Análisis - Dersu Uzala

En los confines de la Rusia oriental, ubicada en el krai de Primorie y bañada por el mar de Japón, se erige la cordillera del Sijoté-Alín. 900 km. de bosques secretos, ríos serpenteantes y fauna salvaje separan dos de las mayores potencias que el mundo haya visto nunca. En el gélido corazón de esa taiga siberiana, se halla el caudaloso río Amur, arteria principal de la cadena montañosa, de la cual bebe el afluente Ussuri. Recorriendo su cuenca en busca de un animal al que cazar o de un lugar donde descansar su castigado cuerpo, encontramos a un hombre diminuto, un humilde poeta de la naturaleza, conocido simplemente como Dersú. Esta historia versa sobre él.

Hoy día, nadie discute el inmenso talento de Akira Kurosawa, un cineasta reverenciado por toda la comunidad cinéfila. Sin embargo, cabe recordar que esto no siempre fue así. Hubo un período, a principio de los años 70, en el que la industria del cine le había dado la espalda a nombres tan ilustres como Wilder, Hitchock, Lean o el mismo Kurosawa, quien volvía tocado anímica y artísticamente de su fallida incursión en tierras americanas. 


A su vuelta a Japón, se dio de bruces con una realidad aplastante: a las nuevas generaciones ya no les interesaba conocer las penurias que había atravesado su país tras la II Guerra Mundial. Sus dramas sociales, otrora exitosos, no encontraban su público y sus técnicas fueron juzgadas obsoletas. En la soledad del artista, Kurosawa sufrió una crisis que le empujó al borde del abismo.
 
Con apenas 61 años, incapaz de encontrar financiación y aquejado de problemas de salud, el maestro nipón intentó suicidarse el 22 de diciembre de 1971, cortándose el cuello y las muñecas. Es de sobra conocido que la cultura japonesa no acepta el fallo en ninguna de sus formas. Esa presión social, emparejada con una vida matrimonial convulsa, estuvo a punto de cobrarse su vida. 

Afortunadamente, como si estuviéramos en una película con final feliz, Kurosawa volvió a la dirección con ideas renovadas, en lo que ya se conoce como su segunda gran etapa creativa. Una historia que bien pudo acabar de forma trágica, terminó floreciendo hasta convertirse en un ejemplo de superación y de fortaleza humana. Todo ello gracias a una película o quizá a un hombre, a un símbolo de resiliencia como Dersú Uzalá.


Quién iba a pensar que Akira Kurosawa, discípulo y admirador de John Ford y del cine hollywoodiense en general, encontraría su salvación en la Unión Soviética. Fue el mítico estudio Mosfilm, que había ayudado a financiar producciones de Eisenstein, Tarkovsky o Bondarchuk entre otros, el que le ofreció dirigir una nueva adaptación de las exitosas memorias de Vladímir Arséniev publicadas en 1923. 

Sabedores de la gran estima que el realizador le guardaba a la literatura rusa, los dirigentes soviéticos lo eligieron para encabezar un nuevo film que asombrara al mundo. Su devoción por la prosa rusa se remonta a la juventud, cuando quedó prendado de la novela original. Años después, en la década de los 50, intentó sin éxito llevarla a la gran pantalla, pero el destino o el azar quiso brindarle una segunda oportunidad.   


Filmada casi en su totalidad en la misma tundra en la que se ambienta el libro, este fue su primer rodaje fuera de Japón. ¡Y qué rodaje! Debido a su incansable búsqueda de la perfección, la producción tardó tres largos años en completarse. Años marcados por la lluvia, la nieve y el frío; incluso cuando el cielo se abría y el sol se avistaba en el horizonte, su luz era tan tenue que apenas iluminaba el camino.
 
Fue una producción ardua, llena de obstáculos y sublevaciones continuas; el equipo de cámaras, compuesto principalmente por rusos, cambiaba cada semana a causa de las precarias condiciones laborales. Por primera vez en su carrera filmó en 70mm., un formato ideal para transmitir al espectador la emoción de aquellos majestuosos encuadres que, cual paisaje artístico, tanto se había esmerado en captar con su lente.

