Análisis - Días del cielo (1978)

En las inmensas llanuras del medio oeste americano, de entre un mar de rostros desencajados y agitados por la brisa del desespero, surgen tres jóvenes enérgicos que vagan por ciudades y pueblos fantasmales con la única música de sus ardorosas almas.

 

Está Bill (Richard Gere), el joven imbuido por el espíritu de Huckleberry Finn; Abby (Brooke Adams), la amante y musa del grupo que sueña con alcanzar las nubes, pero se despierta al abrigo del viento y las penas masculladas; por último, está Linda (Linda Manz), una niña cuya juventud ardió hace tiempo y ahora busca el recuerdo entre el polvo de las cenizas.



En Días del cielo (1978), Terrence Malick retrata con rigor documentalista e intensa aflicción, las historias olvidadas de esa gente azotada por la terrible crisis que asoló EE.UU. en las primeras décadas del siglo XX. 

 

Hoy en día, hablamos a menudo de la recesión del 2008 y de las subsiguientes contracciones que nos minaron el ánimo y aquejaron nuestra mente durante años. Pero esto no es algo novedoso, no tenemos la exclusividad de la pérdida, del hastío vital ni siquiera del dolor. 

 

Echando la mirada atrás a la década de 1910, muchas cosas ocurrieron y ninguna de ellas fue buena. Estalló la Primera Guerra Mundial, conocida por aquel entonces como la Gran Guerra —la contundencia del apodo refleja la ingenuidad de una sociedad que jamás creyó que volviera a repetirse—, dejando un reguero de muertos que hoy se cuentan por millones.  

 


Al otro lado del Atlántico, en EE.UU. donde los problemas parecen naufragar en las bravías aguas del océano, nada podía prepararlos para la tragedia que estaban a punto de vivir. 

 

Como el andar errático del boxeador que ha encajado demasiados golpes en la mandíbula, la sociedad americana de principio de siglo sufrió un revés tras otro. 

 

El primero, en la antesala de 1908, ya presagiaba la catástrofe: un pánico financiero se desencadenó tras el desplome de la Bolsa de Nueva York, sumiendo a todo el país en una noche perpetua.

 

En 1914, aún convalecientes, los americanos volvían a oír la temida palabra bancarrota. Un escalofrío recorrió entonces la nación, asolando cual plaga todos los negocios y hogares que habían resistido el envite de la primera ola.

 


Las muertes en los campos de batalla siempre han resonado más que las de los campos de trigo o las gasolineras con olor a óxido y enfermedad. Pero las víctimas de la guerra tan solo marcaban el inicio de la desolación que estaba por venir.


La noche más gélida y muda se cernió sobre los famélicos supervivientes que, habiendo perdido todas sus posesiones, se aferraban la tierra convertida en purgatorio. 

 

La depresión económica se extendía en los corazones de los hombres, mujeres y niños cuyos gritos de socorro se perdían en el denso humo de las fábricas, en la soledad del campo o en las calles desnudas donde la dignidad iba a morir. EE.UU. era un desfile de tristes figuras empujadas por la promesa de un nuevo amanecer. 

 

Días del cielo es uno de los grandes exponentes del cine americano del siglo XX y una de las grandes expresiones artísticas de ese talento desbocado llamado Terrence Malick. Una película franca y honesta, directa al alma del espectador, igual que su magnífica ópera prima, Malas tierras (1973), pero con mayor empaque. 

 


Estamos ante una película profundamente costumbrista, que nos deja grandes momentos íntimos como ese baile de Linda y el forastero negro sobre un tablón de madera en el campo o el juego de malabares en el porche del caserón.

 

Bill, Abby y Linda son tres jóvenes adultos que han forjado su espíritu y unido sus destinos en las ardientes calderas del sufrimiento humano. Se han convertido en una familia por accidente, una tribu que se ha jurado protección de los demonios que acechan en las sombras.

 

La historia, que no deja de ser un drama romántico, está dividida en tres partes bien diferenciadas. Cada una nos plantea una serie de dilemas, de problemas de naturaleza universal y atemporal que en la América de los años 10 cobraban un sentido más grave.

 

Todo comienza cuando el grupo protagonista deja Chicago y se sube a lomos de un tren para terminar en una idílica granja rodeada por océanos de praderas. Una escena pastoral envuelta en misticismo que marca el ambiente del filme. Sin embargo, el conjuro pronto se rompe por el ruido de los tractores y el sudor de los jornaleros que, como Bill y Abby, se desloman de sol a sol por unos pocos dólares.



En este apacible oasis ajeno a los sufrimientos mundanos, se dan lugar gentes de edades, razas y credos opuestos. Recogiendo trigo no importa si eres chino, europeo, negro, joven o anciano… Malick ha encontrado el nuevo Arca de Noé, aunque en esa época, la salvación quedaba muy lejos.

