Amargo recuerdo de una libertad perdida


En estas fechas tan especiales donde todo lo rutinario intenta dejarse de lado y recapitulamos lo que ha sido y lo que pudo ser el año, mientras echamos la vista a la ilusión de la página en blanco, tuve la suerte de encontrarme con una de las últimas obras del venerado Studio Ghibli. El cuento de la princesa Kaguya, dirigida por el maestro de la animación Isao Takahata -con permiso de Hayao Miyazaki- salió en las salas allá por 2013 y fue un rotundo fracaso en taquilla, recaudando unos escasos 25 millones de dólares sobre los 50 que costó hacerla. Ni siquiera en Japón, donde el estudio es altamente reconocido pudo hacer negocio y es una lástima porque estamos hablando de una de las mejores películas que han producido hasta la fecha. La historia, pilar fundamental del éxito de esta humilde productora, vuelve a hacer las delicias de aquellas mentes creativas y soñadoras que buscan la magia en las cosas simples de la vida. En este caso Takahata nos cuenta, a modo de fábula, la vida de una niña nacida de un brote de bambú y criada por un matrimonio campesino. A medida que el filme avanza y la pequeña crece, sus padres reciben extrañas señales del bosque que parecen indicar que su destino no es vivir la sacrificada vida del campo. 

Uno de los aspectos en los que siempre ha sobresalido Ghibli es en la animación; desde Nausicäa hasta El viento se levanta, tanto Miyazaki como Takahata han sabido conjuntar sus estilos para crear obras de magnífica factura en lo visual. Nadie mejor que ellos entiende el significado de la imagen en movimiento; es decir, del cine. Se dice que una película es sobresaliente cuando puedes quitarle el sonido y aún así sigue transmitiendo las mismas emociones y eso es lo que Takahata consigue de nuevo en este título. Si la cinematografía merece ser llamada arte es, en parte, gracias a este tipo de autores y visionarios que dedican años -concretamente ocho- persiguiendo un sueño. Puede que desde un punto de vista financiero Ghibli tenga que echar el cierre pero el arte no tiene límites, sino que se lo digan a Van Gogh. La única lástima es que tengamos que verlo perecer para poder apreciar en su justa medida su talento. Esta triste realidad me recuerda que el arte y las matemáticas no deberían ir ligadas. Su renuncia a la animación digital -mucho más barata y rápida de hacer- no es más que la firme convicción del que sabe estar haciendo lo correcto. Con ello no intento echar en contra de estudios occidentales como Pixar -Del revés es una de las grandes películas de animación de los últimos años- pero me cuesta aceptar que otros estilos, como el stop-motion o éste, tengan que verse abocados a la extinción por motivos ajenos al séptimo arte. Lo que más noté es que, a diferencia de otros títulos, El cuento de la princesa Kaguya utiliza distintos trazados para describir estados emocionales opuestos, principalmente la felicidad y la amargura. Pocas veces he visto tal expresividad con el pincel.


Como decía al inicio del análisis, otro de sus puntos fuertes es sin duda su fuerte componente narrativo. Dos factores vitales en el buen cine siempre han sido la evolución de los personajes y los vínculos que el espectador crea con ellos. Algo que parece perderse y entumecerse con el paso de los años y la digitalización del medio y que maestros del ayer y de hoy como Takahata guardan aún entre sus herramientas más importantes. Pocas veces en el cine actual puedes sentarte en la butaca sabiendo ya que vas a disfrutar de una experiencia única y que seguramente salgas de la sala devastado por la emoción. Desde el instante en que aparece el logotipo del estudio, la pantalla adquiere propiedades magnéticas para mis ojos. La historia de esta princesa celestial cuyo único sueño era alcanzar la libertad terrenal y disfrutar de las cosas simples de la vida me emocionó hasta tal punto que no pude evitar echar alguna lagrimilla. Takahata y Sakaguchi han creado una verdadera obra maestra; una fábula cuya verdad es tan simple -y necesaria de recordar- que nos olvidamos frecuentemente de ella: abrazar la vida y saber vivirla con honestidad. Como toda moraleja sirve tanto para niños como adultos y lo hace sutilmente, sin aleccionarte; ayudado por la empatía del espectador hacia la protagonista. Ambos guionistas muestran un manejo exquisito de los diálogos, de los silencios y en general del cúmulo de sentimientos encontrados de los personajes. Tristeza y alegría; ira y tranquilidad; optimismo y pesimismo. Todo fluye, sin artificios ni encuentros forzados. Sólo se interesan en narrar la vida de una mujer que soñaba con ser libre pero estaba condenada a vivir en una jaula de lujo y nobleza.

Podría decirse que este análisis se asemeja más a una carta de amor y estaríais en lo acierto porque mi admiración hacia Ghibli no para de crecer con cada obra que tengo el placer de ver y no se trata de gustos ni de puntos de vista; la calidad siempre está ahí. Dicen que la apreciación del arte es subjetiva y que nadie puede pretender deslumbrar al público en general. Yo opino que todas encierran una verdad, ya sea fea o bella pero son filmes de este estilo los que hacen que la embriagadora belleza del cine siga enamorando generación tras generación. Si estáis desilusionados por la emergente comercialización del medio os invito a ver y compartir esta cinta con todo aquel que sienta lo mismo o simplemente con aquel que aún no haya sentido amor por el celuloide. 


10/10: LLANTO POR LA LEJANA TIERRA.

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