo que dicen, o dejan de decir, no en cómo lo actúan. La mayoría de escenas —muchas de ellas repetidas, como los flashbacks o el lugar del crimen— añaden un total de cero al drama, lo que, sumado a una fotografía propia de segunda unidad y una banda sonora tan sencilla como insípida, hacen de Jurado nº2 una experiencia flácida, mortuoria.


 

En definitiva, Jurado nº2 no es ni buena ni mala, solo inocua. El relato sufre de fatiga crónica, sus personajes resultan escleróticos. Le falta rabia furibunda para poner el grito en el cielo, el coraje para justificar su existencia en un mundo asediado por la crueldad. Abrams se inspira manifiestamente en Doce hombres sin piedad (1957), pero no logra captar los incisivos diálogos o el potente mensaje que hacían del filme de Lumet una obra monumental. Y es que hace falta más, mucho más, para diseccionar un sistema tan endeble como la llama de una vela en medio de la tempestad.

 

Clint Eastwood no necesita el permiso de nadie para rodar una película. Ese derecho se lo otorga su extraordinario currículum, inalcanzable para nosotros, meros mortales. Solo por las tardes de gloria que me dio, volveré al cine cuando me lo pida. Incluso si no está a la altura de su leyenda, como en esta ocasión. Porque un hombre no siempre puede alcanzar al mito.

 

5/10: ¿JUSTICIA O VERDAD?

¡Nuestros caminos se vuelven a cruzar, querido lector! Si te encuentras aquí, leyendo estas líneas, significa que a pesar del tiempo transcurrido no has perdido la fe en este blog, lo cual es un regalo para mí vista la crueldad con la que el “fast food” informativo trata a todo aquel que se toma un respiro. Confieso mi hartazgo con el medio. La ilusión se desgasta con los años, es ley de vida: tarde o temprano todos descubrimos lo que se esconde detrás del velo, que sueño y realidad rara vez van de la mano; quizá haya llegado el momento de pasar página, no lo sé. Afortunadamente, esto continúa siendo un hobby y los hobbies no deben perturbar el sueño.



El Joker que Todd Phillips mostrara al mundo hace ya cinco años también se sintió como un sueño febril, una sacudida desde dentro de la industria que devolvía al individuo al centro de la conversación —recuerdo con morriña aquel lejano visionado en una sala cuyo nombre he olvidado, mientras suena el maravilloso tema Seems like old times de Guy Lombardo—. Juntos, Phoenix y Phillips, que bien podría ser el pseudónimo de un dúo cómico, le hicieron una peineta al sistema de Hollywood, empleando uno de sus nombres más insignes como vehículo para contar la patética historia de un pobre diablo enfermizo vapuleado por una sociedad aún más enfermiza hasta convertirlo en un monstruo, como los clásicos de la Universal.

 

Aquel filme utilizaba con genialidad una marca reconocible para subvertir nuestras expectativas, acercándonos un demoledor relato sobre la enfermedad invisible representada en la triste figura de Arthur Fleck, que a la vez resultaba llamativa para la audiencia —admitámoslo, nadie hubiera pagado un céntimo por ver "Fleck: retrato de un perturbado"—. Influenciado por el cine oscuro y decadente de los setenta y más concretamente el de Martin Scorsese, Phillips había construido meticulosamente un caballo de Troya con el que dinamitar la pesada maquinaria del marketing, aunque las cosas no siempre salen como uno quiere. Su Joker era un puñetazo en el estómago, pero uno que el público supo encajar muy bien: recaudó más de $1,000 millones de dólares, convirtiéndose en la película para mayores de 18 años más taquillera de la historia, hasta que Deadpool & Wolverine (2024) le arrebatara el récord. 

 

El éxito del Joker supuso una sorpresa mayúscula para propios y extraños, catapultando la carrera de Todd Phillips a la estratosfera y valiéndole a Joaquin Phoenix la preciada estatuilla. Warner Bros. se moría por continuar la historia, pero ¿cómo? La idea de realizar una secuela de una obra suicida como esta era un sinsentido. ¡Diablos, qué digo sinsentido! Era una traición el espíritu de la cinta original; un proyecto sin pies ni cabeza abocado al desastre.

 

Por supuesto, como suele ser costumbre, los gerifaltes de Hollywood hicieron caso omiso. Más diestros en contar billetes que en entender los mensajes de sus producciones, se lanzaron de cabeza a la piscina proponiendo a Phillips una oferta no podría rechazar: $200 millones de dólares sobre la mesa y total libertad creativa. De repente, el director de Starsky & Hutch (2004), War Dogs (2016) o la trilogía de Resacón en Las Vegas podía hacer lo que quisiera.


