Todo toca a su fin. El mío, en el Festival de San Sebastián, ha llegado como un vendaval que derriba mis muros emocionales. Las últimas horas aquí son pasajeras de una exhalación melancólica, interrumpida por las ocasionales charlas cinéfilas y los bocadillos de fantasía culinaria. Ya abandoné mi base de operaciones, dejé las llaves sobre la mesa y cerré la puerta con un estruendo triste, incapaz de mirar atrás; de haberlo hecho, habría sufrido la puñalada mortal del recuerdo, intoxicando mis venas de aflicción.

 

Por unas horas me convierto en lo que siempre he sido, un vagabundo cinéfilo que busca un asilo de complicidad. Mochila al hombro, con actitud noctámbula y el cansancio a cuestas, me dirijo al penúltimo pase en el Teatro Principal, refugio de mis sueños malditos. Empleo el corto trayecto en hacer un balance fugaz de mi paso por el festival, con sus decepciones y alegrías, mis fobias y sensibilidades, y por supuesto, la comida; no hay nada como compartir mesa con amigos. Cuanto más mayor me hago, mejor me conozco. Para bien y para mal, mis gustos se definen más y mi capacidad para sorprenderme se difumina. Lo que antes era caos, ahora es certeza, orden, y eso encierra una espada de doble filo. Ciertamente, sufro menos los avatares del destino, cosa buena para un catastrofista. A cambio, los fotogramas de la vida pierden color, como una lata de una película antigua, desgastándose sin remedio. 


 

Combato mis lágrimas como siempre he hecho, riendo. Tengo tanto que agradecer que sería una frivolidad echarse a llorar, pero a veces el alma lo pide, igual que una planta pide agua. Llueve, una constante los últimos días. Parece que el tiempo y yo compartimos el mismo ánimo. Entre dudas y aroma a salitre, despedimos el verano, mientras el otoño anuncia la próxima estación, en un viaje continuo que apenas deja espacio para la reflexión. Suelo viajar ligero de equipaje, pero hoy me está costando. Vuelve la lágrima a combatir con la sonrisa, segundo round de una batalla infinita.

 

Entonces, un rayo de sol transgresor se cuela en mi ventana e ilumina mi razón. No importa lo mayor que me haga, pienso, porque la posibilidad siempre existe. En el cine, como en las despedidas, cada final abre la posibilidad a un principio. Y en los principios, vividos o imaginados, germina la juventud. 

 

 

El mago del Kremlin

 

El veterano cineasta francés Olivier Assayas firma este drama biográfico de claros tintes políticos, que intenta radiografiar la tumultuosa geopolítica actual a través de la pluma de Giuliano Da Empoli, autor de la novela en la que se basa. La historia sigue la vida de Vadim Baranov (Paul Dano), desde sus años jóvenes en la caótica Rusia postsoviética hasta la nueva Rusia de Putin (Jude Law); un recorrido extenso que ilustra las crisis más notables del país, así como la semilla de la guerra de Ucrania que aún perdura.

 

No hay nada más terrorífico en la solitaria vida de un cinéfilo que exponerse a una película kilométrica con la personalidad de un ladrillo, todo lo cual representa, en su forma más pura y repelente, El mago del Kremlin. Un absoluto disparate de película, tan desenfocada y perdida, que no sabe lo que quiere contar y mucho menos cómo contarlo. Assayas produce una matrioshka de narraciones enmarañadas que no responden a ninguna de las preguntas que le interesa al público. Por un lado, está la trama principal de Vadim Baranov, el supuesto “mago del Kremlin”, que además ejerce como narrador. Por otro, aparece el Putin de Jude Law, relegado a un frustrante papel secundario. Y finalmente, Jeffrey Wright, cuya función resulta difícil de descifrar, que también asume el rol de narrador y sirve de nexo para introducir al protagonista; buena suerte para darle un sentido a semejante galimatías. 


 

Si el cine es el arte de plasmar historias en imágenes, Assayas ha conseguido el dudoso honor de realizar anticine. El director no solo falla estrepitosamente a la hora de construir un relato verosímil o unos personajes fascinantes, sino que tampoco se preocupa por transmitir una atmósfera subyugante ni cuidar la ambientación; todo está hecho con el inconfundible sello de la vagancia. ¿Cómo va a interesarse el espectador en el material, cuando ni siquiera le interesa al director?

 

Pero Assayas no se conforma con firmar una película mediocre y carente de ambición, no, sino que quiere someternos a una extenuante tortura de dos horas y media de duración. Recién comienza la película y ya se ha dispersado, entre un tono íntimo y elegíaco, uno más analítico y otro que linda con el melodrama de pareja, incluida la aparición estelar de Alicia Vikander —presencia siempre bienvenida, pero prescindible—; mientras, yo grito para mis adentros: ¡por Dios, Assayas, céntrate! Una vez me he dado por vencido, intento divertirme, pero tampoco me lo permite. A pesar de que todos los personajes (rusos) hablan en un perfecto inglés académico, la dichosa película se empeña en tomarse en serio a sí misma, aunque no lo suficiente para aprovechar la única baza con la que cuenta: la extraordinaria interpretación de un Jude Law que desaparece tras la máscara de Vladimir Putin. ¡Ahí estaba la historia, Assayas! 

