Análisis con Spoilers - True Detective (3x08)


Me disponía a ver el último episodio de esta tercera temporada de True Detective con una mezcla de entusiasmo y miedo. Por una parte, el iluso de mí aún guardaba esperanzas de que la historia concluyese por todo lo alto, dejando a los fans vitoreando a Pizzolatto y ansiosos por ver una cuarta temporada. Por otra parte, algo me decía que este capítulo tendría que durar lo mismo que un largometraje si quería esclarecer todos los cabos sueltos que había sembrado a lo largo de los siete episodios anteriores. Como esto resultaba imposible de creer, el temor de encontrarme ante un desenlace insatisfactorio y, peor aún, inconcluso crecía por momentos. Los que hayáis seguido estos pequeños análisis semanales –gracias por adelantado– quizá recordéis que ya en el quinto episodio comencé a tener mis dudas sobre el acto final; hasta ese momento, el ritmo que la serie había marcado daba a entender una conclusión si no precipitada, sí insuficiente. Claro que, ¿cuándo se puede considerar que algo ha sido suficiente?


Siento que, con el tiempo, el éxito de su primera temporada ha resultado una maldición. Una losa que la serie lleva soportando desde entonces y de la que no se puede librar, por mucho que lo intente: si en la segunda temporada Pizzolatto buscó alejarse todo lo posible de las marismas de Louisiana, en esta tercera ha regresado a una ambientación e historia similares en un intento de rescatar la esencia que lo catapultó a la fama, sin que ninguna de las dos pudiese desmarcarse de la alargada sombra que proyectó la original. Claro que hablo siempre desde mi punto de vista, soy consciente que algunos no tienen ese problema, llegando incluso a gustarles más las temporadas posteriores que la primera. Sin embargo, en el caso de ésta creo que, además de no cumplir con las expectativas que ella misma se había creado, ha terminado cavando su propia tumba. Ya no es cuestión de que ninguna de las teorías que la audiencia pudo construir a partir de la trama no se hayan cumplido, sino que el guión no ofrece una alternativa suficientemente convincente ni interesante para perdonárselo.


Duele aún más porque el guión parte de buenas ideas –las tres líneas temporales, la progresiva pérdida de memoria de Wayne Hays y sus complejas relaciones sentimentales y laborales, las recovecos del caso Purcell, etc.–, el problema está en cómo las utiliza. Todos los engranajes de la maquinaria están bien ideados pero, por alguna razón, la disposición de los mismos hace que el conjunto no termine de funcionar. Por ejemplo, Roland West es un personaje magnífico, con una marcada personalidad, tan atormentado como lo pueda estar Hays o más, pero la historia decide obviarlo casi por completo. Tengo entendido que Pizzolatto tenía más interés en desarrollar el de Hays, pero eso no debería ser excusa para relegarlo a un secundario de lujo, más aún cuando a este primero tampoco es que lo explore en demasía: su pasado en Vietnam apenas se expone, su relación con West no está tan bien resuelta como la de Rust y Marty y tampoco conocemos demasiado a su familia, más allá de las discusiones con Amelia que con el paso de los episodios resultaban un tanto repetitivas, al menos para mí. No digo que su personaje no brillara, sino que no encuentro motivos para impedir que su compañero lo hiciera también. Esto se deja ver con mayor claridad en este octavo episodio, donde la estrella resulta ser el personaje de Stephen Dorff que, con muy poco, consigue hacer mucho. La escena del bar de moteros es uno de los grandes momentos de la temporada.


En cuanto al caso en sí, lo cierto es que todo fue un gran señuelo para pescar al espectador y mantenerlo enganchado. Es como si HBO le dijese a Pizzolatto que cada capítulo tenía que contener la cantidad justa de pistas falsas para que los clientes no cancelasen su suscripción antes de tiempo. Todo lo que Hays y West investigaron a lo largo de tres décadas resultó en el secuestro de una ricachona loca con delirios de madre. Ya está. No busquéis nada detrás de la fábrica de alimentación del Sr. Hoyt, ni de Harris James, ni tampoco de los padres Tom y Lucy Purcell –se llegó a especular que los hijos no eran de Tom–. ¿Recordáis la guarida del diablo, ese parque de nombre siniestro donde fueron vistos por última vez los niños desaparecidos? Pues no resultó ser más que eso, un parque. Toda la conspiración que la periodista le expone a Hays en 2015 es una auténtica ida de olla, la precipitación del fiscal por cerrar el caso es absurda y los asesinatos de Lucy, Tom y Dan O’Bryant resultan gratuitos. ¿Tantas idas y venidas por un intento de adopción que terminó en secuestro y asesinato involuntario? ¡Porque así fue como murió el niño, por accidente! Las risas se oyen de Arkansas a Tombuctú.


Pero, os estaréis preguntando, ¿no habían conectado el caso Purcell con el de Dora Lange de la primera temporada? Sí y no. Es decir, que la oportunidad de colar un guiño era demasiado tentadora como para desaprovecharla. ¿Qué os creíais, que iba a ser algo más gordo? Lo que más me molesta de todo esto son todos los que dicen que “el guión no tiene que hacer realidad ninguna de las teorías de los fans” o que “Pizzolatto buscaba romper la cuarta pared y reírse de todos los conspiranoicos”. Ahora resulta que esperar algo basándose en lo que la propia historia insiste en contarte una y otra vez, por activa y por pasiva, se le llama ser original. Que la historia vaya todo el rato por un lado y al final cambie al contrario sin mayor explicación mola mucho. Imaginaos que en Dark City, todo lo que Murdoch experimentó no fuese más que un delirio y realmente estuviese confinado en un psiquiátrico. Para todos aquellos que se humedecen sólo con pensar en un vuelco argumental: estos no convierten automáticamente a una historia en buena u original.


Uno de los puntos fuertes de esta temporada fueron sin duda las actuaciones, tanto del dúo protagonista como de algunos secundarios como Scoot McNairy, que volvió a demostrar una vez más lo gran actor que es. Además, Carmen Ejogo muestra carácter y empaque en cada una de sus discusiones con el personaje de Mahershala Ali. Un explosivo choque de trenes que, aún estando sobreutilizado en la trama, no deja de ser uno de los grandes alicientes de cada episodio. Por otra parte, Michael Rooker está trágicamente desaprovechado en la historia y es una pena, porque borda los escasos minutos que aparece en pantalla. El hecho de que no lo utilizaran, aunque fuera testimonialmente, a lo largo de la temporada es uno de los grandes misterios de la serie. Lo que podría haber sido una presencia amenazante, se quedó en un viejo borracho al que le gusta ir de safari.

En definitiva, dicen que el final es la parte más importante de una película, ya que es la que nos deja con buen o mal sabor de boca. Es como ir a un restaurante y que todo esté exquisito menos el postre o echarle horas a un juego para llegar a un jefe final decepcionante. True Detective III es una experiencia interesante, en algunos momentos roza la excelencia pero, al final, lo que queda grabado en nuestra memoria es su desenlace. Puede parecer injusto que un guión al completo se juzgue por sus últimas páginas pero, como nos suele decir Pizzolatto en sus historias, la vida pocas veces es justa. Ese pesimismo que inunda la serie desde la irrupción de Rust Cohle se vuelve ahora contra ella y de forma irónica, termina siendo su sino. Y es que quizá él esté abocado a seguir escribiendo más temporadas de True Detective y nosotros, los espectadores, estemos condenados a decepcionarnos en bucle recordando, con frustración y melancolía, aquella distante anomalía que una vez creímos cierta.


6/10: EL TIEMPO ES UN CIRCULO PLANO

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