Alcanzamos el ecuador de este
tercera temporada con este episodio titulado “La hora y el día”, co-escrito por
Nic Pizzolatto y David Milch, éste último reputado showrunner de Deadwood, que ahora espera continuación en la gran pantalla. Con este plantel de
guionistas, uno se espera altas cotas de calidad tanto en el argumento como en
el desarrollo de personajes y en sus diálogos. Sin embargo, donde más en forma
se muestran es en la creación de pistas falsas; tanto es así, que un servidor
empieza a confundirse entre lo que daba por sentado y lo que no. Si al
detective Hays le falla la memoria, Pizzolatto y Milch parecen obsesionados con
lograr que el espectador no sepa distinguir entre lo real y lo falso, entre lo
bueno y lo malo.
El episodio comienza con un déjà vu
de la primera temporada, cuando los detectives Hays y West se dirigen a una
iglesia para interrogar a su párroco. No me sorprendería que la iglesia
estuviese al tanto de lo ocurrido con los niños Purcell, incluso que fueran de
alguna manera responsables de la desaparición de Julie y la muerte de Will
Purcell. Las sospechas aumentan cuando encuentran una foto de la primera
comunión de Will donde aparece con la misma pose que la de su muerte. Al parecer
fue tomada por el sacerdote, el cual también reconoce que las extrañas muñecas
de la escena del crimen son obra de una anciana feligresa. Demasiadas
coincidencias como para ser meramente anecdóticas, aparte del mal rollo que dan
tanto la anciana como el párroco.
En una de esas conversaciones de
carretera tan propias de Rust y Marty, los detectives lanzan una idea que puede
llevar mucha razón, más aún si la ligamos al agujero en la pared en la casa de
los Purcell y al rapto de Julie. Al parecer, Will trataba de proteger a su
hermana de alguien. ¿Puede que ese alguien sea el hombre negro con un ojo
dañado que compró las muñecas a la anciana? Sea como fuere, parece claro que la
niña –la cual podría ser fruto de una relación extramarital de Lucy– es la verdadera
protagonista de este caso, la razón por la cual se desencadenó toda esta locura
en primer lugar.
Más tarde van a una comunidad
afroamericana en las afueras para interrogar a Sam Whitehead, el cual encaja en
la descripción del sospechoso. Tras un acalorado enfrentamiento entre el
vecindario y los agentes, Whitehead revela un dato sutil pero interesante: como
era de prever, él no es el único negro con un ojo dañado y comenta que hay
trabajadores en la fábrica de comida Hoyt Foods que también encajan con la
descripción. Si recordamos, en el capítulo anterior Hays encontró unas notas de
Julie dentro de una bolsa de Hoyt Foods, donde también trabajó la madre. A su
vez, la compañía ha creado una asociación para ayudar a niños desaparecidos, a
través de la cual pusieron un rescate por Julie Purcell y también se nos dice
que el mandamás de la empresa, que se encuentra desde hace semanas de safari en
Africa, perdió a su nieta hace unos años. Si tan concienciados están en
encontrar a Julie, ¿por qué el jefe se va de safari? No parece muy compatible
con los esfuerzos que está llevando a cabo. Si a eso le añadimos el Sedán caro
visto en la escena del crimen, ¿quién más podría permitirse semejantes lujos en
una región aparentemente depauperada como los Ozarks?
En el plano sentimental, Hays y
Amelia van de cena, premonizando el tumultuoso matrimonio que le seguiría en
los noventa. Hablan del caso –parece que no supiesen o no quisiesen hablar de
otra cosa– y Amelia se excusa por sacar el tema, a lo que Hays le responde que
no lo sienta por él; ya tendrá tiempo de hacerlo más tarde, cuando estén
casados. Por su parte, West ha encontrado algo de cariño en una joven feligresa
que encuentra tras el interrogatorio al párroco. Desde luego, el tipo no pierde
el tiempo.
Ya en 1990, Hays y West se
reencuentran para dar con Julie Purcell, a quien daban por muerta. Las
grabaciones del centro comercial donde encontraron sus huellas son
minuciosamente investigadas por Hays, quien se tira horas con la vaga esperanza
de dar con ella…y lo hace, aunque la imagen y los años que han pasado desde su
desaparición hagan difícil su reconocimiento.
Saltamos a 2015, donde el viejo Hays
sigue haciendo sus pesquisas, tratando de recordar los hechos del caso Purcell.
Con este objetivo en mente visita a la periodista interpretada por Sarah Gadon,
quien le muestra unas fotos donde aparece el cadáver de Dan O’Bryant, el
extravagante primo de Lucy Purcell que fue dado por desaparecido en los
noventa. Al parecer llevaba fiambre desde entonces, lo cual significa que tanto
él como su prima murieron más o menos al mismo tiempo. ¿Quizá se los querían
quitar de en medio? ¿Atar cabos sueltos?
Esto encadena con los sucesos
ocurridos en 1980, cuando Amelia (Carmen Ejogo) hace una visita a la casa
Purcell para llevarle algunos recuerdos del hijo y se encuentra con una Lucy
con el rostro desencajado y mirada nerviosa que minutos antes discutía con
alguien por teléfono. Lucy se viene abajo por culpa de sus propios
remordimientos, llegando incluso a decir que tiene “alma de puta”. Parece claro
que ella descuidó el hogar y a sus hijos, quizá incluso se los entregara en
bandeja al asesino pero, ¿a cambio de qué? ¿Y qué papel juega en todo esto el
primo? Las preguntas no hacen más que amontonarse, creando una maraña de
secretos y engaños difícil de descifrar.
El episodio termina con un intenso
interrogatorio a Freddy Burns y, más importante aún, con la inminente explosión
de la casa de Brett Woodard, más conocido como “El chatarrero”. Si el final
sirve de presagio para lo que está por venir en el próximo capítulo, agarraos
que vienen curvas.
8.5/10: TODOS SON CULPABLES
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