 

Deseoso por demostrarnos su evidente superioridad intelectual, Assayas arma un laberinto narrativo tan gratuito e innecesario, que él mismo termina perdiéndose; como el coyote y el correcaminos, persigue su inteligencia hasta estrellarse contra su estulticia. El mago del Kremlin es un insoportable egotrip wikipédico e hipertrofiado que se centra en los aspectos más irrelevantes y prescinde de sus escasos valores fílmicos. Malgasta metraje y lo que es peor, nuestro tiempo, en un panfleto kitsch, torpe e inconexo de la sociedad rusa; una suerte de Rusia contemporánea para “dummies”, solo apta para los ojos del yanqui más ignorante que zapea por las sórdidas profundidades del catálogo de Disney+. Para los demás: háganse un favor y ahórrensela.

 

3/10

 

Nouvelle Vague

 

Richard Linklater ha demostrado un talento natural a la hora de retratar dinámicas sociales a lo largo de su dilatada carrera. Ya sea la pandilla juvenil de Movida del 76 (1993), el profesor de escuela y sus alumnos en Escuela de Rock (2003) o la pareja más icónica del cine contemporáneo en la trilogía del amanecer, el tejano tiene un estilo característico, una voz propia que germinó en su amor por el cine, más concretamente, su amor por narradores europeos, como Rohmer o Truffaut, que situaban las relaciones humanas en el núcleo de sus películas. No sería extraño pensar, pues, que quisiera homenajear a su manera uno de los movimientos más importantes del cine europeo: la Nouvelle Vague.


 

Mucha gente siente una aversión casi patológica cuando escucha ese nombre, una reacción instintiva, que los lleva a rechazar todo el material que se encuadre en sus márgenes. Otra gente venera a las figuras más conocidas del movimiento, mitificándolos hasta niveles sorprendentes que coquetean con una pedantería insoportable. Como ocurre a menudo, la verdad se encuentra en un punto intermedio. Personalmente, no soy ningún admirador de la Nouvelle Vague: admito que supuso una ruptura cultural decisiva en los años 60, cuando Hollywood atravesaba una crisis de creatividad alarmante y el cine estaba ávido de experimentos de fondo y forma —algo parecido a lo que ocurre actualmente—, pero no conecto con algunos de sus autores totémicos. 

 

La buena noticia es que la última película-homenaje de Linklater, Nouvelle Vague, no abraza ningún extremo, sino que emplea la pasión artística, sea cual sea, como núcleo emocional para tender puentes de entendimiento. En un acto de ingenio y perspicacia, el realizador huye de cualquier atisbo de pretenciosidad para acercar este movimiento al gran público. Dicho de otra forma, la película retira el halo de misterio y presunción intelectualoide que muchos fetichistas le han otorgado a los Godard, Truffaut y compañía para mostrarlos como un grupo de amigos que solo querían expresarse; ¿y quién no puede empatizar con eso?

 

Mi mayor miedo es que los prejuicios y malos hábitos adquiridos perjudiquen una cinta cuya única ambición es entretener al espectador. Los diálogos se sienten frescos, las relaciones genuinas y la película, acompasada al ritmo del jazz y un blanco y negro parisino suntuoso, no decae en ningún momento. El carácter ligero y desenfadado de la pluma de Linklater se hace notar a lo largo del metraje, cimentado sobre un reparto que desaparece en sus personajes y una premisa tan curiosa como divertida: Jean-Luc Godard, el protagonista de la acción, observa ansioso cómo sus amigos François y Claude (Chabrol) triunfan con su arte, mientras él sigue, ofuscado, sin rodar su ópera prima…hasta que un día decide lanzarse. La trama sigue las increíbles peripecias del equipo de rodaje, anécdotas y conversaciones entrañables mediante, que abren una ventana de empatía a este extraño y loco grupo de artistas.


 

Nouvelle Vague es un viento huracanado de libertad creativa, la mano amiga que necesita la mente soñadora para romper las cadenas del miedo y echar a volar. Si en algo acierta este filme es en callar todas esas voces que juzgan a los demás y los disuaden de crear, achacándolo a una presunta falta de talento, de experiencia, o ambas; Linklater se opone a este clasismo cultural y nos dice, con un lenguaje ameno y llano, que seamos nosotros mismos. Porque no hay nada que enriquezca más el arte que las personalidades únicas que escapan de la tiranía de la homogeneidad.  

 

7/10


Urchin

 

Mike (Frank Dillane) es un joven desempleado y sin hogar que deambula por las calles londinenses, luchando con sus demonios y con las adicciones que lo han llevado a la indigencia. Sus días son tan oscuros como sus noches; una existencia lóbrega y deprimente de la que no sabe —o no puede— escapar. Por el camino, Mike conocerá amigos y le surgirán oportunidades para empezar de cero, pero para conseguirlo, antes deberá hacer las paces consigo mismo.

 

Esta es la propuesta de Urchin, un drama social inspirado en el realismo sucio de Sean Baker y la implacable escritura de Charles Bukowski, que marca la primera incursión de Harris Dickinson como director y guionista. El británico, más conocido por su faceta actoral en El triángulo de la tristeza (2022) o la reciente Babygirl (2024), donde se medía frente a frente con la imponente Nicole Kidman, realiza un estudio de personaje cáustico y desolador, con reminiscencias generacionales que evocan a Trainspotting (1996), aunque sin el pulso pop-frenético de Danny Boyle. 


 

Desde luego, Dickinson no tiene mal gusto a la hora de elegir sus influencias que, por otra parte, son más que evidentes. Es inevitable que un director novel beba, directa o indirectamente, de otra fuente para buscar inspiración; todos lo han hecho y algunos, incluso, hicieron de ello su lema. Alguien dijo una vez “roba como un artista”, sugiriendo que la originalidad pura es un mito y, por lo tanto, pretender alcanzar es una quimera. Al fin y al cabo, el estilo propio se desarrolla con el tiempo y la experimentación, dos elementos clave en el crecimiento de un cineasta prometedor como Dickinson. 

