Martes 23 de septiembre de 2025. La noche se funde con Donosti en un efusivo y mágico abrazo, como dos amantes de corazón anhelante bajo un manto estrellado. Deambulo por el paseo de la Concha, con mirada absorta y zancada intermitente, mientras escucho en bucle el new wave de Soda Stereo. Calculo que llevo treinta años y veintipico minutos de vida, desconozco los segundos, y me pregunto en un gesto inconsciente: ¿cuántos segundos habré dejado escapar a lo largo de mi vida? Entonces, alzo la vista al cielo para aliviar el dolor de cuello que me ha acompañado fielmente toda la semana y mi mente flota en lo etéreo; ¡qué demonios importa cuántos sean, lo importante es el cómo!
En mi recuerdo se agolpan noticias, entrevistas y editoriales de pasquines que fingen ser periódicos y abordan frívolamente la “crisis de los 30”. Supongo que se refieren a la Gran Depresión estadounidense porque, a pesar de estar a oscuras con la titilante luz de las farolas como único punto de anclaje a la realidad, no he experimentado ningún martes negro; al contrario, me siento más vivo que nunca. Me detengo a admirar una escultura en bronce del Quijote acompañado, claro está, por su fiel Panza. En su misterioso rostro, surcado y quejumbroso, percibo el poderoso influjo que el arte ejerce sobre nuestra Historia; cuánta gente de edades, condiciones y creencias distintas se habrá detenido a admirarlo. Y, como yo hago ahora, habrá apreciado el valor de la cultura en todas las cosas, materiales y abstractas. Luego seguirá con su vida… aunque en el fondo, de alguna manera, esa imagen le habrá afectado. Quizá, solo quizá, le haya inspirado.
Pero bueno, ¡qué sabré yo! Cuando empiezo a divagar, no hay quien me detenga; soy como un meteorito centelleante y kamikaze, arrojándose contra la razón. Miro el móvil, craso error, y el tiempo me guillotina: ¡es tardísimo y me queda tanto por hacer! Las fichas de dominó de todas las tareas pendientes comienzan a retumbar en mi cabeza. A medida que resuenan, mi agobio aumenta. Las luces de la ciudad y el sonido de las olas rompiendo logran apaciguarlo, y por fin, me centro. Es mi segundo año en el Festival de cine de San Sebastián, el primero acreditado, y aún me quedan vídeos por grabar, pintxos por degustar y películas por admirar. Quizá alguien, en un lugar y tiempo indeterminados, las admire igual que yo ahora y le inspiren.
Así espero que disfrutéis de esta crónica, cuyo primer capítulo estáis leyendo, y lograr transmitiros ese je ne sais quoi que hace del arte cinematográfico una fuente inagotable de sueños, fantasías y delirios creativos. Acompañadme pues en este viaje, dejad que las películas se infiltren en vuestro recuerdo y os prometo que, al terminar, no seréis los mismos. No quiero soñar mil veces las mismas cosas…
Bugonia
El cineasta griego Yorgos Lanthimos continúa su particular y extravagante Odisea americana, acompañado por sus fieles escuderos y musas a tiempo completo Emma Stone y Jesse Plemons, en Bugonia. La película, que adapta libremente la coreana Salvar el planeta Tierra (2003), cuenta, de forma hiperbólica y satírica, la lenta y agónica autodestrucción de la Humanidad.
No es ningún secreto que Lanthimos odia a todo el mundo —él incluido—. Si os habéis expuesto a su ácida filmografía, desde la gélida Canino (2009) hasta la alucinada Poor Things (2023), habréis notado un hilo conductor que atraviesa, cual aguijón envenenado, todo su cine. Si bien es cierto que el griego ha mantenido su descreída tesis intacta, se ha ido estilizando progresivamente desde La favorita (2018), potenciando el aspecto visual en detrimento del cerebral; en otras palabras, se ha distanciado de su lado “hanekiano” para abrazar un “buñuelismo” más forzado que orgánico. Es el caso de su anterior filme Kinds of kindness (2024), un fatigoso collage de ideas anémicas y fruslerías, que subrayaba la estupidez humana desde una mirada voyeurística, casi fetichista.
