Sidney Lumet, el maestro del cine denuncia americano, nos ha regalado varias obras maestras a lo largo de su extensa carrera. Sus películas tienen un sello autoral claro y honesto, una voz detrás de las imágenes que, con firmeza, nos ha despertado a la realidad del mundo en que vivimos.
En Doce hombres sin piedad, diseccionaba los EE.UU. de los 50, al mismo tiempo que criticaba ferozmente el sistema judicial y la pena de muerte; Veredicto final, con un soberbio Paul Newman, investigaba la corrupción y el amiguismo en un sistema en el que el peso de la ley recae exclusivamente sobre la gente anónima…
Podría escribir un sinfín de artículos sobre la importancia de sus mensajes. El cine de Lumet va mucho más allá de la simple moralina; él era un observador silente, un fiero analista de una sociedad que, francamente, no ha cambiado tanto.
Quizá debería dedicar unas líneas a hablar de su vida y milagros. Desde luego, si alguien lo merece es él. Nacido en el verano de 1924, Lumet creció en un hogar judío de artistas en el bohemio barrio del Bajo Manhattan.
Su madre, una bailarina consumada, murió cuando él apenas tenía consciencia de sí mismo. Tras el trágico suceso, su hermana y él quedaron bajo el cuidado de su padre, un hombre orquesta emigrado de Varsovia que dirigía, actuaba y guionizaba sus propios espectáculos para cine, radio y TV.
El arte corría por sus venas desde los 11 años, edad con la que Sidney debutó en Broadway. Pero su auténtica pasión no era la actuación, sino la dirección y a eso se dedicó en cuerpo y alma una vez terminado el servicio militar tras la II Guerra Mundial.
Al contrario que muchos de sus predecesores, que pronto fueron fichados por los grandes estudios, Sidney se curtió en la TV durante años. Primero, en la CBS, en una humilde adaptación de Don Quijote (1952); más tarde, rodó varios episodios de Danger, una serie de intriga creada junto a John Frankenheimer. También pasó por la NBC y la ABC, hasta que debutó en el cine con gran éxito en 1957.
De esta forma, Sidney encabezó una prolífica generación de espíritus libres, nacidos de la pequeña pantalla, como Aldrich, Peckinpah, Altman, Penn, Schaffner, Roy Hill, Mulligan y la lista continúa. Más tarde, a esta época se la conocería como los años dorados de la televisión.
Los años pasaron y su leyenda se agrandó con cada película. Un cineasta lúcido y brillante que, en la simplicidad de la vida, encontraba las verdades más profundas de la existencia humana, por feas que estas fuesen —y a menudo lo eran—.
En los años 70, tras una serie de fracasos en taquilla, Lumet tuvo una segunda juventud creativa cuando decidió, acertadamente, regresar al cine reivindicativo de su etapa inicial.
De esta forma, el director surcaba el signo de los tiempos, firmando títulos de gran valor social, como La ofensa, Serpico, Tarde de perros o la que hoy tratamos, Network. En esta última, Lumet se disfrazaba de médium para predecir, no sin fundamentos, el futuro —ya presente— de la televisión.
Esa televisión en la que había crecido como director, pasaba a estar bajo el punto de mira de su ojo crítico. Con la inestimable ayuda de Paddy Chayefsky, quien ideó uno de los guiones más inteligentes y premonitorios que se hayan llevado al cine, Lumet desnudaba los medios de comunicación como nunca antes se había visto.
El televisor, esa enigmática caja en la que se emiten cientos de programas para mayor entretenimiento del hogar, tomó al mundo por sorpresa en los años 60. La gente deseaba dejar atrás los horrores de la guerra y la televisión apareció como un potente anestésico de venta libre. Una vía de escape de la monotonía, donde disfrutar del arte, la cultura y la actualidad.
Desgraciadamente, como ocurre con toda novedad, el tiempo acabó desgastándola: las cadenas perdieron esa frescura que las caracterizó en sus primeros años. La rebeldía juvenil dejó paso a la “sensata” madurez y todo se volvió más prefabricado.
En los despachos ya no se discutía sobre la calidad del contenido, sino de cifras de negocio. Ventas, ventas y más ventas. Dicen que el dinero mueve el mundo y el mundo estaba en la TV.
Howard Beale (Peter Finch) es un veterano presentador de la cadena nacional UBS. Una noche de copas, su viejo amigo y jefe, Max Schumacher (William Holden), le comunica su despido debido a la baja audiencia de los informativos. Beale, que solo entiende la vida dentro de los márgenes de una cámara, anuncia en directo que va a volarse la tapa de los sesos.