 

Por más que lo intenta, Urchin no escapa a sus referentes y tampoco tiene un elemento que merezca una mención especial. La dirección está llevada con oficio, pero sin pericia, como si tuviera siempre un ojo puesto en el manual; por otro lado, el relato cae multitud de veces en el estereotipo del hombre derrotado por sus circunstancias, un tema muy manido al que Dickinson no se enfrenta con la valentía necesaria para dejar su impronta. El desarrollo se siente algo forzado, miseria sin contexto, drama sin emoción; intenta hallar verdad, pero no se cree del todo lo que dice. Formalmente, tiene destellos de buen cine que invitan al optimismo. Esto es lo más destacable de una cinta que, por lo demás, no será recordada como una de las mejores o más renovadoras del género, pero que puede dar pie a una carrera notable. Más allá de sus referencias y guiños, esta interesante ópera prima deja entrever madera de autor, uno comprometido con el lenguaje audiovisual; brotes verdes que ojalá reverdezcan y crezcan hasta convertirse en una realidad. 

 

6/10

 

Franz

 

La laureada cineasta polaca Agnieszka Holland se zambulle en la intricada mente del escritor Franz Kafka en su último filme, Franz —no confundir con la película de similar título, dirigida por François Ozon—. Esta no es la primera vez que el cine trata la inasible figura del literato: en 1991, Sodebergh hizo una adaptación fantasiosa con Jeremy Irons de protagonista; más recientemente, en 2024, pasó sin pena ni gloria un melodrama alemán titulado La grandeza de la vida. Además, su alienante estilo surrealista ha permeado en el poderoso imaginario de cineastas como David Lynch o Roman Polanski, entre otros.

 

Un compañero, cinéfilo anónimo, de los muchos que uno se cruza por las calles donostiarras me dijo y parafraseo: «cuando un realizador respetado, como Holland, no estrena en Cannes o en Venecia, es que su película no es tan buena». Hay algo de verdad en su comentario. Todos, sin importar lo ascetas que nos creamos, codiciamos los mismos premios; sin ir más lejos, su anterior título, Green Border (2023), obtuvo el premio especial del jurado en el Festival de Venecia. La polaca, por supuesto, no es ajena a las grandes galas: ha competido en múltiples ocasiones por los Oscar, los BAFTA o los Emmy, entre otros galardones. 


 

A sus 76 años, puede decir orgullosa que ha conquistado muchas de sus metas y eso, artísticamente hablando, puede ser liberador o mortífero, dependiendo de su personalidad. Más aún cuando se enfrenta a un material tan complejo de adaptar como la tortuosa vida de uno de los autores más influyentes y enigmáticos del siglo XX. El resultado es tan irregular como la filmografía de la cineasta.

 

Por muchas vueltas que le doy, hay algo que no consigo descifrar de esta película; no tengo claro que me haya gustado, pero tampoco puedo asegurar lo contrario. Mis expectativas con esta película eran bajas: lo más seguro, pensaba, es que Holland se limitara a los códigos del biopic convencional, un relato sintetizado de su vida destinado a satisfacer a un público general. Sin embargo, en un acto de osadía admirable, la directora opta por el camino difícil, rechazando el manual a las primeras de cambio, para entregarnos un título con un extraño aura de fascinación. Franz no siempre funciona, es más, diría que yerra el tiro en muchas de sus ideas, pero lo hace con una actitud suicida y denodada que no puedo dejar de aplaudir. 

 

La historia nos presenta a un Kafka adulto, que se debate entre su prometedora carrera laboral, las exigencias de su despótico padre y una mente incontrolable que es, a la vez, su gran fuente de inspiración y su mayor pesadilla. Este es el punto de partida de un delirante viaje cinematográfico, tan caótico y deslavazado como sugerente y estimulante, que no deja de mutar en sus dos horas de duración. La película alterna distintas líneas temporales, capaz de saltar de su infancia a la actualidad sin inmutarse, con la clara intención de sumirnos en la desordenada percepción del autor bohemio. Holland se resiste a poner el piloto automático, incomodando, confundiendo, y en última instancia, desafiando al espectador, lo cual es bueno; nada hay más insatisfactorio que una película que ni siquiera lo intenta. 


 

El problema es que, a pesar de sus continuados esfuerzos por descolocarnos —o precisamente a causa de ello—, no alcanzo a conectar con nada de lo que me cuenta: sus personajes y vicisitudes me resultan distantes. Es como ver un jarrón a través de una cortina: adviertes las formas y las curvaturas generales, pero se te escapan los detalles. Holland se distancia tanto de los cánones clásicos del género, que olvida que están ahí por algún motivo; dotar al conjunto de cierta coherencia y uniformidad. La película se pasa de frenada, no encuentra un tono al que aferrarse, no hay hilo conductor que sirva de nexo emocional para acercarnos la figura de Franz Kafka. 

 

Tal vez esa no fuera nunca su intención. Tal vez la directora quisiera romper con las normas establecidas, pero para hacerlo, tienes que establecer otras, cosa que no hace. Al final, Franz es un gazpacho sabroso, pero pedestre, cuyo gran mérito es no ceñirse a ningún patrón autoimpuesto. Para bien y para mal, es una película libre que tiende una mirada analítica y cerebral sobre una de esas figuras que tal vez nadie pueda nunca descifrar.

 

6,5/10

 

Sentimental Value

 

Las hermanas Nora y Agnes se reencuentran con el pasado cuando su padre, un reputado cineasta en el ocaso de su carrera, decide emprender su proyecto más personal hasta la fecha. Esta es la sinopsis más sencilla que os puedo contar de una película tan profunda como Sentimental Value de Joachim Trier, hijo intelectual de Bergman, que aquí se le acerca más que nunca. 