No ocurre lo mismo con Bugonia, una obra mejor empaquetada, precisa y lúcida, en la que el heleno intenta dar un paso atrás para avanzar dos. Presenta el mismo esquema de su etapa americana: personajes desquiciados y llamativos, que encarnan la alienación de nuestros tiempos; escenas surrealistas, salpicadas de una violencia seca y nihilista; y ocasionales estallidos de pesadillas barrocas, soñadas por un Dalí posmoderno. Sin embargo, en esta ocasión, no es tan expansivo ni tan lúdico en su puesta en escena, más bien lo contrario; regresa a esas habitaciones asépticas y opresivas, donde la inquietud es el único inquilino y la desolación, la única verdad.
El mensaje es el mismo de siempre, ilustrado de la forma más hiriente y perversa posible. Bugonia navega entre la comedia negra y la intriga conspiranoica con resultado desigual. Como un barco a la deriva, se percibe a un Lanthimos desgastado, vacío de ingenio, que lucha por rescatar su voz del mar de alabanzas en el que ha estado inmerso últimamente. Le cuesta mucho arrancar la historia, divagando entre conversaciones y situaciones que emulan sus códigos, en vez de renovarlos. Por momentos, se le ve ausente y sin rumbo; un director náufrago, que se aferra al eléctrico pulso interpretativo entre Plemons y Stone para evitar hundirse. Entonces, cuando menos lo esperaba, el director se levanta de la lona, cual púgil herido en su orgullo, y en un furibundo arrebato artístico lleva a la película en volandas hacia su explosivo tercer acto.
Bugonia camina sobre el alambre y coquetea más de una vez con la pomposa irrelevancia. Pero guarda un as en la manga: un pasaje delirante, que empuja el argumento al paroxismo y nos abre una ventana a la bella y perturbadora mente de Lanthimos. Ese, amigos y amigas, es un espectáculo gloriosamente macabro, digno de la pantalla grande.
6,5/10
La Grazia
Todos en pie para saludar al César, al rey de la poesía cinematográfica, Paolo Sorrentino. Gustosamente me quedaría a vivir en sus películas, ya sea en el hedonismo desenfrenado de La gran belleza (2013), en la apacible senilidad de La juventud (2015) o la romántica melancolía de Fue la mano de Dios (2021); ese es el nivel de admiración que le profeso. Para mi gusto, pocos directores, por no decir ninguno, pueden eclipsarlo en la actualidad. El italiano ha refinado tanto su estilo, que lo hace parecer intuitivo, que no mecánico; su inspiración está unida inexorablemente al corazón y al alma. Las imágenes fluyen con una armonía 'a la italiana’ que seduce como un amante y resuena como una epifanía. Ojalá, algún día, pudiera fumarme un puro en su compañía, descansando en una balaustrada de mármol de Carrara con vistas al mediterráneo napolitano de sus amores, y hablar de lo que sea; si algo nos dice su cine, es que la belleza se esconde en todas partes.
Sorrentino esculpe a sus personajes de fuera hacia dentro, practicando una suerte de espeleología emocional. Sus diálogos son confesiones dirigidas al espectador, arrojando luz sobre los rincones más recónditos y oscuros de una verdad aparente. Es un fino observador de la condición humana; él no juzga, solo ilustra. Y en esa representación aumentada de la realidad, siempre alcanza, con extrema delicadeza y musicalidad festiva, el núcleo del sentimiento. Su cine esconde el trasunto mismo de la vida, en todo su esplendor, futilidad y cómo no, ironía.
En su último y magistral título, Sorrentino se sirve del ilustre Toni Servillo, quien entrega una actuación poliédrica, de una sensibilidad viril sobrecogedora, para realizar un acto de rebeldía elegante contra los tiempos modernos. La Grazia retrata a un hombre de otra época, alguien que hoy parecería imposible: un político honesto. Mariano De Santis es el veterano presidente de la República de una Italia ficticia. Un hombre recto, de leyes, que ha construido su extenso legado sobre unos valores férreos y un sacrificio abnegado hacia su pueblo, el cual lo respeta y admira. Consciente del final de su mandato, así como del crepúsculo de sus días, De Santis comienza a hacer balance de su política, de lo vivido y del horizonte. De esta manera, seguimos su rutina, al tiempo que salda deudas pendientes con sus seres queridos, se pone al día con sus amigos y se sincera consigo mismo y también con los muertos. Porque La Grazia trata de algo tan universal como el inexorable paso del tiempo, el desgaste vital, moral y anímico al que todos nos sometemos.