 

Irónicamente, la idea para Joker: Folie à deux surgió de un sueño de su estrella protagonista, el cual soñó que estaba disfrazado de Joker cantando sobre un escenario. Así nació este extraño musical imbuido por la escenografía de Minnelli o Donen —incluso cuenta con una referencia a Los paraguas de Cherburgo (1964) de Jacques Demy—, sin abandonar el devastador drama psicológico schraderiano de la anterior entrega; la mezcla era cuanto menos arriesgada.

 

La historia se retoma justo donde lo dejó la anterior. Fleck vive recluido en la prisión de Arkham a la espera de su juicio por los atroces crímenes que cometió y por los que, con casi toda seguridad, será sentenciado a pena de muerte. Sedado y apaleado constantemente por los crueles carceleros, entre quienes destaca Jackie Sullivan (Brendan Gleeson), Fleck pasa los días ensimismado hasta que un día conoce a Lee (Lady Gaga) y se enamora locamente de ella; por fin ha encontrado una razón para vivir, alguien que lo quiera tal como es.

 

La premisa es un bofetón en la cara para los fans de los cómics que esperaban ver al Joker en su plenitud criminal. Por si no había quedado suficientemente claro, Phillips vuelve a subrayar que jamás tuvo ni la intención ni el interés en abordar la figura del supervillano de Batman, sino todo lo contrario. Como decía en la introducción, estas películas tratan de dar visibilidad a la enfermedad mental en un contexto social deshumanizado; por aquel entonces, la bestia era la ciudad de Gotham y ahora es la cárcel de Arkham. Mismo perro, distinto collar.


 

Los problemas de esta secuela surgen cuando no cuenta nada nuevo, cuando el personaje se estanca y cae preso de los tics de un actor enamorado de sí mismo, cuando tu única baza —el musical y la incorporación de una estrella como Gaga— la malgastas para repetir y regurgitar el mismo mensaje una y otra vez, como si de un manual para tontos se tratase. La historia da vueltas alrededor de su idea central, la soba y la desgasta hasta que queda igual que el protagonista, en los huesos; el discurso se repite como un disco rayado y el ritmo inevitablemente se resiente. A falta de un espectáculo estimulante, Phillips sube los decibelios de la humillación en un ejercicio de porno emocional. 

 

Por un lado, los dos escenarios principales de esta secuela, tanto la cárcel como el juzgado, palidecen en comparación a esa Gotham sórdida, opresiva y decadente que vimos en la original; un personaje vital en la odisea existencial de Arthur Fleck cuya ausencia sentimos sobremanera. Lo mismo puede decirse de la banda sonora de la compositora islandesa Hildur Guðnadóttir, cuyo oscarizado trabajo no tiene aquí una debida continuación. La música es ciertamente buena, pero no deja de ser una jukebox de greatest hits que funcionan desigualmente.

 

Joker: Folie à deux pedía una locura colectiva en la que sala, realizador y reparto fueran de la mano siguiendo el deterioro mental de un enfermo que ve su fantasía desmoronarse progresivamente, apoyándose en las infinitas posibilidades del musical para brindar un espectáculo vistoso y bombástico. Lo que desde luego no necesitaba era meter el dedo en la llaga, vejar aún más al ya vejado, ¿con qué fin? ¿Explotar el melodrama? ¿Vaciar nuestras lágrimas? Phillips saca aquí su versión más sádica, hace leña del árbol caído, recreándose en la flagelación de un personaje tocado y hundido y amenizándolo con canciones sobre un amor desfallecido. Cuesta encontrar en esta secuela un aliciente, ya que todo lo que muestra lo contó antes y mejor.



Ahí es donde entra el componente romántico con la siempre carismática Lady Gaga agitando la coctelera. La diva del pop, que siempre ha tenido especial apetencia por los freaks, lleva años demostrando sus dotes actorales y el Joker parecía ser el matrimonio perfecto. Phillips toma inspiración de su trabajo con Bradley Cooper en el remake de Ha nacido una estrella (2018) y aunque estoy seguro que en su cabeza encajaban todas las piezas, tienes que saber trasladar tu visión a los actores y que estos funcionen en pantalla.

 

Y es que si bien Phoenix y Gaga se bastan por separado, juntos no terminan de explotar su química por dos motivos: el primero es que Phillips apenas esboza su relación y como consecuencia, esta no termina de germinar en el espectador, casi como si fuera una mala excusa para verlos bailar juntos; el segundo es que el montaje apenas permite brillar a Gaga sino como una muleta de Phoenix. Ambos tienen sobrado talento para cargar con la película sobre sus espaldas, pero el guion los lleva siempre sobre raíles. Una buena secuela debería servir como complemento y ampliación de su predecesora, pero esta vive a su sombra, autorreferenciándose constantemente. Las imágenes y la dirección dejan relucir una apatía incremental con el transcurso del metraje.