Chayefsky y Lumet narran, con gran pericia y estricto rigor, los últimos días de un títere televisivo. Una persona que entró a trabajar en los albores de la caja mágica y ha sobrevivido para ser testigo de cómo esta se convertía en la caja tonta —o quizá siempre lo fue y la edad lo había desengañado—.
En un mundo en el que la televisión se movía cada vez más por dinero, Network llegó para intentar remover conciencias a golpe de frases elocuentes y mensajes contundentes. Nuevamente, el cine se reivindicaba como el hermano mayor de las artes audiovisuales.
Un Lumet inmisericorde dinamitaba desde dentro la compleja red de publicidad informativa y para ello contaba con grandes y emergentes estrellas de Hollywood: William Holden, Peter Finch, Faye Dunaway y Robert Duvall.
Juntos dieron un estruendoso puñetazo sobre la mesa de los poderosos que, si bien no alteró el statu quo, continúa alimentando las mentes de todos aquellos que la redescubren. Network es combustible para el cambio, un cambio que se antoja difícil, pero que nunca fue tan necesario como ahora.
Es la lucha contra el sensacionalismo que ve en los titulares y las portadas de los periódicos y noticiarios, un arma arrojadiza con el que sacar provecho. La excusa perfecta para enfrentar a la gente entre sí. Ya sabemos que el odio es la emoción más lucrativa de todas.
Los medios son el camello, el público sus clientes y la ira es la droga con la que trafican mañanas y tardes, de lunes a domingo, disponible para todas las edades y sexos. Manipulan las palabras a su antojo, vendiendo un sustituto de la realidad: se ve y se siente como ella, pero no es igual. Una imitación a la vida, perfeccionada por insignes psicólogos y estadistas de grandes firmas, hasta alcanzar algo más adictivo.
Vivimos y pensamos como nos dicen, moldean la cultura a su imagen y semejanza y ni siquiera nos enteramos; son el trilero definitivo. Marean los hechos hasta que nos inducen a pensar que la verdad es la mentira y la mentira, la verdad. La insensatez jamás sonó tan cuerda.
Y todo este complejo entramado, ¿con qué finalidad? Como dice el personaje de Ned Beatty: «Solo existe un gran sistema de sistemas, un vasto y salvaje, entretejido, intercalado, multivariable, multinacional, dominio de dólares». Qué desagradable es la realidad cuando le quitas el maquillaje. La belleza de los seres vivos, de la naturaleza, del sol y de la luna, reducidas a divisas, gráficos y fondos de valores.
Network está trufada de personajes fascinantes, dignos de análisis: desde el presentador desquiciado, hasta la joven y ambiciosa ejecutiva o el director de la división de noticias, que vive un último romance para escapar de su decrepitud.
Empezaré con el detonante de todo este follón, el proclamado profeta de las ondas: Howard Beale. Su viaje psicótico comienza con un triste comunicado: piensa suicidarse y a nadie le importa. Ni sus compañeros de cadena, productores y editores del programa reparan en lo que dice, lo cual hace la escena aún más patética.
Howard es un hombre solitario, un fracasado en su vida sentimental y ahora, también en la profesional. Está agonizando en un vacío existencial y a falta de un salvavidas, de alguien que le tienda una mano amiga, abraza la locura como solución desesperada.
Sin embargo, la verdadera tragedia de Howard le espera en los despachos de la UBS. Unas cámaras de tortura posmodernistas, equipadas con aire acondicionado y minibar para distraernos de las barbaries perpetradas por hombres trajeados que actúan como sádicos verdugos con sus subordinados.
Los lujosos rascacielos que destacan sobre la arquitectura urbana son, en realidad, una trampa mortal, una nación sin estado exenta de toda ética y moralidad conocida. Dentro de esos muros, puedes adular, traicionar o humillar; no importa lo que hagas, mientras no te pillen.
Su trastorno mental es una moneda de cambio para los directivos. Al principio, Howard no es más que calderilla, un apestado al que debían alejar de las cámaras; más tarde, se convirtió en la gallina de los huevos de oro.
De repente, todos lo adoraban. Como dice Frank Hackett (Robert Duvall): «la televisión es una industria volátil en la que el éxito y el fracaso lo determina el rating semanal». Beale pasó de ser un paria al mesías de la nueva era en lo que dura un parón publicitario.
Siguiendo el principio de “cuanto peor, mejor”, la cadena instigó las majaderías de Howard poniéndolo en prime time para júbilo del público y lucro de los accionistas. Por fin, los informativos producían beneficios. ¡Aleluya!
