Hoy en el blog volvemos al cine clásico para analizar una de sus obras más inusuales. Estoy hablando de "The Lost Weekend", traducida al castellano como Días sin huella, película realizada por el gran Billy Wilder y protagonizada por un Ray Milland en la cúspide de su carrera.
A Días sin huella le ocurre algo parecido que a "El gran carnaval", dos obras excelsas que tuvieron la mala suerte de ser eclipsadas por obras maestras de su generación como "Perdición" (1944) o "El crepúsculo de los dioses" (1950).
Se podría decir, por lo tanto, que a esta cinta le ocurre, en mayor o menor medida, lo mismo que a su atormentado protagonista, Don Birnam. Un hombre anónimo, olvidado por los anales de la historia y reducido a una simple etiqueta: el borracho del barrio.
Igual que otras como Días de vino y rosas, esta historia busca sumergirnos en un mar de alcohol y auto-desprecio, donde el protagonista no es ni héroe ni antihéroe; simplemente, no es. Lo sorprendente y revolucionario no es tanto el tema que aborda, sino cómo lo aborda y sobretodo, cuándo lo aborda.
La película se estrenó en 1945, meses después de la rendición de Japón que puso el punto final a la IIGM. El momento era de celebración, de abrazar a los valientes soldados aliados que regresaban al hogar tras años de cruenta batalla. En medio de ese clima de excitación y con un código Hays limitando los temas “autorizados” en las producciones hollywoodienses, Wilder jugaría con fuego, cual faquir, escribiendo un guion que trataría por primera vez el alcoholismo de forma tan seria como la vida misma (no sería la primera ni la última vez que se las tendría con la oficina Hays y su jefe republicano antisemita Joseph Breen).
Para entender de dónde vino su inspiración, hay que remontarse un año antes. Chicago, 1944, Billy Wilder hace un alto en el camino que le llevaría de Nueva York a Hollywood para descansar. En la estación compra una novela que más tarde adaptaría al cine bajo el título homónimo The Lost Weekend, aunque su interés en esta historia sobre el ciclo interminable del consumo de alcohol provendría de su tortuosa colaboración con Raymond Chandler en Perdición.
Chandler era tan conocido por sus novelas negras como por su afición al alcohol, razón por la cual perdió el trabajo que le obligó, con 44 años, a emprender carrera como literato. Famosa es su frase: “Soy un bebedor ocasional, del tipo que sale a tomarse una cerveza y se despierta en Singapur con una gran barba”.
Cuando Wilder y Chandler colaboraron juntos en la adaptación al cine de Perdición, novela escrita por James M. Cain, las broncas y las disputas fueron legendarias. A los continuos exabruptos del excéntrico novelista se sumaba su incapacidad para escribir un guion en condiciones, lo que traía de cabeza al joven e inexperto realizador.
A menudo recordado por sus comedias, Wilder sobresalió allí donde se lo propuso, desligándose de las historias “ligeras” para adentrarse en los rincones más oscuros de la mente humana. Lo realmente difícil es conseguir mantener esa angustia y desesperanza a lo largo de toda la cinta, pero él lo logra gracias a un guion que huye de todo artificio o artimaña narrativa para centrarse en la autodestrucción del protagonista.
Días sin huella cuenta los últimos días de Don Birnam (Milland), un escritor y alcohólico empedernido que observa cómo su vida se va por el retrete por culpa de ese último trago que nunca llega. La maldición del dulce beso de la adicción, tan seductora como esclavizante, causa de muchos males de la humanidad y ruina para muchas almas en pena.
La historia confeccionada por Wilder es inmisericorde con el espectador, dejando poco o ningún resquicio para la esperanza. Y es que, cuando estamos encerrados en la prisión de nuestra propia mente, debilitados por el castigo de una vida errante, resulta casi imposible encontrar esa luz que ilumine nuestro camino. Para Don, esa luz se vuelve oscuridad cada vez que incumple una promesa; cada vez que vuelve a caer en la bebida.