 

¿Significa esto que Joker: Folie à deux es una mala película? No, ni mucho menos. Técnica e interpretativamente rinde a un gran nivel. Phillips sigue la misma partitura que le trajo éxito en 2019 con ligeras modificaciones así que, si te gustó aquella, no hay razón para que esta te desagrade —excepto si esperabas verlo peleándose con Batman—. Cuenta a su vez con algunos números notables, sobretodo aquellos que exploran los pensamientos de Arthur Fleck; es en su vida interior donde reside el auténtico potencial de la obra. Desafortunadamente, la frescura de estos momentos pronto se desvanece cuando volvemos al mundo real, a un juicio anémico que insiste en repasar los sucesos de la anterior película y a un drama carcelario tan sobado y churretoso como el pelo teñido del Joker. Phillips busca desesperadamente cogerle el pulso a la cinta pero, por más que lo intenta, ya estaba muerta antes de entrar en quirófano.


 

En definitiva, Joker: Folie à deux es víctima de las monstruosas expectativas de una hinchada ansiosa por ver algo que nunca fue y la presión de un estudio ávido de un nuevo éxito. Siento que nadie creyó nunca en este proyecto, sino que fue la consecuencia de un éxito inesperado. De alguna forma, la historia de Arthur Fleck refleja la de Todd Phillips: un tipo que alcanzó la cima por accidente y al que colgaron el cartel de estrella sin haberle escuchado realmente; ambos comparten la locura hollywoodiense. Una tragedia contada en dos partes que encuentra aquí su inevitable desenlace, el auge y caída de un hombre sin cariño devorado por una sociedad idólatra; mientras tanto, keep on smilin', querido lector.

 

6/10: EL ESPECTÁCULO DEBE CONTINUAR.

Memoir of a Snail 


El singular cineasta australiano Adam Elliot regresa al festival con otra historia de corazones rotos como Mary & Max (2009). Una secuela espiritual que narra las desventuras de dos hermanos mellizos, Grace y Gilbert, quienes sufren todas clase de adversidades en su infancia desde la prematura muerte de sus padres.


La animación stop-motion es un arte en sí mismo que Elliot domina a la perfección. Un artesano capaz de hacer lo inimaginable con recursos escasos, como ocurre con esta joya que iguala, sino supera, su ópera prima. Podemos considerarlo pues un autor con un sello muy personal, un alma cargada de aflicciones que transforma en imaginación una forma de terapia tan triste como deslumbrante y poderosa en pantalla. 


 

En esta oportunidad, vemos su mundo a través de los ojos de Grace Pudel, quien desempolva los recuerdos de su infancia y juventud: sectas religiosas, fetiches sexuales, abandono infantil, autodesprecio, trastornos mentales, filias y fobias extrañas…A modo de flashback, Grace nos cuenta las vicisitudes que rompieron su corazón en mil pedazos, también sus complejos y sus sueños tornados en pesadillas, pero más allá de la tragedia, el amor hacia su hermano siempre la mantienen a flote. 

 

Una dura y entrañable historia dickensiana sobre la aceptación de nuestras imperfecciones, el valor de la vida y encontrar cierta reconciliación con el pasado para afrontar un futuro azaroso. Todo ello con el amor fraternal como constante de una existencia a veces absurda, a veces penosa, pero siempre tuya. La faceta sardónica, cáustica y sórdida sale a relucir en múltiples ocasiones. Su irónico sentido del humor marida con una stop-motion vulnerable, la plastilina hecha dolor y reciclada en esperanza.

 

Pelikan Blue

 

De Australia cogemos un vuelo a la Hungría post-soviética para hablar de esta rareza que se cruzó en mi camino festivalero casi por casualidad. Entre poco y nada esperaba de esta Pelikan Blue —un tipo de papel carbón al que presta título—, una película documental que cuenta, por medio de cintas grabadas por los protagonistas, la increíble pero cierta historia de cómo unos jóvenes con ansias de descubrir Europa se embarcaron en una peligrosa empresa de falsificación de billetes de tren.

 

Comedia dramática similar a Mixed by Erry (2023) que nos lleva por rocambolescos senderos, algunos hilarantes y otros traumáticos, sobre un grupo de adolescentes que desean librarse del yugo soviético tras la caída del muro de Berlín. Película desenfadada, rebelde y juvenil, no exenta de reflexiones acerca de la búsqueda de libertad a pesar de tener todo un sistema en contra. 