Sorrentino introduce, con la genialidad y la locura de un alquimista visionario, el humor más absurdo en las escenas más formales; fondo y forma bailando salsa por las habitaciones palaciegas del Quirinal. Solo un maestro con pleno dominio de su técnica puede mezclar rap, humor negro y un proyecto de ley sobre la eutanasia sin resultar ridículo o mucho peor, impostado. La película tiende la mirada atrás para proyectarse con fuerza hacia un futuro incierto, pero esperanzador, donde los mayores ceden el testigo a los jóvenes y se conceden una medida de gracia. Un indulto con el que abrir las ventanas del pensamiento y dar cabida a la duda. Y es que, al fin y al cabo, ¿de quién son nuestros días?
La película le dedica una ostensible peineta a la actualidad, arrojándola al vertedero de lo insustancial, como un pintor que tira un boceto y empieza de nuevo. Parece que al italiano le motive remar a contracorriente, rechazar la moda imperante para abrir una línea de diálogo efervescente con el público. En estos días donde el miedo atenaza hasta a los mejores, resulta refrescante comprobar que aún existen cineastas armados con una fe inquebrantable en su estilo, sin miedo a desentonar o a romper con las normas establecidas, para crear otras nuevas. La Grazia reúne técnica y carga dramática en un potente misil autoral dirigido al cine con piloto automático, tan frecuente en la actualidad. Asfixiado por tanto presentismo pasajero, que cabalga la ola del momento para arrancar la fotografía de un aplauso, lo nuevo de Sorrentino resulta una bocanada de aire fresco. No sé en qué polvoriento anaquel colocarán todas esas películas, calcomanías unas de otras; lo que sí sé, es que la sempiterna elegancia de La Grazia y de los temas universales que tan acertadamente aborda, jamás caerán en el olvido. ¡No cambies nunca, Sorrentino!
8,5/10
Un simple accidente
Por primera vez me expongo, expectante, al cine de Jafar Panahi con esta aclamada obra, que viene de ganar la prestigiosa y codiciada Palma de Oro en Cannes. Conozco al director y su estilo, que destaca por exponer la realidad del régimen teocrático iraní a través de su experiencia vital. En sus inicios, lo hizo con las posibilidades que ofrecía la ficción cinematográfica; más adelante, ya perseguido por el régimen, buscó otras formas cercanas al cine documental. Estamos, por tanto, ante un retratista de la sociedad persa en su amplia gama de problemáticas y marginalidades; uno de los hijos pródigos de Abbas Kiarostami, figura central de la nueva ola iraní inspirada, en muchos sentidos, por el neorrealismo italiano.
La historia comienza con un accidente aparentemente inocuo, que abre una caja de Pandora de oscuros secretos y verdades perturbadoras. Dicho así, parece que estemos ante una intriga llena de tensión y descubrimientos aterradores, pero nada más alejado de la realidad. Detrás de los aplausos enfervorecidos de la crítica europea, Un simple accidente esconde un discurso social reiterativo y monocorde, desprovisto de cualquier virtuosismo técnico o ingenio narrativo destacable. La historia discurre de manera secuencialmente homogénea, atascada en un bucle de miseria y tortura en la que Panahi se recrea hasta el exceso.
Tanto los personajes, como sus dificultades, cumplen el desagradable rol de marionetas de un director que insiste en ser el foco de atención. Los diálogos, más que conversaciones orgánicas, parecen panfletos leídos en alto hacia un público que, según su perspectiva, necesita que se lo dejen todo bien mascado. Atolondrado y con un dolor de cabeza preocupante, consulto el reloj para comprobar cuánto queda de este aparatoso artefacto, mientras el realizador continúa con su monólogo.
No negaré la existencia de oasis de legítima reivindicación ni de imágenes dotadas de una composición inspirada, virtudes todas ellas que me impiden, en buena fe, desestimar la película. Sin embargo, cada tanto que se apunta Panahi no hace sino acentuar el insoportable peso de un potencial desaprovechado. La premisa es sugerente y misteriosa, material suficiente para concienciar sin martillear; un excelente punto de partida para un suspense con reverberaciones trágicas inimaginables. Podría haberme llevado al límite, haber radiografiado con precisión quirúrgica la difícil realidad iraní, pero se conforma con arrancar la lágrima emperifollada de la burguesía cannesiana. ¿En esto ha degenerado el estilo preciosista, lento e inundado de verdad y humanismo de Kiarostami y compañía?