 

Este gélido drama retrata, con honestidad catártica, los vínculos afectivos en el seno de una familia noruega acomodada. Trier canaliza la naturaleza introspectiva del incisivo drama bergmaniano, con el enfoque íntimo y hogareño de su puesta en escena, para dotar a su película de una personalidad vintage que se siente, a la vez, como la evolución lógica de un cineasta singular que ha alcanzado la madurez. Un relato sobrio y sesudo construido a partir de la psicología de sus personajes y su interrelación. Trier explora con el detenimiento y la elegancia característicos del cine nórdico —que, en ocasiones, se confunde con frialdad emocional—, la pesada carga de la herencia familiar, las heridas ocultas sin cicatrizar y las palabras que jamás se dicen padres e hijos obstinados; un “te quiero” o una disculpa a tiempo pueden evitar muchos quebraderos de cabeza en el futuro.


 

El dúo Reinsve-Trier irrumpió con fuerza en La peor persona del mundo (2021), una película notable que nos introdujo a una actriz carismática, de belleza frágil y lacónica, deudora de Liv Ullman. Igual que ella fue la musa de Bergman, Reinsve lo es de Trier… ¿coincidencia o paralelismo? Lo cierto es que con Sentimental Value, cimetan su colaboración y se erigen como una de las duplas más interesantes del panorama europeo. Además, en esta ocasión, se rodean de actores de talla internacional como Stellan Skarsgård o Elle Fanning y la refrescante aparición de una desconocida Inga Ibsdotter Lilleaas.

 

Todas las piezas de este rompecabezas psicológico van encajando cuidadosamente conforme avanza su extenso, que no inflado, metraje. Hace falta maestría y autocontrol para transmitir emociones a través de silencios, miradas y conversaciones agudas durante más dos horas, sin caer en el espectáculo lacrimógeno. Si tuviera que reprocharle algo es su incapacidad para conmoverme, pero sería injusto castigarla por ello, ya que nórdicos y latinos hablamos distintos lenguajes del corazón; ellos son más inexpresivos y reflexivos, mientras nosotros somos todo arrebato. 



A pesar de mi evidente distanciamiento emocional con la cinta, caigo rendido a la delicadeza con la que aborda las dinámicas familiares y los laberintos de comunicación en que padres e progenitores se ven atrapados. Un tema peliagudo que merece la pena explorar en la actualidad, donde el concepto de familia y sus valores fundamentales están más en entredicho que nunca. Trier teje una madeja de relaciones afectivas, de dolor y rencor enquistados, que parece destinada a un fracaso sempiterno; la brecha generacional de comprensión que desangra los lazos sanguíneos desde tiempos inmemoriales. Trier sienta a la mesa pasado, presente y futuro en una celebración familiar con aroma a perdón, con un ejercicio metafílmico de fondo que reivindica el valor del arte como catalizador de una ansiada reconciliación. Nos guste o no, parte de nuestra esencia guarda el eco de nuestros antepasados; (re)conectar con ellos, ya sea a través del arte o de la espiritualidad, nos acerca a nosotros mismos.

 

8/10 

 

La voz de Hind

 

La sensación del momento en la esfera cinematográfica tiene nombre y apellidos propios: se llama Hind Rajab. Así se llamaba la niña atrapada en un coche bajo fuego enemigo que, un 29 de enero de 2024, pidió auxilio a los voluntarios de la Media Luna Roja. Más de un año después, la realizadora tunecina Kaouther Ben Hania, recibe el aplauso unánime del Festival de Venecia con el estremecedor testimonio real de aquella niña cuyo nombre y apellidos pasaron a engrosar la larga lista de menores fallecidos en el deplorable conflicto árabe-israelí en la franja de Gaza. 

 

En poco menos de hora y media y adoptando un tono documentalista que la acerca al cine de Frankenheimer o Greengrass, Ben Hania adapta la agobiante conversación real que mantienen los voluntarios con la pequeña Hind, mientras buscan la manera de enviar una ambulancia para rescatarla. La tarea no será fácil, ya que se verán de bruces con la complicada burocracia militar y la falta de empatía del enemigo. 

 

La cinta marca un récord allá donde va: en Venecia obtuvo una ovación histórica de 23 minutos y en San Sebastián ganó el premio del público con la puntuación más alta registrada hasta la fecha. Para valorar este rotundo éxito, no solo hay que analizar la película, sino el contexto que la rodea. Mientras esta recorría los festivales europeos, la guerra de Gaza copaba la actualidad internacional, con noticias que erizaban la piel y estremecían a la sociedad occidental; estamos pues ante una obra que apelaba a los sentimientos de una Europa ya de por sí sensibilizada a la masacre del pueblo gazatí. 


 

Cuando el grito de denuncia está intrínsecamente ligado a la ficción cinematográfica, la línea que separa ambas se difumina y lleva a equívocos. En este caso tan delicado, resulta difícil, por no decir incómodo o frívolo, desligar ambas facetas: por un lado, valor artístico y por otro, el político. Sin embargo, nuestra tarea es hablar de cine, en este caso docuficción, y desde ese ángulo cuesta ver el valor de La voz de Hind.

 

Ben Hania se ciñe a las cuatro paredes de la oficina de la Media Luna Roja para contar la acción que acontece durante unas agónicas horas en las que intentan, por todos los medios, rescatar a la niña. Entre medias, la realizadora inserta pistas de audio con fragmentos de la conversación real, lo que resalta el realismo de la cinta… y también abre un más que justificado debate ética acerca de la utilización de dichos audios. El título tiende una trampa de sensacionalismo en la que caerá la mayoría del público; Ben Hania la ha concebido para eso. Desgraciadamente, la lucha que mantienen ética y mensaje perjudica a una película impúdicamente lacrimógena; el artefacto perfecto para ganar premios. 