 

El director y guionista László Csáki le hace una peineta a la censura y a la opresión política, desmontando tabúes a ritmo de Mötorhead y R.E.M. Una obra punk-rock muy refrescante, liberadora y llena de carcajadas que cuenta con un estilo de animación cartoon inspirado en Adult Swim y un tono noventero que hará las delicias de los nostálgicos.  

 

Angelo dans la forêt mistérieuse

 

Después de sorpendernos con el thriller de supervivencia extrema Hunted (2020), el historietista y realizador francés Vincent Paronnaud regresa a sus raíces de animación (Persépolis, Pollo con ciruelas) para contarnos una aventura infantil ligera y eléctrica, bienhumorada y un cuidado apartado audiovisual a cargo de los mejores animadores del país galo que recuerda a trabajos de Dreamworks o Universal.

 

La cinta sigue las ensoñaciones diurnas del pequeño Angelo, un joven amante del cine con una imaginación desbordante y mucho desparpajo. Su ambición por convertirse en héroe de acción se hará realidad cuando este se pierde en un bosque mágico de camino a la casa de su abuela. La premisa tiene suficiente gancho e ideas sugerentes para mantener nuestro interés durante los compases iniciales. Sin embargo, a falta de mayor profundidad, le falta dar un golpe de efecto que la reanime; materializar esos destellos de genialidad en algo concreto. 


 

La pluma de Paronnaud está especialmente inspirada a la hora de plasmar en la gran pantalla los pensamientos del pequeño Angelo, su particular y fascinante forma de entender el mundo que lo rodea: sus padres, su malvado hermano; la vida en el hogar y fuera de él cobra una dimensión apasionante. La película logró devolverme a esa edad en la que todo se vive como una aventura, hasta la más pequeña de las cosas tiene el potencial de cambiarte la vida cuando eres un renacuajo. El director se presta a la improvisación continua, observando cada escena con una mirada infantil que maravilla a nuestro niño interior.

 

Desgraciadamente, en cuanto escarbamos bajo la superficie de confeti y algodón de azúcar, Angelo dans la forêt mistérieuse no alcanza a cautivarnos de igual manera. Su corazón no está a la altura de su simpatía, un defecto que se hace más evidente a medida que la aventura deja paso al drama del tercer acto. Paronnaud no se siente cómodo manejando las emociones del protagonista, limitándose a un retrato superficial y monótono que perjudica la experiencia del público adulto. El desenlace resulta apresurado y decepcionante, tirando por la borda un material que otros estudios como Pixar hubiesen aprovechado sobremanera.

 

Flow

 

El cineasta austríaco Gints Zilbalodis se llevó un mar de aplausos con esta peculiar obra de animación generada por ordenador, que cuenta la odisea de un gato negro a través de un mundo místico heredado por los animales tras la enigmática desaparición de la raza humana. Una experiencia cinematográfica pura e inmersiva que prescinde de diálogos e incluso de trama para arrollarnos con la fuerza de sus imágenes. 

 

Lamento no compartir la euforia colectiva que ha despertado la película. Aunque admito que su propuesta es ciertamente original y aplaudo el atrevimiento de un director que rechaza las convenciones del cine comercial, Flow no llegó a deslumbrarme como prometía. Mi decepción se debe principalmente a un apartado visual que me generó un rechazo inmediato y en el que apenas se puede vislumbrar el talento del equipo artístico. Una película eminentemente sencilla que emplea una técnica demasiado digital, mecánica y artificial.

 

Aunque Flow se esfuerza en resultar exuberante, Zilbalodis impide que el trazo fluya libremente por la pantalla, sustituyendo el alma del artista por el frío algoritmo de ChatGPT. El austríaco sigue el camino emprendido por el Team ICO en videojuegos tales como Shadow of the Colossus, Journey o The Last Guardian —quien haya jugado a alguno de ellos sabrá de lo que hablo—, pero no logra el mismo efecto en la gran pantalla que en la TV de mi casa.


 

Al final, Zilbalodis peca de una valentía a medias, una inspiración por desarrollar y la promesa de continuar explorando vías alternativas de narrar historias. El gato negro, cuyo nombre desconocemos, resulta encantador desde el primer minuto; al igual forma que sus compañeros de viaje, los cuales dibujaron una sonrisa en mi rostro. Quizá al que esté leyendo estas líneas la animación logre seducirle y en ese caso, su experiencia será diametralmente opuesta a la mía. Lo bonito y a la vez arriesgado de Flow es que reivindica el audiovisual por encima de todo, no solo como forma primigenia de cine, sino como herramienta definitiva para atraer a un público deseoso de establecer un vínculo sensitivo-espiritual en la sala; en ese sentido, la aproximación sosegada y minimalista de Zilbalodis nos enseña que, a veces, regresar a los orígenes puede ser la respuesta a nuestra creciente obsesión por innovar.