Su ansiada novela, esa que quiere escribir, pero que nunca empieza, es en realidad una autobiografía de título tan corto como demoledor: la botella. A veces, la vida es tan sencilla y compleja a la vez, que casi parece un mal chiste; Wilder lo ejemplifica con sobriedad y maestría.
En esos momentos en los que la película roza el más absoluto de los patetismos, es cuando nosotros, los espectadores, nos damos cuenta de que, en ocasiones, la risa y el llanto están tan solo separados por una fina línea.
Don Birnam alcanza tales niveles de ridículo, que nosotros mismos sentimos vergüenza y, por extensión, empatía hacia este pobre desgraciado que se arrastra por Manhattan como si de un fantasma se tratase. Tragedia y comedia, unidos en matrimonio por el whiskey.
Pero aparte del guion, Días sin huella también cuenta con escenas memorables gracias a una cámara muy juguetona que llegará incluso a meterse en un chupito. Ver a Don destrozando su apartamento, donde horas antes intentó reconstruir su vida con su querida novia Helen (Jane Wyman), mientras la cámara, en su quietud, se recrea en su ansiedad, no tiene precio; verle sufriendo un delirium tremens o devastado tras la pérdida de todo aquello a lo que amaba, es descorazonador y la vez sincero. Si duele tanto es porque es real.
Como real es la interpretación de Ray Milland, actor que se comprometió en cuerpo y alma para el papel. Tanto es así, que llegó a ingresar en un centro de rehabilitación y se puso a dieta para conocer de primera mano las tribulaciones del alcohólico.
Por aquel entonces, Milland era una de las grandes estrellas de la Paramount, protagonizando comedias y aventuras de todo tipo, así como algún drama o intriga esporádica. No obstante, nada de lo que había hecho hasta la fecha hacía entrever la portentosa actuación que nos brindaría en esta cinta. La fuerza de sus gestos y de sus palabras era tal que hasta el mismísimo Wilder predijo que se llevaría el Oscar…y así fue. Primera y última nominación para el actor galés nacionalizado americano.
Si tuviera que ponerle una pega a la película es la excesiva ingenuidad y condescendencia con la que el guion retrata a las mujeres en la película. Ninguna de ellas, ni siquiera la magnífica Jane Wyman, tiene peso dramático alguno ni llega siquiera a afectar seriamente la vida del protagonista.
Volviendo a los puntos fuertes que hacen de este título una obra magistral, no puedo olvidarme de la inquietante banda sonora del legendario compositor húngaro Miklós Rózsa, autor de BSO tan memorables como la de Ben-Hur, Quo Vadis o Recuerda de Alfred Hitchcock.
En Días sin huella, Rósza utiliza por primera vez en el cine el theremín, uno de los primeros instrumentos electrónicos que posteriormente se asociaría a la ciencia ficción de los años 50. El uso de este instrumento no es ni mucho menos baladí, estando muy presente a lo largo de su hora y tres cuartos de metraje y sirviendo, principalmente, para transmitirnos la idea de que Don Birnam vive en su propia dimensión; una muy alejada de sus seres queridos, más cercana de lo infernal o fantasmagórico.
Días sin huella rompió tabúes en una época en la que todo lo que venía de la Meca del cine se miraba con lupa, donde todo debía lucir de color de rosas. Wilder sentó cátedra, abordando un tema que parecía inabordable, abriendo las puertas a otras magníficas obras como El trompetista o Días de vino y rosas.
La actuación de Ray Milland es de las que crean escuela; el guion es tan simple en su narración como rico en subtexto, dejando un poso como el que queda en el culo de la botella; las imágenes contemplan toda la gama de emociones, yendo de lo triste a lo grotesco, pasando por lo patético y lo tragicómico; por su parte, la música conjuga a las mil maravillas con la historia de Don Birnam, un condenado a muerte que, esperando su turno en el purgatorio de la sociedad, observa embriagado ante el espejo la sombra del hombre que una vez fue y que nunca más volverá a ser.
9/10: EL PELIGROSO COCTEL DEL AUTODESPRECIO.
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