No obstante, pese a todas las adversidades que sufrió, fue en esa mansa oscuridad, en esa implacable naturaleza que tanto amaba, donde el director halló la paz que le libraría de las pesadas cadenas de la depresión. Quizá se viera imbuido por el espíritu inmortal de Dersú; o quizá se reencontró consigo mismo y con su propia mortalidad. Lo cierto es que el Kurosawa que dejó Japón abatido, regresó con la gallardía del Amba –nombre por el que conocen los lugareños al venerado tigre siberiano–.


Ambientada a principios del siglo XX, Dersú Uzalá narra la historia de amistad que surge entre el distinguido capitán y explorador ruso, Vladímir Arséniev, y un anciano cazador nómada, cuando este primero se adentra con su expedición en la región. Un cruce de caminos fortuito que quedaría grabado a fuego en su memoria, poniendo en valor la pureza del ser y de la sabiduría primigenia como filosofía de vida y de muerte.

Protagonizada por Yuriy Solomin y Maksim Munzuk en el papel del entrañable Dersú, la película, de dos horas y media de duración, nos invita a descubrir parajes olvidados, allá donde el hombre se vuelve insignificante ante la inmensidad del Universo. Dersú Uzalá celebra la vuelta a los orígenes, a la estima de las fuerzas elementales que nos rodean; el fuego, el agua, el viento… Todo hace girar el gran mecanismo terrestre en el que nosotros no somos más que un simple engranaje.



Un factor común en la filmografía del director es su admiración por el medio ambiente y por el papel que este juega en sus historias. Nadie ha captado mejor el entorno en el que se ambientan sus películas que Kurosawa. En Dersú Uzalá, ese arte es llevado a su máxima expresión con una fotografía de belleza sobrecogedora y recuerdo imborrable.  

Las estampas que aquí nos regala causan tanta o más impresión como la mejor escena dramática de muchas otras películas. Kurosawa engalana la cuenca del río Ussuri, mostrando todas sus bucólicas y aterradoras facetas. Aquí, más que en ninguna otra película, la naturaleza juega un papel crucial, hasta el punto de convertirse en un inesperado compañero de viaje con el que deberán lidiar nuestros protagonistas; de carácter esquivo e impredecible, tan pronto se vuelve dócil como despiadado. 

Con una narrativa sencilla en la que prepondera el poder simbólico de las imágenes, la cinta está dividida en 3 partes bien diferenciadas: un prólogo, un nudo y un epílogo. Su estructura, lejos de ser tradicional, fluye como un río. No hay hilo argumental ni trama ni misterio alguno; solo el día a día del hombre luchando por su supervivencia. La falta de complejidad argumental hace que la acción derroche autenticidad y humanismo.

En la primera parte, Vladímir busca la tumba de su añorado amigo Dersú, después de haberlo enterrado tres años antes. Sin embargo, el lugar ha cambiado tanto que apenas lo reconoce. La civilización se abre paso en la taiga: donde antes había cedros y nogales, ahora hay poblados de aventureros en busca de mejor fortuna. Apenas hemos empezado el viaje, pero ya sentimos cómo las arenas del tiempo cargan sobre nuestra espalda. Y pensar que esas nieves perpetuas albergan el recuerdo de todos aquellos que una vez las recorrieron…


Después de este solemne prólogo, el cual nos mete de lleno en el espíritu y tono de la película, Kurosawa emplea la siempre socorrida técnica del flashback. De esta forma, retrocedemos a ese tiempo en el que Vladímir y Dersú, aún inconscientes de la existencia del otro, estaban a punto de cruzar sus pasos. 

El año es 1902. La estación: otoño o invierno. La expedición rusa liderada por el poruchik Arséniev sufre las inclemencias propias de un territorio ignoto. Lejos de la metrópoli, sus avances tecnológicos se antojan inútiles para guiarse. Cansados, frustrados e incluso intimidados por la presencia amenazadora de la naturaleza, un lugareño de la etnia nanái irrumpe en sus vidas y las cambia para siempre. 

Al principio, es visto como un fanfarrón, un viejo necio con pocas luces y aún menos recursos, pero enseguida aprenderán que las apariencias a menudo engañan. Una escena en concreto, la del tiro a la botella, revela lo mal que lo habían juzgado. A partir de entonces, ese hombre, al que apodarán cariñosamente Dersú, no será solo su guía, sino también un mentor que les revelará un mundo de conocimiento que había pasado desapercibido ante sus ojos.