En su interminable búsqueda del dólar, convirtieron a Beale en el monstruo iracundo que vemos en pantalla. Él solo era un presentador despechado más. Sí, su idea de suicidarse en directo era cuanto menos excéntrica, pero lo decía con convicción. Hastiado, sí, loco, no lo creo.
La transformación a lo “Frankenstein” llegó después. Su enajenación vino estimulada por los platós mesiánicos, los aplausos enfervorecidos y las cámaras que cada noche lo adulaban. Sin saberlo, Howard se había prostituido y su chulo eran los ejecutivos de la UBS.
Pronto se dieron cuenta de que el público no sintonizaba para oír la última hora sobre la OPEP o el presidente Gerald Ford, sino para canalizar su ira en sus pantallas de 12 pulgadas. Estaban furiosos y Howard era su guía a través de la creciente psicosis colectiva.
Y así nació la telebasura, esa que incentiva nuestros instintos más bajos y nos castiga cuando abrazamos nuestras virtudes. ¡La antigua televisión ha muerto! ¡Viva la nueva televisión!
Pero Howard no era consciente hasta qué punto había traicionando a su medio. Como bien señala Max Schumacher: «[Howard] está enfermo». Alguien más tenía que orquestar ese caos organizado y ese alguien era la voraz Diana Christensen (Faye Dunaway).
Podría decirse que Diana es una versión joven de Howard o Max, si estos hubieran crecido frente a la televisión. Diana vive en una burbuja de telerrealidad, sus relaciones son un continuo zapping, devora estímulos sin detenerse siquiera a entenderlos. Es una “humanoide” sin reacción emocional, una máquina instruida en el mercantilismo. Diana es el futuro.
Chayefsky dibuja un personaje despiadado. Ella misma admite, en un breve lapso de vulnerabilidad, que su trabajo es lo único que se le da bien. Años después, Lumet declaró que le había dado instrucciones claras de evitar cualquier sentimentalismo; bien visto Sidney, bien visto.
Howard es temperamental y Diana gélida como una tormenta del Ártico, pero ¿quién es Max Schumacher? Un director castrado de poder, impotente ante lo cambios que se avecinan en la cadena. Alguien de moral cambiante, indeciso y frustrado consigo mismo.
Max no está mucho mejor que Howard, pero sabe disimularlo. Tantos años en la dirección de la empresa lo han preparado para este momento. Ha visto a muchos compañeros autodestruyéndose y sabe que no es una imagen bonita.
Schumacher tiene dos caras, la pragmática y la pasional. Cuando la primera se ve amenazada, aflora su verdadero yo. Un individuo egoísta, que ha perdido la fe en su profesión y en su matrimonio y desea sentir ese amor genuino que siempre había subordinado al sexo.
Su dogma se tambalea: por un lado, le disgusta el cariz sensacionalista que ha tomado la cadena; por otro, utiliza a Howard en su plan de venganza contra los jefes que lo han degradado.
Aún conserva una visión romántica del periodismo, la del joven entusiasta que persigue la noticia con ahínco, día y noche, llueva o truene, aunque luego se mire en el espejo y solo vea a un hombre cansado, con dos gin tonic de más y un hogar roto.
Max emplea gran parte de la cinta en deshojar la margarita, solo para darse cuenta de que él forma parte del problema. No está exento de culpa, sus acciones también han tenido víctimas. Muchas, demasiadas. La diferencia es que él lo reconoce y eso le quema por dentro.
En una escena magnífica, Max y Diana intercambian palabras en el frío apartamento donde meses atrás habían hecho el amor. Max se sincera con ella sobre la vejez y la importancia de aferrarse a algo real cuando todo lo que le rodea es impostado. Le asaltan dudas primitivas y no sabe muy bien cómo lidiar con ellas. Él también espera una ayuda que no llega.
Este combate dialéctico, perfectamente orquestado por Sidney Lumet, acaba como toda relación basada en una mentira debe acabar. Max y Diana no se aman, ni siquiera se soportan, solo le han seguido el juego a la gurú de la televisión. Fueron parte del show, el culebrón de la semana, pero la gente ya ha perdido el interés.
Como vemos, al final ningún personaje cambia fundamentalmente: Max vuelve arrepentido a su hogar como un niño travieso; Diana continúa correteando en la rueda del capitalismo salvaje; y Howard predica hasta el final un discurso en el que jamás creyó.