 

The Colors Within

 

Tercera participación de la realizadora Naoko Yamada en el festival de Annecy, después de A Silent Voice (2016) y Liz and the Blue Bird (2018). En esta oportunidad, nos trae un enternecedora y vitalista relato sobre el color creativo que aflora en nuestra juventud y que la mayoría cercena llegada la edad adulta. 

 

La joven Totsuko tiene el don de ver el color de los demás, pero es incapaz de percibir el suyo propio, lo cual la siembra de inseguridades que a su vez son alimentadas por una estricta educación religiosa. Influida por el anime tradicional, Yamada inunda de color y alegría nuestra imaginación, invitándonos a romper las cadenas sociales que nos sumen en la rutina. Un canto desinhibido a la expresión artística, tan altruista y generoso que solo puede expresarse con el corazón. 


 

The Colors Within es el broche perfecto de este fantástico festival, una película delicada que derrocha optimismo en un momento en el que este brilla por su ausencia. La propia Yamada admitió —con la vergüenza característica del pueblo japonés— haberse basado en su experiencia personal para relatar los hechos acaecidos en la película. Más que una búsqueda cualquiera, esta es una persecución de la identidad a costa de los convencionalismos sociales, de las normas autoimpuestas y del inevitable sentimiento de culpa que surge cuando tu creatividad se enfrenta a la responsabilidad adulta.

 

Ghost Cat Anzu

 

La cortometrajista Yoko Kuno y el debutante en el anime, Nobuhiro Yamashita, se proponen adaptar el manga homónimo de Takashi Imashiro sobre una niña que debe afrontar sus sentimientos tras la trágica muerte de su madre. Los directores mezclan drama familiar y comedia escatológica en un contexto de mitología japonesa, eclécticos personajes y situaciones mágicas.

 

Aunque a priori la protagonista pueda parecer la niña, enseguida descubrimos que es el gato parlanchín Anzu quien lleva la voz cantante. Su diseño está muy trabajado, despierta simpatía y personalidad de inmediato —tanto que Kuno y Yamashita no dudaron en subir al escenario con uno de peluche—; es el aliciente que nos empuja a disfrutar de la experiencia. 


 

Reconozco que el visionado no se pareció a ningún otro del festival. Cuando creía haber calado su tono, Anzu daba un giro de 180º hacia lo inesperado; una montaña rusa de emociones y excentricidades de todo tipo. Lo bueno es que la historia está en constante reinvención, no se cansa de crear un nombre o un diseño nuevo que despierte nuestra imaginación. Lo malo es que no siempre acierta: de hecho, la mayoría de las veces fracasa estrepitosamente.

 

Si alguien hubiera fotografiado mi rostro durante la sesión, hubiera visto un gran interrogante sobre mi cabeza. Anzu no sabe qué quiere ser: demasiado infantil para tomarse en serio, pero no lo suficiente para catalogarla como una comedia al uso. Quiere ser una fábula al estilo de Ghibli con la riqueza audiovisual de un Satoshi Kon de Hacendado, un anime que intente enseñarnos a lidiar con la pérdida de un ser querido adentrándonos en un mundo de fantasía; sin embargo, también quiere hacernos reír con un humor muy pueril. El resultado es atropellado, confuso e irregular, como una mayonesa que no acaba de ligar: tiene los ingredientes, pero no el arte para combinarlos.



Aquí concluye este apasionante recorrido por lo mejor del Festival de Annecy 2024, un certamen que en lo personal me ha enamorado y en lo profesional me ha honrado sobremanera. Por último, pero no menos importante, quiero agradecerte, querido lector, tu seguimiento a este humilde blog; sin tu apoyo, nada de esto hubiera ocurrido. Desearía terminar con un clamor de indignación, un llamamiento a todos los que amáis fervorosamente el cine: ¡removed cielo y tierra en busca de ese alma gemela que alimente vuestro fuego artístico! 

Cuando los límites de la realidad impiden nuestra visión; cuando las palabras no bastan para transmitir una emoción; cuando la inspiración despliega sus alas nacaradas y abandona el plano físico volando hacia nuevos horizontes de creatividad, entonces el arte se presenta ante nosotros como una suerte de epifanía. 


Todos somos esclavos del mundo que nos rodea, afectados por unas leyes atávicas que moldean nuestra percepción y la restringen a objetos concretos a los que damos nombre. Si os hablo de un cerdo, visualizaréis un animal orondo y rosado con un hocico prominente y una colita enroscada que hace ¡oink!, ¿verdad? No, no es que sea adivino, es que esa es la imagen que hemos aprendido cuando pensamos en cerdos —bueno, quizá alguien le ponga rostro humano— y así ocurre con todo lo que interactuamos en el camino de la vida. 



