Análisis - La escalera de caracol (1946)

Entre los artistas que cruzaron el charco huyendo del horror nazi, los Lang, Wilder, Dietrich y compañía, encontramos a un cineasta más humilde, quizá sin la genialidad de estos últimos, pero con una gran agudeza audiovisual: Robert Siodmak. 



Su vida es la de un drama seco, desolador. Hijo de una familia judía afincada en Leipzig, a Siodmak siempre tuvo inclinaciones artísticas. De joven aspiraba a ser actor, aunque acabó desistiendo de pura frustración, igual que muchos antes y después de él. 


Alcanzó cierto éxito trabajando en el banco de su padre, aunque la Gran Depresión —que a menudo se circunscribe erróneamente a Estados Unidos— empujó a la familia al fatídico pozo de la miseria. 


Su hermano menor, Curt, también tenía talento, aunque no tanto en lo audiovisual como lo narrativo. Juntos se fueron a Berlín para trabajar en la difunta UFA, fábrica de los sueños expresionistas, donde se codearon con lo más granado de la industria de cine alemana. 



Tres años después de debutar con la película-documental Los hombres del domingo (1930) —guionizada por un joven principiante llamado Billy Wilder—, se vería obligado a exiliarse a Francia ante el inminente ascenso de los nazis al poder. Al parecer, Goebbels lo tenía fichado en su lista negra y era cuestión de tiempo que acabase ejecutado.


Para muchos cineastas europeos, París era la antesala de Estados Unidos. Una especie de purgatorio, donde muchos genios anónimos hacían escala en búsqueda de un futuro sin represión ni miseria. 

Aunque rodó alguna película en el país galo, no fue hasta que firmó un contrato de siete años con la Universal, que Robert se sintió libre de expresarse justo como él quería. Él pertenecía a una generación de directores camaleónicos, capaces de adaptarse a cualquier medio; no eran simples artistas, eran supervivientes y como tal, actuaban.



De esta forma arrancó una carrera constante y meticulosa. Muchos calificarían a Siodmak como el padrino del cine negro hollywoodiense, con permiso de Fritz Lang. En mi opinión, era un estupendo artesano, alguien con verdadero talento para jugar con los claroscuros a su antojo. Una de las obras que mejor muestran esa maestría de la que hablo es La escalera de caracol (1946). 

Esta película de suspense adapta una novela de Ethel Lina White y cuenta con un reparto femenino cautivador: una debutante Rhonda Fleming, que ya comenzaba su idilio con las cámaras; Ethel Barrymore, una luchadora de las trincheras fílmicas; la maravillosa Elsa Lanchester; y Dorothy McGuire, candidez personificada.



La historia se ambienta a principios de siglo y nos presenta a una joven muda (McGuire) que trabaja como criada de una anciana huraña (Barrymore) en una gran mansión. Una ola de asesinatos asola el lugar, pero nadie sabe quién es el autor ni dónde se esconde: solo que se dedica a matar mujeres. Una noche, de vuelta a la mansión, la joven siente que algo o alguien la acecha en la oscuridad. ¿Habrá logrado entrar en la casa? 


La acción ocurre en un único espacio en el transcurso de una noche, lo que da lugar a muchos juegos de cámara, ángulos interesantes y una puesta en escena soberbia en la que Siodmak pone todo su ingenio al servicio del espectáculo. 



Además, el título cuenta con un fantástico —y tristemente ninguneado— compositor como Roy Webb y un no menos genial director de fotografía como Nicholas Musuraca, a quien sacaron de la cantera de la RKO para la ocasión. ¿Y quién los reunió a todos ellos? Ni más ni menos que el magnate del Hollywood clásico, David O. Selznick.


La película es tan precisa en sus tiempos como el mecanismo de un reloj y a su vez tiene un extraordinario sentido de la sorpresa. Siodmak toma prestada una página de Hitch, el maestro del suspense, para crear una atmósfera inquietante, opresiva. 


La mansión se siente fría y hostil con nuestra joven protagonista. El hecho de que no pueda hablar le añade un punto de vulnerabilidad y angustia fantásticos. 



Dorothy McGuire es perfecta para el papel. Su cara de ángel —más similar a la de Audrey Hepburn que a la de Jean Simmons— es lo único noble y puro que encontraremos en el nido de depravación, arrogancia y misantropía de la acaudalada familia a la que sirve.


Aunque sus giros de guion no son ningún salto mortal con doble tirabuzón, se emplean con sobriedad y comedimiento. Lo propio en un maestro alemán como Siodmak. También era propio de él hacer un excelente aprovechamiento de los escenarios. Aunque ahora se le considere un cineasta de clase “A”, gran parte de su carrera se desarrolló en la serie B. B de Brillante.



La cinta arranca con una escena impecable, que firmaría el propio Hitchcock. Una muerte, un asesinato a sangre fría mostrado en cámara con la única referencia de los brazos agonizantes de la víctima. En aquel entonces, no necesitaban dar sustos; bastaba con infundir miedo. La imaginación puede ser mucho más aterradora que la demostración. 


Prueba de ello es el ojo que Siodmak utiliza frecuentemente en la película para representar el frenesí del asesino. Se intuye cierto voyeurismo en él. Nunca llega a confirmarse, pero hay carga sexual en el aire. Sexo, impotencia y locura, una mezcla que da para un psicópata de manual. 


Su metraje apenas llega a la hora y media, algo que cada vez agradezco más. La partitura de Webb, muy señorial y melódica, pero también perturbadora cuando hace acto de presencia el theremin, baila un morboso vals con la genial fotografía de Musuraca. 



Siempre hay una sombra en el encuadre, ya sea la de una silla, un teléfono o la del asesino. Por supuesto, las imágenes vienen acompañadas de efectos de sonido muy logrados: los árboles golpeando las ventanas, como si intentasen avisar a la próxima víctima; los lentos pasos del misterio; el chirrido de una puerta…En fin, ¿qué más puedo decir para convenceros de que le deis una oportunidad?

La escalera de caracol es un suspense ejemplar. Modélico. Quizá la mejor muestra del talento y del oficio de un cineasta que nunca se las dio de genio, pero lo era. Tensión, drama y mentes atormentadas llenan esta mansión de misterios insondables, listos para ser descubiertos por el espectador más curioso. No digas Hitchcock. Di Siodmak (See-odd-mack).



8/10: 39 ESCALONES Y MEDIO

0 comentarios:

Publicar un comentario