Crítica sin spoilers - El último duelo

El 29 de diciembre de 1386, en una gélida mañana de invierno, cientos de franceses acudieron al terreno colindante a la abadía de Saint-Martin-des-Champs para contemplar el que, a la postre, sería el último juicio por combate de la nación. Entre los espectadores, se encontraba el mismísimo rey de Francia Carlos VI, el cual pospuso los preparativos de su campaña contra los ingleses en Flandes para no perderse semejante evento. 

El juicio por combate, también conocido como duelo judicial, era un recurso raramente utilizado del derecho germánico, en el que las dos partes resolvían su conflicto en un combate que determinaría la culpabilidad o la inocencia del acusado. 


Si este ganaba por la gracia de Dios, se le consideraba poseedor de la verdad y, por tanto, inocente; de lo contrario, era declarado culpable y sufriría un castigo acorde a lo dictaminado en las leyes de la época.

En el caso que nos atañe, Jean de Carrouges, noble caballero normando, desafía en duelo a Jacques Le Gris tras la violación perpetrada por este a su esposa, Marguerite de Thibouville. Esto suponía una ofensa para el marido y, a falta de pruebas concluyentes que resolvieran el juicio en las cortes, la única solución viable era que Dios “hablara” por medio de las armas.

El nuevo film de Ridley Scott, titulado simplemente The Last Duel —o El último duelo en territorio español—, aborda este hecho real en la historia francesa medieval desde tres perspectivas diferentes: la del guerrero Jean de Carrouges (Matt Damon), la de su escudero y antiguo amigo Jacques Le Gris (Adam Driver) y la de la esposa de Carrouges, Marguerite (Jodie Comer). Todo para concluir en el combate que da nombre al título.


El guion corre a cargo de Matt Damon y Ben Affleck, los cuales vuelven a unir fuerzas tras El indomable Will Hunting —por la que ganaron el Óscar en 1997—, y Nicole Holofcener, la consagrada guionista de ¿Podrás perdonarme algún día? (2018), entre otras obras. 

El reparto cuenta a su vez con Matt Damon y Ben Affleck, así como con Adam Driver en el papel del vil Le Gris y con la joven actriz británica Jodie Comer en el de Marguerite, la única y verdadera víctima en este entuerto.

Lo primero que llamó mi atención de The Last Duel fue su peculiar estructura narrativa, inspirada en Rashomon (1950) de Akira Kurosawa. Aquellos que la hayan visto sabrán de lo que hablo; para los demás, esto significa que cuenta diferentes versiones de un mismo relato, que en esta ocasión no es otro que la violación de Marguerite de Carrouges, vista a través de los ojos de cada uno de los protagonistas: el marido, el violador y la más importante, la propia Marguerite. 


Aunque la idea en sí es fascinante —observar un mismo relato desde distintos prismas—, en pantalla lamentablemente no se traduce con la fuerza esperada. 

¿Quién dice la verdad? ¿Quién miente? ¿Acaso se puede hallar la verdad en boca de un ser humano sesgado y condicionado por su propia experiencia? Todas estas preguntas supo plantearlas con acierto Kurosawa.

En Rashomon, cada una de las versiones nos ayuda a entender mejor la naturaleza humana y a concluir que, de la subjetividad, jamás se puede obtener una verdad objetiva. La mentira, enraizada en el egoísmo, es el gran obstáculo de la justicia y conduce a la decadencia de la sociedad.


La genialidad de Rashomon es que el misterio jamás se resuelve. Solo obtenemos retazos incompletos de lo que realmente ocurrió. Es esa ambigüedad la que endurece el discurso, que culmina en la catarsis final y lanza el siguiente mensaje: solo a través del arrepentimiento podremos albergar un rayo de esperanza en la humanidad.

El gran problema de The Last Duel es que el “efecto Rashomon” no encaja en una historia que, desde el principio, establece una verdad clara y manifiesta: Marguerite no solo es víctima de violación, sino que también lo es de un sistema que ve a las mujeres como posesiones del hombre.

Esta realidad es evidente desde cualquiera de las tres perspectivas narradas, de forma que, en lugar de enriquecer la historia, de aportar más ángulos y aristas, únicamente refuerza lo que ya sabíamos. 

Si a eso le sumamos un metraje de dos horas y media —Rashomon dura una menos—, el resultado es un tanto irregular, alternando algunos momentos de brillantez con otros de cierto tedio.

Pese a ello, la película narra con precisión quirúrgica la cronología de sucesos que acabaron en el sanguinario duelo final. El equipo de guionistas hace una labor encomiable en ilustrar no sólo el carácter de los personajes protagonistas, sino el del mundo en el que se ambienta: sus crueles leyes y prejuicios, sus comportamientos irracionales y la consabida violencia con la que se resolvían entonces los conflictos.