¿Sabías que los colores son ondas electromagnéticas a las que nuestro cerebro reacciona? La Tierra, el Universo y todo aquello que lo contempla no es más que una interpretación subjetiva vista desde las lentes de nuestros sentidos. Somos meros espectadores de la vida que proyecta la mente y la mayoría vivimos con los ojos vendados desde que nacemos hasta que morimos. Sin embargo, algunas almas bendecidas por los dioses logran quitarse esas vendas y abrir una rendija desde la cual observan un océano de realidades insólitas, de posibilidades infinitas; es el lugar de lo posible, donde la mente tiene el don de crear mundos nuevos. Estas mentes soñadoras, artistas todos ellos, son los auténticos visionarios, exploradores perceptivos que elevan —aunque por un instante sea— la existencia humana a los altares del Olimpo.

 

La animación es un arte ancestral que adopta cualquier forma que deseemos; si podemos imaginarlo, la animación puede hacerlo realidad. Guillermo del Toro dijo acertadamente que “la animación es para los espíritus no domesticados” y el Festival de Annecy los acoge a todos en la segunda semana de junio desde 1960. Esta encantadora villa, apodada la Venecia francesa por los preciosos canales que la recorren, es la capital de la Alta Saboya y está situada en un enclave de ensueño: al abrigo de los Alpes y bañada por un lago coqueto, sus coloridas callejuelas, aceras empedradas y generosa gastronomía hacen las delicias del visitante. Diríase de ella una ciudad de cuento de hadas, ideal para albergar un festival de estas características.


 

En esta su 48º edición, la organización del festival me ha concedido el inmenso honor y la responsabilidad de cubrirlo como parte de la prensa; una experiencia que jamás olvidaré y por la que estaré eternamente agradecido, tanto a la ciudad como al festival. Aunque un servidor jamás alcancé a quitarse la venda como hace un artista, mi curiosidad y afán periodístico me han llevado a entender mejor su proceso creativo, profundizando en la comunidad de la animación internacional como solo puede lograr el Festival de Annecy. 

 

A título personal, han sido unos días mágicos en los que he tenido la oportunidad de conocer a profesionales de distintas procedencias, siempre con una sonrisa en la cara y unidos por el lenguaje del alma. A pesar de un clima muy voluble, los ánimos jamás decayeron gracias a un ambiente de camaradería como pocas veces he visto. Cada proyección se inundaba de entusiasmo, respeto y amor por el cine; pero más allá de las películas, también va destinado a esos espíritus indómitos, como diría del Toro, en busca de abrir sus alas creativas y encontrar un hogar donde desarrollarse. El Festival de Annecy tiene tanto de certamen cinematográfico como de laboratorio de ideas donde se fraguan los proyectos del futuro y se forjan relaciones profesionales como humanas. 

 

Una parte de mí se queda por siempre en este entrañable festival, el cual se ha revelado como una parada obligatoria en mi peregrinaje cinéfilo. Alcanzar semejante nivel de sintonía con un público y una ciudad palpitantes de color, aún cuando el cielo plúmbeo pesaba sobre mis hombros, es una medicina que reconforta el corazón y aviva mi fuego interior. Más que un festival, es terapia que desintoxica de los ponzoñosos mensajes que vierten las redes sociales; un remanso de paz en el que atisbar, aunque sea fugazmente, ese lugar de posibilidades infinitas.

 

Dicho esto, pongo punto y final a una introducción más larga de lo habitual en la que he intentado transmitiros no con colores, pero sí con palabras, la impronta que ha dejado en mí esta 48º edición del Festival de cine de animación de Annecy que a continuación os desgranaré con sus mejores películas.

 

La plus précieuse des marchandises

 

Comenzamos este recorrido por lo mejor del festival con el nuevo título del cineasta francés Michel Hazanavicius, autor de la multipremiada The Artist (2011), quien se aventura por vez primera en el cine de animación con un desgarrador drama ambientado en la Francia ocupada por los nazis. 


Un cuento trágico, bellamente narrado por Jean-Louis Trintignant, que nos habla sobre el amor paternofilial a través del tiempo y las adversidades del período de la II Guerra Mundial. Su animación dura y austera en detalles no embelesará al público, pero tampoco lo pretende. El diseño de los personajes es huesudo, cadavérico, transmitiendo el dolor de aquella época sombría; algunas imágenes, las más pesadillescas, evocan a la serie negra de Goya o a El Grito de Munch.


