Arranco este análisis del episodio 3
de la nueva temporada de Black Mirror admitiendo que ni he visto todos los
capítulos de la serie distópica creada por Charlie Brooker ni me considero un
gran seguidor de la misma. Dicho esto, me disponía a darle una oportunidad a
esta quinta temporada estrenada en Netflix, empezando por este "Rachel, Jack y
Ashley Too", un episodio cuyo título ya de por sí me echaba para atrás: largo,
carente de significado y simplón a más no poder. Lo que no me esperaba es que,
lamentablemente, estas tres cualidades no sólo incumbían al título sino al
episodio por completo. Protagonizado por Miley Cyrus y Angourie Rice, la trama
gira alrededor de dos jóvenes: Ashley (Cyrus) es una estrella del pop bajo la
constante tutela de su tía Catherine; mientras, Rachel (Rice) es una chica de
familia humilde –y muy estereotipada– que acaba de mudarse a un nuevo barrio.
Una tiene millones de seguidores, la otra no tiene ni un amigo en el instituto;
una tiene un don para la música, a la otra le gustaría tenerlo. Son dos polos
opuestos tanto por su tren de vida como por su personalidad pero el guionista y
showrunner, Charlie Brooker, encontrará una forma de unir sus destinos.
Dejando de lado lo bochornoso que
resulta el título, la trama empieza lo suficientemente bien como para darle un
voto de confianza. De hecho, de su hora de duración, la mitad aproximadamente
funciona; no es ninguna genialidad pero entretiene y muestra potencial. Porque,
si algo tiene este episodio es potencial para ser mucho más de lo que termina
siendo: en una sociedad en la cual la figura de la celebrity ha cobrado más
importancia y repercusión mundial que nunca, donde personalidades como Jennifer
Lopez, Cristiano Ronaldo o la propia Miley Cyrus influyen la vida de millones
de personas, tenemos mucho que aprender sobre el autocontrol y la mesura. Mucha
gente ha perdido el norte siguiendo a su ídolo, un ídolo cuyo estilo de vida
está marcado por los lujos y los excesos de todo tipo. Cientos de miles de
jóvenes crecen con esos ideales en la cabeza y quién los puede culpar. Al fin y
al cabo, todos hemos soñado con vivir de lo que nos gusta, ya sea el fútbol, el
cine, la música o cualquier otra disciplina deportiva u artística. Ultimamente
ha surgido un nuevo tipo de celebridades, llamados “influencers”, gente que ha
levantado un imperio publicando fotos en Instagram o tuits incendiarios. Del
mundo digital han surgido muchas historias y mensajes importantes que
transmitir al público, desde ambas perspectivas: la del fan enloquecido y la
del famoso descontrolado y borracho de poder, que se cree casi inmortal.
No obstante, tras una introducción
interesante y estereotipada a partes iguales, que cubre todos los tópicos habidos
y por haber del cine: chica dulce acosada en el colegio, padre pasota, hermana
emo, artista atrapada por su imagen y manager dictatorial que solo piensa en el
dinero. Todos los personajes que ha creado Brooker son de plastón y ninguno de
los dilemas emocionales que presenta llegan a resolverse. La relación entre la
chica dulce y su hermana nunca se explora, como tampoco se exploran sus
respectivos traumas por la prematura –y misteriosa– muerte de su madre; sabemos
que la tía de Ashley es una loca, psicópata que está dispuesta a dejar en coma a
su sobrina con tal de seguir sacando pasta, pero nunca nos explican el por qué
de su aberrante comportamiento. Aquí o eres bueno o malo porque al guionista lo
hemos pillado en un mal día y no quiere profundizar en los detalles.
Pero, aunque el desastre ya se
mascaba, este no se materializó hasta pasado el ecuador del episodio. No fue
hasta que a la loca de la tía se le fue definitivamente la cabeza, que la
historia no se fue al garete. Black Mirror, esa serie que presumía de destapar
el tarro de las esencias de nuestros miedos tecnológicos y se caracterizaba por
una historia retorcida, plagada de humor negro y sátira social, tomó en este
episodio la dirección más infantil y disneyficada posible. Las situaciones se
volvían cada vez más ridículas y el comportamiento de los personajes era
absurdo y estúpido en el mejor de los casos. De golpe y porrazo, Brooker dio al
traste con las aspiraciones que pudiésemos tener, convirtiendo su serie en un
show digno de las tardes de Disney Channel. La recta final con la hermana emo
conduciendo como si de John Wick se tratase, acompañada de su correspondiente escena
de infiltración que hace parecer a Un canguro superduro una película basada en
hechos reales, da bastante vergüenza ajena.
Por supuesto, una vez derrotada la
malvada tía de Miley Cyrus y ya liberada de sus garras –porque un personaje
interpretado por una estrella del pop como ella no puede ser más que la buena
de la historia–, todos viven felices y comen perdices. Un final muy bonito en
el que la hermana emo y recluida se junta con la superestrella Ashley O para
formar un grupo underground muy rebelde y por supuesto, exitoso. De la otra
hermana, la supuesta “protagonista”, no sabemos mucho más: Brooker no tiene
ningún interés en romperse la cabeza, así que termina igual que empezó. La
pobre no ha resuelto ninguno de sus problemas, ni sociales ni de realización
personal, pero tiene una Alexa malhablada con la que pasar el rato. Largo,
innecesario pero sobretodo, desaprovechado episodio que da la razón a todos
aquellos seguidores que llevan tiempo advirtiendo del bajón que ha pegado Black
Mirror desde que Netflix la adquiriese.
3/10: RAQUEL, JUANITA Y LA MUÑECA
HINCHABLE INTELIGENTE.
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