 

Os hago una pregunta: ¿si pudierais plasmar en la pantalla, de forma directa y sin ambages, la trágica muerte de un niño, lo haríais? Algunos afirmarán que sí, abogando por una verdad sin filtro que sacuda conciencias a puñetazos; otros aborrecerán la idea, alegando que transforma el dolor real en espectáculo de feria, trivializando un tema delicado con el fin espurio de propulsar una carrera. Dos vertientes, dos opiniones enfrentadas, y una película en medio cuyo valor o invalidez deberán juzgar ustedes mismos.

 

4/10


Martes 23 de septiembre de 2025. La noche se funde con Donosti en un efusivo y mágico abrazo, como dos amantes de corazón anhelante bajo un manto estrellado. Deambulo por el paseo de la Concha, con mirada absorta y zancada intermitente, mientras escucho en bucle el new wave de Soda Stereo. Calculo que llevo treinta años y veintipico minutos de vida, desconozco los segundos, y me pregunto en un gesto inconsciente: ¿cuántos segundos habré dejado escapar a lo largo de mi vida? Entonces, alzo la vista al cielo para aliviar el dolor de cuello que me ha acompañado fielmente toda la semana y mi mente flota en lo etéreo; ¡qué demonios importa cuántos sean, lo importante es el cómo!

 

En mi recuerdo se agolpan noticias, entrevistas y editoriales de pasquines que fingen ser periódicos y abordan frívolamente la “crisis de los 30”. Supongo que se refieren a la Gran Depresión estadounidense porque, a pesar de estar a oscuras con la titilante luz de las farolas como único punto de anclaje a la realidad, no he experimentado ningún martes negro; al contrario, me siento más vivo que nunca. Me detengo a admirar una escultura en bronce del Quijote acompañado, claro está, por su fiel Panza. En su misterioso rostro, surcado y quejumbroso, percibo el poderoso influjo que el arte ejerce sobre nuestra Historia; cuánta gente de edades, condiciones y creencias distintas se habrá detenido a admirarlo. Y, como yo hago ahora, habrá apreciado el valor de la cultura en todas las cosas, materiales y abstractas. Luego seguirá con su vida… aunque en el fondo, de alguna manera, esa imagen le habrá afectado. Quizá, solo quizá, le haya inspirado.

 

Pero bueno, ¡qué sabré yo! Cuando empiezo a divagar, no hay quien me detenga; soy como un meteorito centelleante y kamikaze, arrojándose contra la razón. Miro el móvil, craso error, y el tiempo me guillotina: ¡es tardísimo y me queda tanto por hacer! Las fichas de dominó de todas las tareas pendientes comienzan a retumbar en mi cabeza. A medida que resuenan, mi agobio aumenta. Las luces de la ciudad y el sonido de las olas rompiendo logran apaciguarlo, y por fin, me centro. Es mi segundo año en el Festival de cine de San Sebastián, el primero acreditado, y aún me quedan vídeos por grabar, pintxos por degustar y películas por admirar. Quizá alguien, en un lugar y tiempo indeterminados, las admire igual que yo ahora y le inspiren.


 

Así espero que disfrutéis de esta crónica, cuyo primer capítulo estáis leyendo, y lograr transmitiros ese je ne sais quoi que hace del arte cinematográfico una fuente inagotable de sueños, fantasías y delirios creativos. Acompañadme pues en este viaje, dejad que las películas se infiltren en vuestro recuerdo y os prometo que, al terminar, no seréis los mismos. No quiero soñar mil veces las mismas cosas…

 

Bugonia

 

El cineasta griego Yorgos Lanthimos continúa su particular y extravagante Odisea americana, acompañado por sus fieles escuderos y musas a tiempo completo Emma Stone y Jesse Plemons, en Bugonia. La película, que adapta libremente la coreana Salvar el planeta Tierra (2003), cuenta, de forma hiperbólica y satírica, la lenta y agónica autodestrucción de la Humanidad.

 

No es ningún secreto que Lanthimos odia a todo el mundo —él incluido—. Si os habéis expuesto a su ácida filmografía, desde la gélida Canino (2009) hasta la alucinada Poor Things (2023), habréis notado un hilo conductor que atraviesa, cual aguijón envenenado, todo su cine. Si bien es cierto que el griego ha mantenido su descreída tesis intacta, se ha ido estilizando progresivamente desde La favorita (2018), potenciando el aspecto visual en detrimento del cerebral; en otras palabras, se ha distanciado de su lado “hanekiano” para abrazar un “buñuelismo” más forzado que orgánico. Es el caso de su anterior filme Kinds of kindness (2024), un fatigoso collage de ideas anémicas y fruslerías, que subrayaba la estupidez humana desde una mirada voyeurística, casi fetichista.


 

No ocurre lo mismo con Bugonia, una obra mejor empaquetada, precisa y lúcida, en la que el heleno intenta dar un paso atrás para avanzar dos. Presenta el mismo esquema de su etapa americana: personajes desquiciados y llamativos, que encarnan la alienación de nuestros tiempos; escenas surrealistas, salpicadas de una violencia seca y nihilista; y ocasionales estallidos de pesadillas barrocas, soñadas por un Dalí posmoderno. Sin embargo, en esta ocasión, no es tan expansivo ni tan lúdico en su puesta en escena, más bien lo contrario; regresa a esas habitaciones asépticas y opresivas, donde la inquietud es el único inquilino y la desolación, la única verdad.