 

La plus précieuse de marchandises es una experiencia audiovisual gratificante que prescinde de diálogos para potenciar en la fuerza dramática de sus imágenes, los gestos y miradas de los personajes. Un Hazanavicius más adulto y encorsetado, tanto en las formas como en el fondo, realiza un drama eficaz, aunque algo superficial, inspirado en obras como La vida es bella (1997), La decisión de Sophie (1982) o Josep (2020). 

 

Si bien no aporta demasiado a un género maduro y su relato suene demasiado a déjà vu, estamos ante la obra de un director con tablas que recoge un material más que digno y lo adapta con profesionalidad y respeto a la gran pantalla. Cine directo a las emociones.

 

The Imaginary

 

Studio Ponoc, la productora detrás de Mary y la flor de la bruja (2017), nos trae una ambiciosa cinta de aventuras centrada en una niña y su amigo imaginario Rudger. El veterano animador Yoshiyuke Momose dirige esta adaptación de la novela homónima de A.F. Harrold, un filme que bebe directamente del Studio Ghibli y se mueve en los códigos habituales del género.

 

La acción sigue a Rudger en su odisea por reencontrarse con Amanda, la niña que lo imaginó tiempo atrás en un momento de necesidad. Momose propone un viaje nostálgico para el adulto y una aventura colorida para el más pequeño de la casa. Cine efectivo, pero poco memorable, que no desarrolla todo el potencial de su premisa y termina cayendo en territorio conocido.


 

En manos de un director con una visión más vigorosa, el mundo de los imaginarios hubiera cobrado vida ante nuestros ojos; desgraciadamente, se instala demasiado pronto en los convencionalismos. Cuenta con alguna escena y personaje evocador, pero la mayoría del tiempo no se sale de la norma, incluidos Rudger y Amanda, demasiado insulsos para llevar el peso de la aventura. 

 

The Imaginary es un anime dulce e inocente con un corazón de oro y buenas ideas que no acaban de cuajar. A Ponoc y Momose les falta soñar a lo grande, tomando decisiones atrevidas que impulsen su proyecto lejos de la medianía. Por lo demás, una película entretenida y cumplidora que seguro hará las delicias del público infantil.

 

Sauvages

 

Después del rotundo éxito que obtuvo con La vida de calabacín (2016), tenía muchas expectativas puestas en el último trabajo del director suizo Claude Barras, una entrañable cinta de animación stop-motion que lleva el ecologismo por bandera. 

 

Ambientada en la selva de Borneo, Sauvages nos cuenta la historia de una niña en busca de sus raíces aborígenes, un viaje al que se sumarán una adorable cría de orangután y su primo Selaï, el cual ejerce de vínculo entre la cultura tribal y la civilización moderna en la que vive. Sobra decir que el stop-motion raya a un nivel superlativo; sin duda alguna, es una de las mejores experiencias audiovisuales del festival.

 

No obstante, más allá de una exquisita factura técnica, la película resulta decepcionante a causa de un guion muy trillado que nunca llega a profundizar en ninguno de los temas que aborda. Como cortometraje publicitario de Greenpeace tiene un pase, pero esperaba un discurso más esmerado e inspirador por parte de Barras. 



Sauvages tropieza con un mensaje ambientalista mil veces visto, terriblemente maniqueo y pueril, cuya narración cae pronto en la monotonía. Tampoco su variado elenco de personajes levanta la función: con decir que la cría de orangután es la más carismática del grupo, lo digo todo. Por otra parte, juega con las dinámicas paternofiliales, pero lo hace de una manera tan superficial que apenas consigue emocionar.

 

Vista de forma independiente tiene varios aciertos, sobretodo en lo referente a su fantástica animación y a un subtexto cargado de cariño hacia el medio ambiente que nos invita a reconectar con la naturaleza. Lamentablemente, Barras no logra encontrar la fuente de inspiración que le llevó a destacar por su anterior trabajo. 

 

Totto-Chan: The Little Girl at the Window

 

Ambientada en el Japón belicista previo a la II Guerra Mundial, este anime supuso una sorpresa agradable y emocionalmente agotadora, gracias a su bellísima historia de amistad y tolerancia que retrata su director y guionista Shinnosuke Yakuwa, autor de algunas aventuras de Doraemon. 

 

La película, que adapta el texto de Tetsuko Kuroyanagi, cuenta la historia de una niña curiosa y dicharachera que deberá luchar contra un entorno hostil por mantener su espíritu vivo. En su contra tendrá todo un sistema educativo, unas convenciones sociales estrictas y un país radicalizado en el que no encaja. Milagrosamente (o por acción del destino), la pequeña Totto-Chan encuentra una escuela que vela por ella, un remanso de paz donde poder desarrollarse en libertad.