Dersú representa a una generación arraigada en la tierra que trabajaron y por la que sufrieron. Aquellos que ahora vemos desde la distancia y la comodidad de nuestros cálidos hogares, pero que levantaron los pilares sobre los que hoy nos sustentamos. Es ese abuelo que predice cuándo va a cambiar el tiempo o qué planta sirva para qué propósito; es esa amable señora que cuida del huerto cada mañana y que conoce hasta el último recoveco del valle. Esta película rescata los últimos vestigios de una cultura olvidada.

Hechas las introducciones, entramos en el grueso de la obra, donde radica gran parte de su espíritu. A diferencia de otros títulos, aquí nos hacemos partícipes de las desventuras del grupo; las alegrías, tristezas, desafíos e incluso los cánticos junto al fuego, que en cualquier otro film serían anecdóticos, aquí cobran una importancia capital. Acierta Kurosawa en poner el foco no sobre el argumento, sino sobre las vivencias de los personajes, ya que esto crea un lazo aún más estrecho entre ellos y el espectador.

La primera gran escena que marca un antes y un después en la relación de Arséniev y Dersú es, sin lugar a duda, la de la tormenta de nieve en el lago helado de Khanka. Aislados del resto de la expedición, ambos deberán cooperar para sobrevivir. Por primera vez, somos testigos de la unión de dos mundos opuestos, el moderno y el ancestral, en lo que solo puede entenderse como una hazaña tan épica como emocionante. 


Resulta curioso, que no circunstancial, ver el comportamiento de ambos frente a la adversidad. Por un lado, Arséniev, equipado con la última tecnología de la época y cargado con su rifle, se ve agotado por unas condiciones a las que no está acostumbrado, postrándose ante la llegada de una muerte inminente. 

Por el otro, Dersú, ataviado con las pieles de los animales que ha cazado y con tan solo un mísero palo con el que apoyarse, saca toda su pericia y sus fuerzas para construir una improvisada yurta con los elementos que tiene a su alcance.
 
Consciente del peligro que atraviesan, Kurosawa utiliza la ventisca como un recurso dramático. No lo crea ni lo embelesa artificialmente, ya que eso le restaría el impacto y la veracidad que tanto persigue. Esto hace que, por momentos, ni siquiera logremos atisbar a nuestros protagonistas, los cuales ocultos tras un muro de viento y nieve, nos hacen sufrir de impotencia y desconocimiento.


Pero, lo que realmente nos sorprende a nosotros y al propio capitán, vendría a la mañana siguiente, cuando descubrimos cómo construyó el refugio. Empleando el teodolito de Arséniev como pilar central para la yurta, Dersú se las ingenió para mantenerlos a ambos sano y salvo. El viejo trampero tomó un instrumento para el avance científico y le dio un propósito quizá más primitivo, pero vital para su misión.

Tres escenas previas nos ayudan a entender el carácter de este astuto personaje y por qué actuó de la forma que lo hizo en el lago helado. 

La primera llega casi al inicio de la andadura, cuando los soldados se cruzan con una cabaña desvencijada en medio de la nada. Para ellos solo es una chabola más, pero para Dersú puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Sin pensárselo dos veces, se dispone a repararla y tras hacerlo, les ruega que dejen algo de comida en su interior. 

La segunda ocurre poco después de caer la noche. Mientras los jóvenes rusos se divierten, bebiendo y jugando, Dersú se aleja del ruidoso campamento para conectar con los habitantes de la naturaleza; esa gente de la que tanto habla y con la que convive en simbiosis. El capitán, haciendo las veces de espejo al espectador, escucha su conversación con un búho y observa atónito la ofrenda que, con suma delicadeza, talla frente al fuego. 


