Le
debo muchas cosas al cine, entre las cuales se encuentra la escritura. El
efecto reparador de juntar palabras sobre un papel, ya sea real o virtual,
tiene algo mágico, al menos para mí; logra distraerme, enriquecerme y en
algunos casos, me sirve de catarsis. Una liberación que no siento cuando hago
deporte, ni cuando salgo por ahí. Sólo escribiendo siento esa relajación que me permite seguir con el
día y aparcar temporalmente los problemas. Evidentemente el objetivo siempre fue, es y
seguirá siendo conectar con vosotros, los que estáis al otro lado de la
pantalla leyendo, porque una parte de escribir también es verter ideas y ver cómo otras
personas las escuchan e incluso las comparten, en ocasiones.
El
elemento central de este artículo no será el cine , si bien éste puede surgir a lo largo del escrito. De lo que quisiera hablar hoy es del pasado,
del presente y del futuro; de lo bueno que tiene nuestra sociedad y también de lo malo. En lo que a mí respecta, yo resido en el extranjero, así que
trataré de hablar global en vez de localmente, porque no se trata de nada ni de
nadie en particular. Esto es algo más universal.
En
2015 escribí un artículo titulado "Un espacio para la reflexión", que os invito
a leer, ya que explica las razones por las cuales hago este tipo de
publicaciones. En él hablaba sobre la tecnología y cómo ésta nos había
distanciado y había creado una barrera a la comunicación y la
socialización. Han pasado tres años y siento impotencia, porque ya no es que no
haya corrección, es que siento que la cosa va a peor. El distanciamiento ya no es algo
subjetivo, ya no se puede individualizar; las estadísticas reflejan un problema del que adolece todo el mundo occidental. Cada vez resulta más difícil acercarse a otra persona y entablar una amistad. La desconfianza y los prejuicios nos han hecho sus prisioneros. Quizá sea culpa de los medios, de nuestros políticos, del sistema
educativo o quizá de nosotros mismos, no lo sé, pero la realidad es que hemos integrado
la soledad en nuestra psique; la hemos abrazado sin darnos cuenta. Nos han dado
a elegir entre vivir en el mundo real o en nuestros móviles y, como sociedad, hemos
elegido la segunda opción. Es triste ver a una pareja sentada en un restaurante
sin mirarse; duele que nos quedemos antes sin conversación que sin batería en
el teléfono; deprime que muchos no sepan distinguir entre el cálido roce del cuerpo y la aspereza del frío metal.
Ahora me miro al espejo y me repito irónicamente: yo no soy diferente. Al fin y al cabo, también me incluyo en ese invento llamado red; es más, deseo incluirme, porque de verdad
creo en ésto. Me encanta el ambiente de este pequeño círculo de amantes del cine que hemos
creado y quiero creer que el sentimiento es recíproco. Por eso no quiero caer
en maniqueísmos sobre Internet o sobre las redes sociales; no me gusta generalizar,
porque perdemos esos matices tan importantes que ayudan a desentrañar los
misterios de la vida.
Soy
de la opinión de que todo debe consumirse con moderación, que todo extremo es
malo y el uso de la tecnología no es una excepción. El problema es que nos ha
llegado de sopetón, así, sin poder digerir el golpe; somos como un boxeador desorientado, tirado en la lona y al borde del noqueo, tratando de levantarse. No sé si a
veces miráis por el retrovisor y os percatáis de que, en menos de veinte
años, nuestro estilo de vida ha cambiado radicalmente. Hemos pasado de lo
analógico a lo digital en menos de lo que cuesta dar un click. El punto de no retorno ya se ha
cruzado y para aquellos que se regocijan en los placeres de lo cotidiano, el vértigo resulta cada vez mayor; ¿realmente queremos ésto? Eso de
recapacitar, de echar el freno de mano y detenerse un instante ya no se lleva.
Ahora las noticias son efímeras, saltan tan rápido que uno ni se entera y cuando por fin lo
hace, ya han pasado de moda. Ese frenesí se traduce en un mayor estrés y agobio. Un
sofoco insoportable cuya única medicina es desconectar; sacar la cabeza del
Hosaka –como diría William Gibson–, salir de la matriz y pegarse un buen baño
de realidad. Observar la vida a su ritmo natural y comprender que es ahí donde pertenecemos.
Miramos
Twitter, Instagram o Facebook y vemos cientos o incluso miles de seguidores
pero ¿en qué se traducen? En felicidad no y tampoco en amistad, necesariamente. Lo uno no atrae a lo otro y viceversa. Entonces, ¿para qué sirven exactamente? Pues creo que
depende de cómo nos lo tomemos; para muchos sólo son una forma de alimentar su ego, de ver crecer un número, ya sean me gustas, seguidores o asemejados. Una
estadística pasajera sin mayor trascendencia. Hoy eres "famoso" y mañana nadie se acuerda de ti; fuiste una moda más
de tantas, una ola en la marea, que se fue igual que vino. En la red nada es duradero y
por eso hay que reírse y disfrutar de lo que tengas mientras lo tengas y,
sobretodo, procurarse una vida ahí fuera: alguien que te quiera, amigos que te conozcan, una
familia que te apoye, etc. Esa dosis de realidad, que ayuda a mantener los pies en la tierra, tiene que venir de las personas que nos rodean físicamente, no de las que viven
en código binario.
El
problema es que, para crecer en la vida hay que exponerse, hay que sufrir y hay
que sentir y eso son palabras de las que mucha gente huye a día de hoy. Las hemos convertido en tabú. Es más
fácil restringirse y limitarse a las esferas digitales, donde el daño es
relativo porque las hostias se las lleva un seudónimo; una imagen
fabricada de nosotros mismos, un muñeco de trapo que utilizamos para no
mostrarnos tal cual somos, ya sea por miedo, vergüenza o autodefensa. Preferimos
construir un yo alternativo, más guapo, gracioso y sociable; la persona que queremos ser y no somos. Nuestro alter ego digital.
No
quiero enrollarme, ya que podría hablar de este y otros temas durante horas –rodeado
de unas buenas cervezas, preferiblemente–, pero quisiera lanzar un último mensaje antes de terminar. Martin
Scorsese recibía el Premio Princesa de Asturias hace unos días y en su discurso
hablaba de la importancia del arte y del miedo que sentía porque éste fuese
restringido. Lo que el maestro Scorsese explicaba
es extrapolable a otros aspectos de la vida contemporánea, concretamente al de las
relaciones sociales. El arte no es más que una forma de expresar los
sentimientos y este debe ser libre y valiente para poder brillar en el alma de
las personas. Sólo si recordamos de dónde venimos, podremos levantarnos y elegir
un camino que, como sociedad, podamos recorrer juntos. No sé si es tarde,
si aún queda tiempo para reaccionar o ya perdimos ese tren, pero merece la pena
intentarlo y averiguarlo, porque vida sólo hay una y hay que exprimirla al máximo. Porque,
como decía nuestro amigo replicante: “yo he visto cosas que jamás creeríais”.
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