Han pasado trece años desde que James Cameron estrenara su fábula ecologista en glorioso 3D. Acostumbrado a subir el listón en lo técnico, Cameron prometió una revolución con Avatar (2009); una revolución que se quedó en moda pasajera.
En su momento rompió todos los récords de taquilla, refrendando al director como el Rey Midas de Hollywood. Desde entonces, la película ha envejecido mal y su impacto en la cultura pop ha sido menor del esperado. La realidad es que hoy, pocos fans celebran el universo Avatar, su mitología y personajes. Igual que Ícaro, Cameron fue víctima de su propia ambición.
Tras muchos retrasos y secretismo entorno a su producción, por fin se ha estrenado la secuela, Avatar: El sentido del agua (2022), aterrizando en salas con la misma promesa que la original.
Obsesionado con superar los límites de lo posible, el cineasta y su equipo —entre los que destaca el célebre estudio Weta— se han conjurado para traernos la experiencia audiovisual definitiva. ¿Lo habrán conseguido?
La premisa arranca donde lo dejó la anterior. Jake Sully (Sam Worthington) lidera a los Na’vi en su lucha por proteger Pandora de la codicia de la gente del cielo. Pero ahora, él y Neytiri (Zoe Saldaña) han formado una familia: su primogénito Neteyam, Lo’ak, Tuk y su hija adoptiva Kiri (Sigourney Weaver). Juntos, deberán afrontar la amenaza de un viejo enemigo e integrarse en una nueva tribu.
Empezando por lo positivo, sobra decir que la película luce espectacular. Tampoco es de un mérito colosal, considerando que Disney ha gastado $350 millones de dólares y más de una década en terminarla. Al menos, ya no parece un videojuego, aunque la excesiva pulcritud de sus imágenes sigue confundiendo al ojo humano.
Por supuesto, la maestría de Cameron con la cámara permanece intacta. Su capacidad para elevar la tecnología a nuevas e impensables cotas sigue siendo digna de admiración. El sentido del agua marca un nuevo hito en los efectos digitales, más auténticos, pulidos y detallados que nunca.
Verla en 3D es una experiencia que debe ser vivida, a ser posible en la pantalla más grande a tu alcance. Echando la vista atrás, me percato de cuánto hemos avanzado en esta materia. Las tres dimensiones han dejado de ser un truco de magia, han madurado y ganado una utilidad de la que pueden aprovecharse cintas exuberantes como esta.
Quizá vuelva a provocar otro boom del 3D, aunque lo dudo, ya que la industria decidió emprender un camino muy diferente hace años. Sí es cierto que futuras superproducciones, de Marvel sobretodo, verán Avatar 2 como un referente y estoy seguro que la desbancarán tarde o temprano, puesto que las diferencias no son tan grandes como en 2009.
Todas las escenas de acción llevan el “sello Cameron” impreso en ellas. No se hacen cargantes ni confusas y están rodadas con el mayor de los esmeros. Los escenarios son épicos, de una factura impresionante y se aprovechan de ellos para crear momentos bellísimos.
El mundo de Avatar se enriquece con los misterios de los mares. Cameron, un apasionado de la naturaleza y concretamente del agua, emplea su experiencia en las profundidades para maravillarnos nuevamente con la flora y fauna de Pandora.
En este sentido, la secuela cumple con su cometido, aunque copie el mismo esquema de la original; se conoce que el bueno de Cameron, harto de tanta plantita y árbol de neón, dio el cambiazo por la vía rápida.
Y ahí es donde llegan los problemas, ya que el guion es un calco de la original, empezando por su arco narrativo y terminando por su villano. Resulta increíble y a la vez triste que el fruto de trece años de trabajo resulte en el regreso de Stephen Lang.
La historia de este sargento de hierro con malas pulgas había quedado cerrada y sepultada bajo la tierra de Pandora. Su retorno lo descubrimos en la primera media hora y es la principal fuerza antagonista de la cinta. Lo que viene después es más sencillo que el mecanismo de un botijo.