No por agitar más vehemente la bandera de la indignación, vas a conseguir emocionar. Un simple accidente es un caso palmario de cómo arruinar un tema de candente actualidad por un exceso de azúcar melodramático y de subrayados continuos. Panahi demuestra un paternalismo exasperante y una condescendencia contra la que solo cabe rebelarse. Es la clase de película aleccionadora que te agarra por la pechera y no te suelta. Consciente o inconscientemente, el director termina enterrando sus valores bajo una montaña de sensacionalismo, amén de un desenlace gritón que resume, en poco minutos, los peores vicios del cineasta. Lo siento, pero conmigo no cuenten.
5,5/10
Amélie y la metafísica de los tubos
Desde Francia, con el tierno amor de la infancia, llega esta pequeña joya de la animación, que obtuvo el premio del público en el pasado Festival de Annecy. Amélie et la Métaphysique des tubes es la ópera prima de las directoras Liane-Cho y Mailys Vallace, un estimulante filme que adapta la novela homónima de Amélie Nothomb sobre los primeros años de vida de una niña de familia belga en Japón. Una premisa cautivadora, que da pie a un sinfín de aventuras y de temáticas emocionantes acerca del nacimiento y la primera toma de conciencia.
Películas como esta son la razón por la que un servidor continúa yendo a festivales con el entusiasmo de un crío. Títulos que, de otra forma, pasarían desapercibidos o ni siquiera llegarían a las salas —muchas veces presionadas por la dictadura de los estudios y la aversión al riesgo de una sociedad anestesiada por lo mainstream—, tienen una ventana de oportunidad para brillar y acariciar con mimo el corazón del público más sensible. Admito que soy un afortunado por asistir a estos circuitos alternativos, donde se prima el arte por encima del negocio, pilares a menudo antagónicos sobre los que reposa la cinematografía.
Amélie proyecta una tierna mirada sobre la infancia, explorando con una empatía y curiosidad inusitadas las primeras correrías, descubrimientos y emociones que nos embriagan. El breve instante en que el mundo no es más que un patio de juegos; cuando hasta las cosas más pequeñas e inocuas encierran un mundo de sensaciones inéditas; en que los colores casi se pueden saborear y el espacio-tiempo aún no ha hecho de nosotros su preso. Parafraseando al bueno de Roy Batty, todos esos momentos se perderán como juguetes en un parque imaginado.
Influenciada por la poderosa ensoñación y el naturalismo floral de Studio Ghibli, la historia transcurre entre paisajes bucólicos, hogares cálidos —de aquellos que aún perviven en nuestro recuerdo— y personajes grises que reflejan los infinitos matices de un mundo herido. La película muestra dos facetas igual de subyugantes: una más jovial y ligera, destinada a entretener a los más pequeños; y otra más compleja, más esencial, que habla de la pérdida, del duelo y cómo aprender a lidiar con los sentimientos negativos que, a menudo, nos invaden sin saberlo.
Lo que engrandece a esta diminuta gran obra, es su facilidad para transportarnos gentilmente a aquella edad quimérica durante una hora y veinte minutos. Esa es la magia del cine, ¿verdad? Vivir mil vidas en una, rebobinar la cinta de la existencia, profetizarla, y en el caso que nos atañe, regresar al hogar perdido de nuestra niñez. Volver al lugar del que nunca nos fuimos…
7,5/10
Un poeta
No hay un solo día en que la poesía no habite mi pensamiento. Si el cine es mi válvula de escape, la poesía es mi altavoz; el lenguaje secreto con el que mi alma se comunica. Cada verso es oxígeno, el alimento con el que nutro mis días e ilumino mis noches. La poesía es mi abnegada compañera de fatigas en la que siempre puedo confiar. Imaginad mi sorpresa cuando descubrí que el festival proyectaba una obra que era, a la vez, cine y poesía; ¡estaba hecha para mí!