La película cuenta con escenas de auténtico horror y no sobrenatural, precisamente. La situación en la que se encuentra Marguerite, desde su casamiento con Jean de Carrouges hasta el juicio popular al que se ve sometida, resulta terriblemente asfixiante. 

Ahí es donde está verdaderamente la película. Su día a día es el que me interesa. No el de Carrouges o el de Le Gris o el del fornicador y borracho Conde d’Alençon, todos ellos personajes secundarios cuyo único propósito es recrudecer el martirio de Marguerite. 

Sin embargo, más allá de esto, lo que encontramos en El último duelo es marca de la casa Scott. Un espectáculo audiovisual insuperable, de lo mejor que encontraréis este año en la cartelera.


A sus 83 años —cumplirá 84 el 30 de noviembre—, Ridley sigue teniendo un ojo clínico para entregarnos imágenes indelebles. El realizador británico hace de la gran pantalla su lienzo particular, dotándole a cada escena de una cualidad pictórica digna de un cuadro de época. 

Muy en la línea de Los Duelistas, aquí veremos grandes paisajes envueltos en bruma a los que da vida un rebaño de ovejas, una partida de caza o unos campesinos arando la tierra. 

La majestuosidad de los exteriores contrasta con la intimidad de unas habitaciones opresivas y yermas, con el fuego de la leña como único amparo y confidente en la despiadada noche. 

Pero The Last Duel también es una historia de sangre y barro. De combates sucios y nada estilizados que, paradójicamente, me hicieron vibrar tanto como en Gladiator. 

Además, las imágenes están acompañadas de unos efectos sonoros fantásticos. Todos los sonidos ayudan a trasladarnos a ese período histórico: desde el crepitar de la lumbre, hasta el cruce del acero con acero en un combate a muerte. Ver esta película en cines es todo un deleite para los sentidos. 


La banda sonora de Harry Gregson-Williams es el complemento perfecto en esta historia de agónica lucha por la dignidad. Los coros celestiales y alegres acordes de laúd dan paso a otros más trágicos con el órgano como protagonista.  

En cuanto a las interpretaciones, hay luces y sombras, siendo Jodie Comer la estrella más brillante. Su encarnación de la misteriosa Marguerite —de la cual poco se sabe— es delicada y vulnerable en apariencia y llena de fuerza, determinación y pericia en las distancias cortas. Su presencia supera con creces a la de cualquiera de sus compañeros de reparto, incluido un Adam Driver magnífico en el papel de apuesto ególatra.


La cruz se la lleva Ben Affleck y, en menor medida, Matt Damon. Ambos parecen desubicados, como si hubieran confundido este con el rodaje de Los caballeros de la mesa cuadrada de los Monty Python. En mi personalísimo gusto, los dramas de época salen mejor parados cuando no hay por medio una estrella de Hollywood acaparando la atención. 

El último duelo me exige dar un salto de fe tan grande como la distancia que hay entre Boston y el París del siglo XIV y claro, cuando tuve que hacerlo, me entró más vértigo que a Scottie Fergusson. No es poca broma. 

Al menos Damon lo intenta, lo cual es admirable: apuesta a lo grande —mullet incluido— y pierde a lo grande. Affleck, en cambio, se limita a hacer de ocioso señor feudal al que nada le importa salvo el vino y las mujeres. No me dice nada.


En conclusión, The Last Duel cuenta una historia importante, pero lastrada por una extraña y disfuncional estructura con ínfulas de profundidad trascendental. De las tres versiones, solo una —la de Marguerite— tuvo el ímpetu y el drama necesarios para clavarme en la butaca. 

Las narraciones de Carrouges y Le Gris, aunque interesantes, gozan de un metraje y un protagonismo excesivo. Ni siquiera el arco de amistad y posterior rivalidad que esboza el guion justifica una decisión cuanto menos discutible.

Pero ya sabéis lo que dicen: una película es tan buena como lo sea su final. Ridley, consciente de ello, hace un movimiento de viejo zorro y se guarda el caviar para el tercer acto. La épica conclusión llega en un combate a vida o muerte que pasa a engrosar, desde ya, la lista de las mejores escenas en su filmografía.

He de admitir que salí satisfecho del cine, como también admito que, en ciertos tramos, me frustré esperando que llegara el momento de Jodie Comer. Lo que nadie puede negar es que el talento de Ridley sigue intacto y que la historia la escriben los vencedores.


7/10: UNA FLOR EN TIERRA DE SANGRE Y ODIO.  

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