El guion es perezoso, infantil y malo a rabiar. Es tan pobre que hunde al film sin remedio y se siente como una excusa para cumplir las ínfulas documentalistas del director. Si Cameron quiere rodar un reportaje sobre la fosa de las Marianas, seré el primero en comprar la entrada, pero que no lo confunda con una obra de ficción.
El sentido del agua es el segundo tomo de la guía de tribalismo para principiantes más cara de la historia. Un parque de atracciones en 4K full HD donde disfrutar con los exóticos Na’vi y su cultura sin romperse la cabeza. Porque la complejidad es un coñazo, Pandora, mundo de vacaciones.
Este problema, que ya lo achacaba la original, se agrava en la secuela por la alarmante falta de conexión con los protagonistas. Cuando los personajes tienen la profundidad de una piscina hinchable del Decathlon, no hay mucho a lo que agarrarse.
Sully y Neytiri son maniquíes en la farsa de Mr. Midas, juguetes para satisfacer sus delirios de mesías posmoderno. Ninguno de ellos tiene vida ni carisma ni ninguna de las cualidades que hacen que un personaje sea interesante.
Desafortunadamente, esta saga ha agotado el ingenio narrativo de un Cameron que otrora inmortalizó a la teniente Ripley, a la pareja DiCaprio-Winslet e incluso a un muñeco de metal llamado T-800. Su caída en desgracia es propia de una tragedia griega.
Avatar: El sentido del agua es un envoltorio vacío de sentimientos, un mal viaje con los pitufos espaciales y sus locas aventuras acuáticas. ¿Dónde quedó esa ciencia ficción cañera y estimulante que nos conquistó en los años 80 y 90? Ya no queda rastro de aquel Cameron, cegado creativamente por el verde del dinero.
Las actuaciones tampoco son un dechado de virtudes. Poco se puede rescatar de un reparto que lucha por expresar alguna emoción detrás de sus máscaras azules. La captura de movimientos ha mejorado mucho desde el Gollum brillantemente interpretado por Andy Serkis, pero en Avatar sigue siendo una prisión para el actor.
Para más inri, el único personaje humano, Spider (Jack Champion), es un desastre sin paliativos. Tanto su actuación como sus diálogos son telenovelescos. Cameron intenta entretejer a los personajes en redes dramáticas, cuando el verdadero drama está en un libreto impotente, plagados de ideas inconclusas y de relleno imperdonable.
Ni siquiera la anémica banda sonora de Simon Franglen —¿quién es Simon Franglen?— ayuda a compensar la falta de emoción del guion. Todo es impostado, pueril y falto de trascendencia. Esta saga y su director llevan desde 2009 conservados en formol, pero va siendo hora de romper el tarro.
En definitiva, lo peor que se puede decir de una película que tardó trece años en realizarse es que resulta inocua. Hay motivos para disfrutar esta secuela, sí, pero la mayoría son puramente estéticos y en tres horas y media de metraje, esto sabe a poco o nada. Una película tan avanzada en lo audiovisual e inexplicablemente conservadora en lo narrativo no puede perdurar.
Avatar: El sentido del agua no justifica su existencia y pasará a los anales de la historia como una hoja del capítulo en el que Cameron traicionó su esencia para convertirse en un vendehumos glorificado. Desgraciadamente, este oscuro capítulo parece lejos de llegar a su fin.
5,5/10: AVATAR, LA FAMILIA Y UNO MÁS.
Totalmente de acuerdo. Tal vez sea un poco salvaje esta crítica, pero yo salí del cine con el pensamiento de que es casi lo mismo que la primera y que no aporta nada. Tal vez si hubiese profundizado en el tema del agua, se habría salvado.
ResponderEliminarMuy buenas, Martín! Disculpa el retraso en la respuesta. Quizá fui demasiado duro con ella, aunque con el tiempo, el poso que me ha dejado es cada vez peor. Es lo que dices: demasiado superficial y poco atractiva para los que ya vivimos la original en cines. No aporta gran cosa al universo.
Eliminar