 

Totto-Chan es un relato dulce e inocente que fomenta la tolerancia desde la más tierna infancia; una digna heredera de la mejor Disney. Yakuwa se sirve de las excéntricas andanzas y travesuras cotidianas de la protagonista para estrechar lazos entre ella y la audiencia. Su personaje llena la sala de alegría y buen humor en cada escena, embriagándonos con su carismática y arrolladora personalidad; el público estaba absolutamente entregado a ella.

 

En palabras del realizador, quien acudió a Annecy para presentar su obra, buscaba concienciar sobre los horrores de la guerra, mostrando su efecto devastador sobre la infancia al mismo tiempo que hacía un llamamiento al respeto. De esta forma, Yakuwa emparenta su película con obras maestras tales como La tumba de las luciérnagas (1988) o La infancia de Iván (1962), aunque de mucho menor calado y trascendencia que estas. 

 

Tal vez no ofrezca nada nuevo ni aporte una perspectiva original, pero Totto-Chan consigue transportarnos a un mundo donde la inocencia es el tesoro más preciado que tenemos y perderla es el acontecimiento más doloroso al que nos exponemos a lo largo de la vida.

 

Ultraman: Rising

 

El superhéroe tokusatsu por antonomasia regresa en esta nueva aventura animada dirigida por dos extrabajadores del querido estudio Laika, Shannon Tindle y John Aoshima, quienes reimaginan el mito creado en los años 60 por Eiji Tsuburaya para un público más amplio y por qué no decirlo, occidental.

 

El célebre personaje regresa a la gran pantalla después de que su última entrega, Shin Ultraman (2022), marcara un nuevo récord de recaudación en la veterana franquicia. Con este título, los realizadores buscan satisfacer al ultrafan a la vez que suman nuevos adeptos a la causa, un objetivo loable al que se aproximan con el respeto y el cariño que merece.

 

En esta ocasión, la propuesta ahonda en los vínculos paternofiliales del superhéroe, invirtiendo buena parte del metraje en desarrollar la relación a trío entre el Dr. Sato, su hijo y heredero, Kenji Sato, y un adorable bebé kaiju que se descubre como el corazón y alma de la historia. Tindle y Aoshima apuestan fuerte a la clásica y trillada evolución del niñato arrogante al héroe altruista; es en la ejecución y el acabado audiovisual donde destaca.


 

Como punto de entrada para el neófito, Ultraman: Rising cumple sobradamente su propósito. Es una cinta asequible, entretenida y poco exigente con el espectador. Tindle y Aoshima, ambos curtidos en el mundillo, compaginan comedia, drama y acción con oficio, pero no escapan de los parámetros archiconocidos del cine de superhéroes. La animación es agradable a la vista, pero carece del virtuosismo de las mejores producciones de casas consagradas como Dreamworks o Sony. por ver cómo se tomarán los fans la “americanización” de su ídolo nipón. Apropiación en tres, dos, uno…

 

El perfume de Irak

 

Termino esta primera parte sobre lo mejor del Festival de Annecy 2024 con esta rara avis que nos regala el cineasta Léonard Cohen, una obra de marcado espíritu documentalista que adapta el libro de Feurat Alani, un periodista francés de origen iraquí que rememora la vida de su padre desde su infancia hasta el convulso régimen de Saddam Hussein y la posterior Guerra de Irak. 

 

Un recorrido cargado de datos y acontecimientos clave que intentan arrojar luz sobre uno de los países que transformaron el mundo del siglo XXI. Narrada íntegramente en voz en off e ilustrada por un arte vanguardista-propagandista parco en detalles, pero de gran impacto psicológico, Cohen y Alani se centran casi exclusivamente en contarnos la Historia de Irak con hache mayúscula. 


 

Al contrario de Persépolis (2007) o Vals con Bashir (2008), que supieron equilibrar un poderoso mensaje político con la tragedia humana, Cohen inunda su película con un denso mar de fechas y personajes históricos dedicada al entusiasta de la geopolítica. El padre, lejos de jugar un papel fundamental en el relato, es un mero instrumento para avanzar la narración: es el común denominador de todo cuanto le ocurre al país, siempre analizado por su hijo. Esta rigidez impide que el drama fluya libremente, encorsetado por la visión de un Feurat Alani que se erige en dueño y señor de la función. Eché en falta alguna conversación que aportara matices, más voces aparte de la suya. 

 

A pesar de sus fallos, El perfume de Irak muestra una realidad desconocida por muchos, reveladora y por momentos, escalofriante, que apunta directamente a Occidente y más concretamente a EE.UU. como esa creadora de monstruos que aterrorizan el mundo libre; tengamos cuidado, porque el lobo vive dentro de nosotros.