 

El mensaje es el mismo de siempre, ilustrado de la forma más hiriente y perversa posible. Bugonia navega entre la comedia negra y la intriga conspiranoica con resultado desigual. Como un barco a la deriva, se percibe a un Lanthimos desgastado, vacío de ingenio, que lucha por rescatar su voz del mar de alabanzas en el que ha estado inmerso últimamente. Le cuesta mucho arrancar la historia, divagando entre conversaciones y situaciones que emulan sus códigos, en vez de renovarlos. Por momentos, se le ve ausente y sin rumbo; un director náufrago, que se aferra al eléctrico pulso interpretativo entre Plemons y Stone para evitar hundirse. Entonces, cuando menos lo esperaba, el director se levanta de la lona, cual púgil herido en su orgullo, y en un furibundo arrebato artístico lleva a la película en volandas hacia su explosivo tercer acto. 

 

Bugonia camina sobre el alambre y coquetea más de una vez con la pomposa irrelevancia. Pero guarda un as en la manga: un pasaje delirante, que empuja el argumento al paroxismo y nos abre una ventana a la bella y perturbadora mente de Lanthimos. Ese, amigos y amigas, es un espectáculo gloriosamente macabro, digno de la pantalla grande.

 

6,5/10


La Grazia

 

Todos en pie para saludar al César, al rey de la poesía cinematográfica, Paolo Sorrentino. Gustosamente me quedaría a vivir en sus películas, ya sea en el hedonismo desenfrenado de La gran belleza (2013), en la apacible senilidad de La juventud (2015) o la romántica melancolía de Fue la mano de Dios (2021); ese es el nivel de admiración que le profeso. Para mi gusto, pocos directores, por no decir ninguno, pueden eclipsarlo en la actualidad. El italiano ha refinado tanto su estilo, que lo hace parecer intuitivo, que no mecánico; su inspiración está unida inexorablemente al corazón y al alma. Las imágenes fluyen con una armonía 'a la italiana’ que seduce como un amante y resuena como una epifanía. Ojalá, algún día, pudiera fumarme un puro en su compañía, descansando en una balaustrada de mármol de Carrara con vistas al mediterráneo napolitano de sus amores, y hablar de lo que sea; si algo nos dice su cine, es que la belleza se esconde en todas partes. 


 

Sorrentino esculpe a sus personajes de fuera hacia dentro, practicando una suerte de espeleología emocional. Sus diálogos son confesiones dirigidas al espectador, arrojando luz sobre los rincones más recónditos y oscuros de una verdad aparente. Es un fino observador de la condición humana; él no juzga, solo ilustra. Y en esa representación aumentada de la realidad, siempre alcanza, con extrema delicadeza y musicalidad festiva, el núcleo del sentimiento. Su cine esconde el trasunto mismo de la vida, en todo su esplendor, futilidad y cómo no, ironía.

 

En su último y magistral título, Sorrentino se sirve del ilustre Toni Servillo, quien entrega una actuación poliédrica, de una sensibilidad viril sobrecogedora, para realizar un acto de rebeldía elegante contra los tiempos modernos. La Grazia retrata a un hombre de otra época, alguien que hoy parecería imposible: un político honesto. Mariano De Santis es el veterano presidente de la República de una Italia ficticia. Un hombre recto, de leyes, que ha construido su extenso legado sobre unos valores férreos y un sacrificio abnegado hacia su pueblo, el cual lo respeta y admira. Consciente del final de su mandato, así como del crepúsculo de sus días, De Santis comienza a hacer balance de su política, de lo vivido y del horizonte. De esta manera, seguimos su rutina, al tiempo que salda deudas pendientes con sus seres queridos, se pone al día con sus amigos y se sincera consigo mismo y también con los muertos. Porque La Grazia trata de algo tan universal como el inexorable paso del tiempo, el desgaste vital, moral y anímico al que todos nos sometemos.

 

Sorrentino introduce, con la genialidad y la locura de un alquimista visionario, el humor más absurdo en las escenas más formales; fondo y forma bailando salsa por las habitaciones palaciegas del Quirinal. Solo un maestro con pleno dominio de su técnica puede mezclar rap, humor negro y un proyecto de ley sobre la eutanasia sin resultar ridículo o mucho peor, impostado. La película tiende la mirada atrás para proyectarse con fuerza hacia un futuro incierto, pero esperanzador, donde los mayores ceden el testigo a los jóvenes y se conceden una medida de gracia. Un indulto con el que abrir las ventanas del pensamiento y dar cabida a la duda. Y es que, al fin y al cabo, ¿de quién son nuestros días?


 

La película le dedica una ostensible peineta a la actualidad, arrojándola al vertedero de lo insustancial, como un pintor que tira un boceto y empieza de nuevo. Parece que al italiano le motive remar a contracorriente, rechazar la moda imperante para abrir una línea de diálogo efervescente con el público. En estos días donde el miedo atenaza hasta a los mejores, resulta refrescante comprobar que aún existen cineastas armados con una fe inquebrantable en su estilo, sin miedo a desentonar o a romper con las normas establecidas, para crear otras nuevas. La Grazia reúne técnica y carga dramática en un potente misil autoral dirigido al cine con piloto automático, tan frecuente en la actualidad. Asfixiado por tanto presentismo pasajero, que cabalga la ola del momento para arrancar la fotografía de un aplauso, lo nuevo de Sorrentino resulta una bocanada de aire fresco. No sé en qué polvoriento anaquel colocarán todas esas películas, calcomanías unas de otras; lo que sí sé, es que la sempiterna elegancia de La Grazia y de los temas universales que tan acertadamente aborda, jamás caerán en el olvido. ¡No cambies nunca, Sorrentino! 