La tercera y última es su breve encuentro con un anciano chino que vive, cual ermitaño, en una minúscula choza encajada en el suelo. La historia de este estoico y enigmático personaje, narrada a través de Dersú, es la de alguien apartado de todo. Defenestrado por la misma sociedad en la que antaño era un miembro distinguido, se aisló en las montañas para lidiar con su duelo. 40 años después, coincidiendo con la inesperada visita de la tropa, el viejo reúne fuerzas gracias en parte a la compasión que ambos le profesan. Me encanta esta escena porque, sin llegar a desconectarse de la aventura principal, se permite el lujo de abrir un pequeño paréntesis que, a su vez, nos abre los ojos a otras realidades paralelas. 

Por otra parte, no puedo dejar de pensar en este humilde penitente como una alegoría del estado de ánimo del propio Kurosawa. Las similitudes son evidentes: después de que le dieran la espalda, se exilió a lo más recóndito de la taiga para purgar los malos pensamientos que lo acosaban. 


Entre medias, la película nos regala imágenes inolvidables, como la del sol y la luna manteniendo un pulso celestial bajo la atenta mirada de nuestros protagonistas o la de la tropa reunida alrededor de una fogata hecha en la ribera del río Ussuri. Toda una sinfonía de la naturaleza en la que Kurosawa ejerce de director de orquesta. Se dice que el cine son cuadros en movimiento, pero el significado de estas palabras solo se entiende viendo títulos como este.

Tras su incursión en el lago Khanka, los caminos de Arséniev y Dersú se separan. La misión ha concluido con éxito y ahora la tropa regresa a la próspera ciudad de Jabárovsk, la segunda más poblada de la Rusia oriental tras Vladivostok. La despedida se produce en unas vías del tren, lo cual le añade mayor simbolismo si cabe. Sin embargo, algo nos dice que este no será un adiós, sino un hasta luego…


Segundo flashback. Esta vez echamos la vista atrás al año 1907, cinco años después de los eventos que acabamos de comentar y tres antes del prólogo. La voz en off del capitán, que ha actuado hasta ahora de narrador, adquiere un cariz melancólico. El sentimiento de nostalgia es más profundo con el transcurrir del metraje. Y es que el tiempo, ese enemigo invisible, hace mella en la salud y en el ánimo, incluso en la de los más fuertes, como nuestro querido cazador y su intrépido capitán.

La expedición ha cambiado, pero él alberga la misma esperanza de reencontrarse con su Dersú. Nosotros compartimos su ilusión y ansiamos el momento en el que ambos crucen sus miradas y se fundan en un abrazo tan reconfortante, que les haga olvidar el frío de la taiga. Ya no se ven como extraños ni como forasteros o locos excéntricos, sino que se miran como iguales. De distintas culturas, sí, pero con un mismo corazón.


Por supuesto, el reencuentro ocurre y es tan efusivo como cabría imaginarse. A diferencia de su primera andadura juntos, ahora se respira un clima de confianza y alegría. Kurosawa nos indica la llegada de la primavera con una maravillosa escena del deshielo del río. La temperatura aumenta y los bosques alardean de infinitas tonalidades. 

Todo sigue igual. O eso parece. Dersú vuelve a salvar la vida del capitán de forma heroica y nosotros volvemos a sentir la misma tensión que vivimos durante aquella ventisca. Afortunadamente, la cooperación humana gana otra vez la partida, demostrando que cuando queremos, podemos. Nada nos une más que la adversidad.

Sin embargo, la felicidad, como todo lo bueno en la vida, dura un suspiro; por mucho que lo quieras contener, tarde o temprano tendrás que exhalarlo y entonces ya no lo podrás recuperar. Después de sacarse unas fotos para la posteridad, la sombra de la muerte se cierne sobre ellos. 


La desgracia se desata cuando Dersú mata por accidente a un tigre que les seguía en la espesura. La cultura chamánica de los nanái le guarda un gran respeto al oso (Doonta) y al tigre siberiano (Amba). Para ellos todas las cosas poseen un espíritu. Dale muerte a un tigre y su alma perseguirá a su verdugo hasta matarlo. 

De pronto, comienzan a manifestarse las diferencias culturales entre ambos. Arséniev no entiende la preocupación de Dersú, achacando su pérdida de visión a la vejez. Mientras, Dersú está convencido que esto no es sino un castigo por matar al tigre. En esta encrucijada, el maestro Kurosawa toma la decisión más sabia, evitando posicionarse y dejando que sea el espectador quien decida. Veremos pues imágenes ambiguas, que bien podrían ser ciertas o ser fruto de una mente senil y temerosa.