Más allá de la exaltación superficial, lo que realmente oculta el guion es un inmovilismo manifiesto. Nada de lo que ocurre tiene repercusión, ni siquiera los miles de personas que salen al balcón gritando la famosa línea: «¡Estoy más que harto y no quiero seguir soportándolo!».
Las protestas han degenerado en un espectáculo grotesco, un episodio de locura transitoria donde las noticias hacen las veces de telonero. No importa lo que digas, sino cómo lo digas y con qué lo adornes. Al público jamás le interesó lo que tuviese que decir Howard Beale. Ellos pagaban la entrada por ver a un chiflado diciendo lo que tú no te atreves, entrar en trance y desmayarse ante las cámaras.
Hasta la mayor de las verdades tiene mecha corta en televisión; cuando entran los aplausos y dejan paso a la fanfarria final, todo intento de reflexión queda anulado. La verdad queda reducida a una dosis diaria de indignación para comprobar que aún nos importa algo. Que estamos vivos.
La auténtica jugada maestra llega en el tercer acto, cuando entra en escena Arthur Jensen (Ned Beatty), el magnate que controla la UBS. Hasta ahora, la película había transcurrido en el mundo de los mortales, pero la llegada de Jensen cambiaba el tablero de juego. Todo cobraba un sentido mitológico.
El texto tiene marcadas referencias religiosas, que se ven reforzadas por el sentido moralizador de Chayefsky y unos largos discursos megalómanos que lo subrayan y a veces cansan. Esto se ve claramente en el personaje de Howard y cómo reza su salmo televisivo en un set adornado con un rosetón de fondo.
Sin embargo, es en el fastuoso despacho —que Jensen llama apropiadamente Valhalla— en el que los accionistas se sientan alrededor de una mesa infinita para llevar a cabo su aquelarre estadístico, donde tiemblan los cimientos de la sociedad.
Es ahí donde ruge la marabunta, donde cambia el rumbo de los tiempos y se dictamina el orden de las cosas. El poderoso monólogo de Jensen nos revela lo que muchos ya sospechábamos y es que la televisión no es sino otra pieza de la maquinaría que es la economía global.
Cuando esa pieza deja de servir a sus intereses, bien sea por acción o por omisión, es cuando toman cartas en el asunto. De pronto, el poder que creían tener Hackett, Christensen y compañía, queda empequeñecido en comparación.
Este último giro dramático nos recuerda que, en nuestro sistema, todos tenemos un amo, incluso aquellos que creen llevar la correa. En la escena que antecede al violento desenlace, los directivos de la UBS, antes ufanos y henchidos de orgullo, urden un plan en las sombras para acabar con Howard Beale; su creación se ha vuelto contra ellos.
Solo tengo una pequeña pega con la película y es que no terminase en esa escena. A mi juicio, el asesinato de Beale a manos del Ejército Ecuménico de Liberación no aporta demasiado y cae en el sensacionalismo que intenta criticar.
La escena del despacho es muy potente por su ambigüedad, dejándonos un final mucho más amargo y demoledor. Al fin y al cabo, que Beale muera nos es indiferente. En esta historia no hay héroe al que llorar, la única tragedia es nuestra condición humana.
La noche del 28 de marzo de 1977, Network se alzó con cuatro de los diez premios de la Academia a los que optaba.
Mejor actor para Peter Finch, quien competía a título póstumo con su compañero de reparto, William Holden. La productora, MGM, pensaba pasar a Finch a la categoría de secundario, pero el actor se negó rotundamente.
Creo sinceramente que Bill estaba mejor y merecía más el Óscar. Sus miradas muestran una fragilidad casi entrañable. Por el contrario, Finch tiene un papel más exagerado, perfecto para cazar premios, pero menos sutil. Menos impactante a la larga.
El premio a mejor actriz se lo llevó Faye Dunaway. Un reconocimiento merecido que a punto estuvo de no recibir, ya que había rechazado el proyecto debido a la escena de cama con Holden. Afortunadamente, Chayefsky logró convencerla.
Beatrice Straight también se llevó el de mejor actriz secundaria. Secundaria con todas las letras, ya que apenas participó cinco minutos en el film, lo que la convierte en la actuación más breve de la historia en ganar un Óscar.
Straight no fue la única que hizo historia en los Óscar. El dramaturgo Paddy Chayefsky obtuvo su tercera estatuilla a mejor guion original, siendo el primero en recibir semejante distinción. Cuatro años después falleció de cáncer. Tenía 58 años.
Por otro lado, Lumet se fue de vacío aquella noche, perdiendo los premios de mejor dirección y película contra Rocky. Esto no le hizo ni pizca de gracia, como es natural, aunque su película había sido un éxito incontestable.