8,5/10

 

Un simple accidente

 

Por primera vez me expongo, expectante, al cine de Jafar Panahi con esta aclamada obra, que viene de ganar la prestigiosa y codiciada Palma de Oro en Cannes. Conozco al director y su estilo, que destaca por exponer la realidad del régimen teocrático iraní a través de su experiencia vital. En sus inicios, lo hizo con las posibilidades que ofrecía la ficción cinematográfica; más adelante, ya perseguido por el régimen, buscó otras formas cercanas al cine documental. Estamos, por tanto, ante un retratista de la sociedad persa en su amplia gama de problemáticas y marginalidades; uno de los hijos pródigos de Abbas Kiarostami, figura central de la nueva ola iraní inspirada, en muchos sentidos, por el neorrealismo italiano.

 

La historia comienza con un accidente aparentemente inocuo, que abre una caja de Pandora de oscuros secretos y verdades perturbadoras. Dicho así, parece que estemos ante una intriga llena de tensión y descubrimientos aterradores, pero nada más alejado de la realidad. Detrás de los aplausos enfervorecidos de la crítica europea, Un simple accidente esconde un discurso social reiterativo y monocorde, desprovisto de cualquier virtuosismo técnico o ingenio narrativo destacable. La historia discurre de manera secuencialmente homogénea, atascada en un bucle de miseria y tortura en la que Panahi se recrea hasta el exceso.


 

Tanto los personajes, como sus dificultades, cumplen el desagradable rol de marionetas de un director que insiste en ser el foco de atención. Los diálogos, más que conversaciones orgánicas, parecen panfletos leídos en alto hacia un público que, según su perspectiva, necesita que se lo dejen todo bien mascado. Atolondrado y con un dolor de cabeza preocupante, consulto el reloj para comprobar cuánto queda de este aparatoso artefacto, mientras el realizador continúa con su monólogo.

 

No negaré la existencia de oasis de legítima reivindicación ni de imágenes dotadas de una composición inspirada, virtudes todas ellas que me impiden, en buena fe, desestimar la película. Sin embargo, cada tanto que se apunta Panahi no hace sino acentuar el insoportable peso de un potencial desaprovechado. La premisa es sugerente y misteriosa, material suficiente para concienciar sin martillear; un excelente punto de partida para un suspense con reverberaciones trágicas inimaginables. Podría haberme llevado al límite, haber radiografiado con precisión quirúrgica la difícil realidad iraní, pero se conforma con arrancar la lágrima emperifollada de la burguesía cannesiana. ¿En esto ha degenerado el estilo preciosista, lento e inundado de verdad y humanismo de Kiarostami y compañía?

 

No por agitar más vehemente la bandera de la indignación, vas a conseguir emocionar. Un simple accidente es un caso palmario de cómo arruinar un tema de candente actualidad por un exceso de azúcar melodramático y de subrayados continuos. Panahi demuestra un paternalismo exasperante y una condescendencia contra la que solo cabe rebelarse. Es la clase de película aleccionadora que te agarra por la pechera y no te suelta. Consciente o inconscientemente, el director termina enterrando sus valores bajo una montaña de sensacionalismo, amén de un desenlace gritón que resume, en poco minutos, los peores vicios del cineasta. Lo siento, pero conmigo no cuenten.

 

5,5/10

 

Amélie y la metafísica de los tubos

 

Desde Francia, con el tierno amor de la infancia, llega esta pequeña joya de la animación, que obtuvo el premio del público en el pasado Festival de Annecy. Amélie et la Métaphysique des tubes es la ópera prima de las directoras Liane-Cho y Mailys Vallace, un estimulante filme que adapta la novela homónima de Amélie Nothomb sobre los primeros años de vida de una niña de familia belga en Japón. Una premisa cautivadora, que da pie a un sinfín de aventuras y de temáticas emocionantes acerca del nacimiento y la primera toma de conciencia. 


 

Películas como esta son la razón por la que un servidor continúa yendo a festivales con el entusiasmo de un crío. Títulos que, de otra forma, pasarían desapercibidos o ni siquiera llegarían a las salas —muchas veces presionadas por la dictadura de los estudios y la aversión al riesgo de una sociedad anestesiada por lo mainstream—, tienen una ventana de oportunidad para brillar y acariciar con mimo el corazón del público más sensible. Admito que soy un afortunado por asistir a estos circuitos alternativos, donde se prima el arte por encima del negocio, pilares a menudo antagónicos sobre los que reposa la cinematografía.

 

Amélie proyecta una tierna mirada sobre la infancia, explorando con una empatía y curiosidad inusitadas las primeras correrías, descubrimientos y emociones que nos embriagan. El breve instante en que el mundo no es más que un patio de juegos; cuando hasta las cosas más pequeñas e inocuas encierran un mundo de sensaciones inéditas; en que los colores casi se pueden saborear y el espacio-tiempo aún no ha hecho de nosotros su preso. Parafraseando al bueno de Roy Batty, todos esos momentos se perderán como juguetes en un parque imaginado.

 

Influenciada por la poderosa ensoñación y el naturalismo floral de Studio Ghibli, la historia transcurre entre paisajes bucólicos, hogares cálidos —de aquellos que aún perviven en nuestro recuerdo— y personajes grises que reflejan los infinitos matices de un mundo herido. La película muestra dos facetas igual de subyugantes: una más jovial y ligera, destinada a entretener a los más pequeños; y otra más compleja, más esencial, que habla de la pérdida, del duelo y cómo aprender a lidiar con los sentimientos negativos que, a menudo, nos invaden sin saberlo.



