Alfred Hitchcock es sinónimo de maestría cinematográfica. Su estilo y sus ideas han sido estudiadas por incontables generaciones de cineastas. Pensad en un director, el que sea, y os garantizo que encontraréis en él o en ella algo que os recuerde, aunque sea vagamente, al “Maestro del suspense”. Muchos de sus títulos se recitan de memoria: Vértigo, Psicosis, La ventana indiscreta, Con la muerte en los talones, La soga…y podríamos seguir así hasta mañana. Los números hablan por sí solos: 57 películas realizadas en 54 años de carrera. Nadie ha sido tan exitoso y a la vez prolífico como «Hitch».
Como habréis intuido por el título, en esta ocasión voy a reseñar Rebeca (1940), película que marcó su primera participación en Hollywood y que le valió también su primera nominación al Oscar –galardón que, curiosamente, jamás cosecharía–. La cinta nos presenta la historia de amor que brota entre un aristócrata inglés (Laurence Olivier) y una joven dama de compañía (Joan Fontaine) en la ciudad de Montecarlo. Quedan tan prendados el uno del otro, que pronto se casan y se mudan a la gran mansión donde él reside. Este lugar, apodado Manderley, es conocido entre las élites y las clases trabajadoras por su belleza inigualable. Sin embargo, cuando regresan de Montecarlo, ambos sienten cómo el recuerdo de su anterior esposa fallecida, Rebeca, proyecta una sombra de desdicha sobre ellos. ¿Podrá el pasado imponerse sobre el presente y el futuro de la pareja?
Encontré en Rebeca un elemento nostálgico que me cautivó desde su inicio hasta el principio del tercer acto, cuando todo da un vuelco y Hitchcock, con su habitual destreza visual, nos lleva por los senderos de la intriga como nadie. La escena inicial, en la que transitamos los caminos que dan a la mansión mientras escuchamos la voz en off de Joan Fontaine, nos coloca en la situación dramática idónea. «Nunca podremos volver a Manderley, esto es seguro, pero algunas veces, en mis sueños, vuelvo allí». Sensacional introducción que, cual ensoñación, nos transporta al recuerdo de una época anterior, tan vívida en la mente de nuestra protagonista que casi puede tocarla.
Rebeca es trágica y melancólica en su intento por perseguir un fantasma, pero también es romántica, intrigante y hasta terrorífica por momentos. Su trama tiene muchas más aristas de las que aparenta a simple vista; cualquiera podría confundirla con un simple melodrama y aunque en verdad coquetea con él, lo cierto es que Hitchcock lo deconstruye para sentar las bases del suspense que veríamos en obras posteriores como Vértigo o Marnie, la ladrona. Lo que vemos en el primer acto y en parte del segundo es un drama romántico convencional, aunque efectivo, pero, no se dejen enagañar, porque lo que esconde Manderley y, por ende, Hitchcock, es una madeja de conflictos internos que chocan y confluyen para crear tensión como pocas veces se ha visto en pantalla. Con un simple nombre, «Rebeca», repetido infinidad de veces a lo largo del filme, el realizador logra condicionar psicológicamente a la pareja protagonista y al espectador por igual, creando una imagen casi mitológica y omnipresente que eriza la piel y provoca escalofríos. Nunca un personaje al que ni tan siquiera vemos causó tanto terror en nuestros corazones.
Otra buena razón del éxito de Rebeca son sus interpretaciones. La química entre la pareja protagonista, formada por Laurence Olivier y Joan Fontaine, es magnífica; se complementan a la perfección. Sus personajes, además, muestran mentalidades muy distintas, algo que no sería posible retratar con actores de menor calibre. Maxim de Winter vive atormentado, acomplejado y perseguido por el recuerdo de su exmujer; por el contrario, la joven señora de Winter es inocente, bondadosa y jovial, justo de lo que carece el señor de Winter y Manderley en general.
Pero tampoco hemos de olvidarnos de unos secundarios brillantes, como Judith Anderson en el papel de la cruel y perturbadora señora Danvers, actuación que le valió una nominación al Oscar. Hitchcock tuvo especial cuidado a la hora de construir este personaje, instruyendo a Anderson para que no parpadease a menudo y mostrándola en escena de forma abrupta e inesperada, para dar la sensación de vigilancia y de peligro constante. Resulta curioso y de todo menos accidental, que rara vez veamos a Danvers paseándose tranquilamente por la mansión; ella aparece y desaparece de la escena como si de una bruja o de un ente sobrenatural se tratase. En la novela, la señora Danvers cría y educa a Rebeca, siendo la fuente de sus males; en la película, este siniestro personaje es mucho más joven y aunque nunca se desvele su pasado, se entiende que la razón de su locura radica en la obsesión –¿y el amor? – que siente por Rebeca. Además, también cabe mencionar a George Sanders en el papel de Jack Favell, un personaje escurridizo y manipulador que causará más de un quebradero de cabeza a la pareja de Winter.
No es ningún secreto que Alfred Hitchcock y el productor de la película, David O. Selznick, se llevaban a cara de perro. Un año antes, en 1939, Selznick produjo la que, a la postre, se convertiría en la película más taquillera de la historia del cine (ajustado a inflación), récord que aún ostenta. Lo que el viento se llevó fue y continúa siendo una de las obras capitales de Hollywood y del cine occidental, recaudando la friolera de $400 millones de la época –lo que equivale a unos $3,600 millones actuales– y alzándose con 8 premios Oscar y uno honorífico adicional por su uso de la imagen a color. La “colaboración” que mantuvieron Selznick y Hitchcock durante siete largos años, fue tan tortuosa que se llevó a la gran pantalla en forma de documental. Y es que su historia es la historia de los dos Hollywood, el del productor megalómano e impulsivo, que busca emular el éxito de su obra magna a toda costa y el del autor en busca de libertad creativa absoluta. Ambos eran controladores compulsivos, pero la visión para la película solo podía ser una, lo cual acarreó muchos enfrentamientos que acabaron con Hitchcock como claro vencedor en los libros de historia.
En definitiva, Rebeca es, a mi juicio, la primera de muchas obras maestras del realizador británico. Una joya atemporal que navega con gran habilidad por géneros tan diversos como el melodrama o el thriller psicológico y además lo hace incorporando novedades narrativas como el uso de la figura de Rebeca o de la mansión Manderley, nombres que van más allá de la historia o la ambientación, para formar parte intrínseca del ADN de la película. El complejo de inferioridad, el miedo a desenterrar fantasmas del pasado, a no ser feliz por culpa de un acto imprudente o una palabra fuera de lugar; todos estos son temas que, en mayor o menor medida, aborda el filme. Hitchcock impregna el celuloide de un sabor amargo y melancólico que nos condiciona, desde el primer instante, a esperarnos lo peor. Este truco para manipular nuestras emociones persiste a lo largo del metraje y culmina en un tercer acto donde el suspense tiene tanta presencia como cualquiera de los protagonistas. La exploración de la psique humana ha sido una constante en la carrera de «Hitch» y aquí se deja ver con personajes tan heridos como Maxim o la señora Danvers mientras otros, como la señora de Winter, hacen las veces de contrapunto; la luz y la oscuridad de la mente humana, ilustrada a través de los viejos muros que protegen la enigmática Manderley del resto del mundo.
9,5/10: HAY RECUERDOS QUE SON CASTIGOS.
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