Un poeta de Simón Mesa Soto aterrizó en San Sebastián con magníficas reseñas y, bajo el brazo, el Premio del Jurado de la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes. Había razones más que evidentes para esperar una película notable, como así fue. Guarden el nombre de este director y guionista colombiano porque, en su segundo largometraje, ha firmado un pequeño milagro cinematográfico. La cinta nos traslada a las calles de una ciudad indeterminada de Colombia, donde Óscar Restrepo, un poeta fracasado de mediana edad, apura sus últimas oportunidades de reconducir su maltrecha vida. La fortuna no le ha sonreído: su escueta obra, antaño aplaudida, se ha estancado, arrinconada por coetáneos, que han sido más avispados y activos en el panorama literario nacional. Se ha convertido en un fantasma, una eterna promesa degenerada y errática que se extravió en algún punto del camino, cediendo al alcohol y al autodesprecio. Restrepo aborrece al mundo, excepto a su hija, que lo aborrece a él.
Mesa Soto nos invita a acompañar esta alma desdichada en sus vicisitudes, sus intentos y constantes tropiezos. Una película valiente y llena de personalidad que funciona a múltiples niveles: como tragicomedia de un fracaso personal y patético; como radiografía de la sociedad colombiana en la que subsiste; y como crítica desaforada de la industria artística, que lo ningunea. Un poeta tiene muchas cosas que decir y todas las dice alto y claro, sin caer en contradicciones ni pedantería. Es la clase de cine que admiro: sencillo, desacomplejado y cargado de verdad. Una verdad que nace de dentro, de las entrañas de un cineasta talentoso que abandera, tal vez autobiográficamente, tal vez no, la causa del poeta suicida. Y para ello, cuenta con la inestimable ayuda del actor protagonista Ubeimar Ríos que, en su primer papel, refleja una autenticidad y una empatía extraordinarias.
Un poeta es, sin lugar a dudas, la gran sorpresa del #73SSIFF. Una obra redonda que aborda temas complejos desde la humanidad de unos personajes bukowskianos y la realidad sucia de la calle colombiana. Mesa Soto conoce el pulso de su pueblo y sabe plasmarlo en la pantalla con el lirismo sucio y arrebatador de un literato condenado a amar a quien lo rechaza.
8/10
Los tigres
Mi andadura por esta edición del festival de San Sebastián comenzó con el último thriller submarino de Alberto Rodríguez. El cine del sevillano se caracteriza por su exquisito manejo del suspense con una potente carga audiovisual, que potencia el drama de sus personajes y sumerge al espectador en un espectáculo vibrante. Lo conocemos por títulos como La isla mínima (2014), El hombre de las mil caras (2016) o la más reciente, Modelo 77 (2022). En esta ocasión, Rodríguez desciende a las profundidades del Atlántico onubense para contar una historia de redención donde dos hermanos buzo, Antonio y Estrella, se adentran, desesperados, en un mundo lleno de peligros.
Los tigres continúa la tradición de lo que yo llamaría “polares cañí”, una reinvención del noir americano en clave patria. De esta forma, seremos testigos de un desfile de personajes ambiguos, unos antihéroes, otros corruptos, pero todos sometidos a la asfixiante ley del asfalto y la fauna andaluza. Antonio de la Torre y Bárbara Lennie son dos protagonistas de lujo en un título que, cuando sale del agua, se ahoga en una trama vulgar.
Hay títulos que cuentan algo, otros que experimentan con el lenguaje y luego están aquellos que buscan alcanzar una hazaña técnica; Los tigres entra dentro del último grupo. Rodríguez seguramente marque un nuevo hito en la cinematografía española con las soberbias secuencias submarinas que forman el grueso de esta película. Sin embargo, debemos pedirle más, porque es capaz de ello, como ya hemos visto. Es curioso: a pesar de su excelente trabajo de producción y fotografía, la película se siente más discreta que algunos de sus mejores trabajos. La explicación es que argumentalmente, Los tigres no cuenta nada interesante; es un recipiente muy bonito, pero vacío.
Incluso con actores de primerísimo nivel comprometidos, los personajes se sienten monótonos. Ni el director muestra interés en explorarlos ni el guion sabe hacerlo, lo que genera una desconexión entre el espectador y lo que ocurre en la pantalla. Pero es que los problemas de la película no se limitan a la historia, sino que las escenas submarinas, pese a ser buenas, palidecen en comparación con la sobrecogedora Trece vidas (2022) de Ron Howard, un documento tanto o más preciso como este e infinitamente más dramático. Aplaudo el esfuerzo y la audacia que Rodríguez y su equipo muestran, pero Los tigres se quedan en mininos.
6/10
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