 

Lo que engrandece a esta diminuta gran obra, es su facilidad para transportarnos gentilmente a aquella edad quimérica durante una hora y veinte minutos. Esa es la magia del cine, ¿verdad? Vivir mil vidas en una, rebobinar la cinta de la existencia, profetizarla, y en el caso que nos atañe, regresar al hogar perdido de nuestra niñez. Volver al lugar del que nunca nos fuimos…

 

7,5/10

 

Un poeta

 

No hay un solo día en que la poesía no habite mi pensamiento. Si el cine es mi válvula de escape, la poesía es mi altavoz; el lenguaje secreto con el que mi alma se comunica. Cada verso es oxígeno, el alimento con el que nutro mis días e ilumino mis noches. La poesía es mi abnegada compañera de fatigas en la que siempre puedo confiar. Imaginad mi sorpresa cuando descubrí que el festival proyectaba una obra que era, a la vez, cine y poesía; ¡estaba hecha para mí!


Un poeta de Simón Mesa Soto aterrizó en San Sebastián con magníficas reseñas y, bajo el brazo, el Premio del Jurado de la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes. Había razones más que evidentes para esperar una película notable, como así fue. Guarden el nombre de este director y guionista colombiano porque, en su segundo largometraje, ha firmado un pequeño milagro cinematográfico. La cinta nos traslada a las calles de una ciudad indeterminada de Colombia, donde Óscar Restrepo, un poeta fracasado de mediana edad, apura sus últimas oportunidades de reconducir su maltrecha vida. La fortuna no le ha sonreído: su escueta obra, antaño aplaudida, se ha estancado, arrinconada por coetáneos, que han sido más avispados y activos en el panorama literario nacional. Se ha convertido en un fantasma, una eterna promesa degenerada y errática que se extravió en algún punto del camino, cediendo al alcohol y al autodesprecio. Restrepo aborrece al mundo, excepto a su hija, que lo aborrece a él. 


 

Mesa Soto nos invita a acompañar esta alma desdichada en sus vicisitudes, sus intentos y constantes tropiezos. Una película valiente y llena de personalidad que funciona a múltiples niveles: como tragicomedia de un fracaso personal y patético; como radiografía de la sociedad colombiana en la que subsiste; y como crítica desaforada de la industria artística, que lo ningunea. Un poeta tiene muchas cosas que decir y todas las dice alto y claro, sin caer en contradicciones ni pedantería. Es la clase de cine que admiro: sencillo, desacomplejado y cargado de verdad. Una verdad que nace de dentro, de las entrañas de un cineasta talentoso que abandera, tal vez autobiográficamente, tal vez no, la causa del poeta suicida. Y para ello, cuenta con la inestimable ayuda del actor protagonista Ubeimar Ríos que, en su primer papel, refleja una autenticidad y una empatía extraordinarias.

 

Un poeta es, sin lugar a dudas, la gran sorpresa del #73SSIFF. Una obra redonda que aborda temas complejos desde la humanidad de unos personajes bukowskianos y la realidad sucia de la calle colombiana. Mesa Soto conoce el pulso de su pueblo y sabe plasmarlo en la pantalla con el lirismo sucio y arrebatador de un literato condenado a amar a quien lo rechaza.

 

8/10 

 

Los tigres

 

Mi andadura por esta edición del festival de San Sebastián comenzó con el último thriller submarino de Alberto Rodríguez. El cine del sevillano se caracteriza por su exquisito manejo del suspense con una potente carga audiovisual, que potencia el drama de sus personajes y sumerge al espectador en un espectáculo vibrante. Lo conocemos por títulos como La isla mínima (2014), El hombre de las mil caras (2016) o la más reciente, Modelo 77 (2022). En esta ocasión, Rodríguez desciende a las profundidades del Atlántico onubense para contar una historia de redención donde dos hermanos buzo, Antonio y Estrella, se adentran, desesperados, en un mundo lleno de peligros.


 

Los tigres continúa la tradición de lo que yo llamaría “polares cañí”, una reinvención del noir americano en clave patria. De esta forma, seremos testigos de un desfile de personajes ambiguos, unos antihéroes, otros corruptos, pero todos sometidos a la asfixiante ley del asfalto y la fauna andaluza. Antonio de la Torre y Bárbara Lennie son dos protagonistas de lujo en un título que, cuando sale del agua, se ahoga en una trama vulgar.

 

Hay títulos que cuentan algo, otros que experimentan con el lenguaje y luego están aquellos que buscan alcanzar una hazaña técnica; Los tigres entra dentro del último grupo. Rodríguez seguramente marque un nuevo hito en la cinematografía española con las soberbias secuencias submarinas que forman el grueso de esta película. Sin embargo, debemos pedirle más, porque es capaz de ello, como ya hemos visto. Es curioso: a pesar de su excelente trabajo de producción y fotografía, la película se siente más discreta que algunos de sus mejores trabajos. La explicación es que argumentalmente, Los tigres no cuenta nada interesante; es un recipiente muy bonito, pero vacío. 


 

Incluso con actores de primerísimo nivel comprometidos, los personajes se sienten monótonos. Ni el director muestra interés en explorarlos ni el guion sabe hacerlo, lo que genera una desconexión entre el espectador y lo que ocurre en la pantalla. Pero es que los problemas de la película no se limitan a la historia, sino que las escenas submarinas, pese a ser buenas, palidecen en comparación con la sobrecogedora Trece vidas (2022) de Ron Howard, un documento tanto o más preciso como este e infinitamente más dramático. Aplaudo el esfuerzo y la audacia que Rodríguez y su equipo muestran, pero Los tigres se quedan en mininos.

 

6/10