La única e incontestable realidad es que Dersú es incapaz de acertar un blanco, por cerca que esté. Impotentes ante semejante infortunio, nuestros protagonistas se despiden de los días de aventuras audaces y de conversaciones fascinantes bajo la luz de las estrellas. Todo eso queda atrás y ahora miran, con suma tristeza y añoranza, el ocaso de sus vidas.


Abandonamos por tanto los bosques y emigramos a territorio urbano, donde el capitán acoge al anciano cazador en el seno de su familia. El tono ha cambiado de tornas y ahora se siente más lúgubre, apagado, falto de vida. Aunque los esfuerzos de Arséniev sean admirables y certifiquen que la bondad también puede manifestarse en la gran ciudad, Dersú ya no es el que era. Y jamás lo volverá a ser.

Cuando alguien como él ha cruzado el umbral de la vejez, surgen los fantasmas de todos los años de brega. Esa familia que perdió, la gente a la que no pudo ayudar, los animales que tumbó... No existe hogar, por grande que sea, que pueda cobijar tantos recuerdos juntos. Dersú está fuera de su hábitat. Como un pez que se ahoga fuera del agua, él siente cómo las extrañas leyes de la ciudad y sus gentes le asfixian. 


Así es como llegamos al epílogo. Un trágico final construido desde el inicio y cuyas emociones han ido creciendo lentamente en el espectador. El adiós definitivo a un ser humano y a la tradición que representó con orgullo. Esta conclusión también puede entenderse, desde el punto de vista de Kurosawa, como el final de una era. Al fin y al cabo, sus técnicas habían quedado anticuadas a ojos de los jóvenes; quizá ya no entendía tan bien las inquietudes del público. 

Su muerte no nos cogerá por sorpresa, pero ello no la hace menos demoledora. No solo por las vivencias que hemos compartido con él a lo largo de la aventura, sino por la forma en la que murió. Asesinado despiadadamente por sus semejantes, aquellos a los que en vida él hubiera ayudado sin dudarlo. Qué bien se nos da arrasar con todo y qué mal se nos da construir… Extinguimos la luz de un personaje brillante y lo enterramos sin miramientos en lo más profundo del olvido.


Al menos nos queda el consuelo de que alguien, en algún lugar, perpetuará su legado. Alguien como el Capitán Arséniev que, invadido por la pena, se sirva de ella para iluminar el camino de otra gente, como lo habría querido su sincero amigo y fiel escudero. Y ese mismo sentimiento lo comparte todo aquel que ve esta obra maestra firmada por un genio silencioso, un humilde artista que entendía su trabajo con la misma dedicación, artesanía y cariño que Dersú.

 10/10: ¡NO DISPAREN, SOY GENTE!

5 comentarios:

  1. Anónimo5/17/2021

    Impresionante disección de una obra maestra. Esto demuestra que hay personas con la cualidad especial de saber ver. De saber mirar. Una vez más, le aplaudo sin duda. Soy Cinéfila Literata y una admiradora de lo que escribe y cómo lo escribe. Gracias Enormes.

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    1. ¡Gracias a ti, Cinéfila! Es un placer escribir para gente tan amable como tú. ¡Un saludo, amiga!

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  2. Un placer leerte as always Rick!! Es mi peli favorita de Kurosawa, pendiente de ver toda su filmo, pero me toca la fibra siempre. Me acuerdo de verla en casa de mi padre en Asturias descubriendo el cine mas alla del blockbuster y lo recuerdo como una experiencia sobrecogedora. Un abrazo y gracias por el currazo!

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  3. ¡Es que es una experiencia inolvidable! La primera vez que la vi quedé sin palabras. ¡Gracias por leer la reseña y por el comentario! Un abrazote.

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  4. Si hay una película diferente.. .
    Si hay una línea que traspasar para olvidar que hay una cámara filmando...
    Si hay unos amigos que le ponen Dersú a su hijo recién nacido...
    Si hay algo que consigue avivar ese vínculo secreto y profundo con la naturaleza tal y como es...
    Aquí, está.

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