Si bien su cine no se prodigaba técnicamente, resulta sonrojante que un director de su talla jamás ganara el Óscar —aunque qué son los Óscar, sino otro espectáculo dantesco como el de Howard Beale—.
Ned Beatty fue nominado en la categoría de reparto, aunque perdió frente a Jason Robards en Todos los hombres del presidente —película en la que Beatty también intervino—.
El personaje tapado es sin duda el del advenedizo y lameculos Frank Hackett, interpretado fantásticamente por Robert Duvall. Años antes le vimos en el papel del consigliere tranquilo. Aquí cambia por completo de registro. Hackett es un reflejo perfecto del ejecutivo prototipo, que aún perdura hasta nuestros días. No ha envejecido un ápice.
También cabe mencionar que Kathy Cronkite, la hija del mítico presentador de la CBS Walter Cronkite, tiene un breve papel en la película, interpretando a una de las guerrilleras de la banda de Ahmed Khan, inspirada en Patricia Hearst.
Con el paso de los años, Network se ha acercado más al documental que a la sátira. Algunos, los más incrédulos, la tachan de cruel, desoladora y hasta apocalíptica. Razón no les falta: es cruel y desoladora, pero a veces es la única manera de retratar la verdad. Y Lumet, ante todo, era un buscador de la verdad.
En un medio como el cine donde todo es fantasía, el cineasta neoyorquino redujo la distancia entre Hollywood y las preocupaciones de la gente corriente. Chayefsky y él eran el matrimonio perfecto, aunque solo trabajaran en esta ocasión.
Su dirección de actores es impecable. El talento ya estaba ahí, desde luego, pero hay que saber domarlo, encauzarlo, para que no se vaya todo al garete. Lumet fue un gran director de actores, uno de los mejores en ello.
Su cámara siempre es firme y decidida, nunca titubea. Lumet bebe de la televisión de donde provino, siempre conciso y económico, pero también se ha visto influido por el cine clásico, como no podía ser de otra manera.
La banda sonora brilla por su ausencia y solo se hace notar cuando suena la fanfarria del programa. La música es deliberadamente machacona y para colmo, la acompañan los típicos sonidos enlatados de la televisión.
Hasta los créditos iniciales pasan desapercibidos. Lumet no quiere que pensemos en clave cinematográfica. Una decisión genial, que le da a la película ese tono documentalista que persigue Chayefsky.
Además, el rodaje se hizo íntegramente en escenarios reales. Las calles de Nueva York sirvieron como telón de fondo para la historia. Mientras, las escenas de interiores se realizaron en la CFTO-TV de Toronto, Canadá. Quisieron rodarla entera en la Gran Manzana, pero ninguna cadena estaba dispuesta a ceder sus instalaciones durante los tres meses que llevó filmarla.
Otros títulos recomendables incluyen Un rostro en la multitud (1957), fabulosa, Todo por un sueño (1995), El Show de Truman (1998) y Nightcrawler (2013). Esta última es el ejemplo más reciente y uno de los más brillantes del subgénero.
Podría extenderme más sobre las innumerables bondades de esta proeza del cine americano, hablar sobre la posición que ocupa en diferentes rankings oficiales, su influencia en las generaciones posteriores y aún con todo no lograría hacerle justicia.
Network es profética y profundamente triste. No está exenta de fallos, pero palidecen en comparación con la importancia y la vigencia de su mensaje, que hoy es tanto o más relevante que lo fue en su época, lo cual nos dice mucho de nuestra incapacidad para rebelarnos y exigir algo mejor.
El tiempo le ha dado la razón a Lumet. Cada vez vivimos más polarizados, llenos de ira y frustración, esa misma que expresa la audiencia en la película. La televisión continúa siendo el principal medio de comunicación, pero lo hemos descuidado.
Sorkin, ferviente admirador de Chayefsky, hizo su propia Network con La red social (2010). Veremos cuáles son las consecuencias de ese gran invento llamado Internet que multiplica los Howard Beale por miles, sino cientos de miles.
He querido hacer este análisis porque, aparte de ser una de mis películas favoritas, nos ayuda a entender mejor el mundo que compartimos y las vendas que a menudo nos ponemos. Abre un debate interesante sobre cómo nos informamos, sobre el tipo de sociedad que queremos construir y el papel que juegan los medios en ese futuro inmediato. No digo que haya que apagar los televisores, pero quizá debamos cambiar de canal.
9/10: EL MUNDO ES UN NEGOCIO.
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