 

Si el arca mantenía a aquellos braceros en unidad, Noé debía ser su guía, su líder en las tinieblas y ese no era otro que el granjero (Sam Shepard). No llegamos a conocer su verdadero nombre, pero no hace falta; su personalidad habla por sí misma. 

 

El granjero es un tipo reservado y hogareño, solitario pero orgulloso de los terrenos que posee y que se extienden, majestuosos, hasta donde alcanza la vista. Poco sabemos de su pasado: podría ser un urbanita desengañado o el rico heredero de un antiguo terrateniente. 

 


Todo parece irle bien, pero hay un inconveniente. ¿Cuándo no lo hay? Su estado de salud es débil y empeora por momentos. Según el médico, no le queda más de un año de vida, lo que le da poco margen para disfrutar de las mieles del éxito y de un romance longevo.

 

En ese instante, bajo la mirada fulgurante de las estrellas, se entrelazan como por azar los caminos de nuestros tres jóvenes y del granjero, formando un nudo que los llevará por caminos inescrutables.

 

Así se conforma el triángulo amoroso que vertebra la película. Bill ama a Abby y esta ama a Bill o eso cree, ya que su relación parece condenada al fracaso. La pobreza rara vez atrajo a la pasión, al menos no que esta durase; con amor solo no pones comida en la mesa, vestidos en los roperos o alhajas en los joyeros. 


 


El granjero, que no es menos bondadoso ni bienintencionado que Bill, se ofrece en matrimonio a Abby. Nadie se opone, pero en realidad todo juega en su contra. Amor verdadero o pragmático, ¿qué debe elegir? La respuesta parece obvia dadas las circunstancias, pero los designios del corazón no entienden de obviedades y las dudas, cuando echan raíces, siempre vuelven a emerger.

 

En el segundo tramo del film, una vez Bill convence a Abby de casarse con el granjero, las tensiones y desconfianzas crecen en el seno de la hacienda. Nada bueno puede brotar en un matrimonio que nace sin amor.

 

Ahora Malick pasa a ahondar en la psicología de los personajes. El granjero estoico actúa con reticencia, pero sin dejar que el despecho lo domine; Bill juega constantemente con el fuego de la lujuria, tonteando con Abby en las mismas narices de su esposo; Abby, por su parte, está dividida entre la lealtad que le debe a su marido y el deseo que siente. 

 

Al final de la película, Linda dice una frase sencilla, pero llena de verdad —un trasunto de su personaje—, que creo resume a la perfección el sentir de Bill y Abby: “Todo el mundo tiene medio demonio y medio ángel dentro”. 

 

Aunque desde la óptica del espectador su relación se vea como sucia y retorcida, Malick deja muy claro que nadie está en situación de juzgar a unos jóvenes que ven el amor como un accesorio de lujo o peor aún, como una herramienta para lograr tener una vida digna.



Todo estaba planeado. Abby enviudaría enseguida, mientras Bill esperaría el momento para heredar juntos la fortuna del granjero y alcanzar así el cielo que les era tan esquivo. Pero si algo cercano al paraíso existe en La Tierra, no se puede construir sobre una mentira y ellos estaban cegados por ella. 

 

El guion presenta una serie de romances, todos ellos malditos. Malick nos habla del precio de amar, del fatalismo inherente a un beso, a una caricia, aunque esta sea genuina. La sierpe del mal se enrosca hasta en los sentimientos más puros, esperando el momento para inyectar su veneno; solo es cuestión de tiempo y la maldad tiene todo el tiempo del mundo.  

 

En el último acto se potencia el sempiterno fatalismo de una época marcada por el infortunio y la desdicha. Después del período de calma que precede a la tempestad, la desgracia se ceba en el joven matrimonio y lo que por un segundo fueron días del cielo, pronto se desvelan como noches en el infierno.

 

Tras meses de ausencia, el inesperado regreso de Bill a la finca marca el principio del fin. Ellos no lo saben, aún confían en que todo saldrá bien, pero la suerte ya está echada y las cartas, trucadas.

 


Antes de eso hay una escena de lo más surrealista, en la que unos artistas ambulantes italianos caen del cielo como ángeles despistados. Este breve instante, que parece salido de una película de Benigni o Fellini, es a la vez confuso y entrañable y le imprime la pausa necesaria antes de asestar el golpe definitivo. Es entonces cuando la voz en off de Linda, magistral y acertada como nunca, confiesa que “el diablo rondaba la granja”.

 

Los celos que yacían en el corazón del granjero vuelven a aflorar, abriendo los ojos a la realidad que tanto se había empeñado en negar. En el fondo, siempre supo que Bill y Abby no eran hermanos, pero su frágil estado de salud y la inocencia de una persona aislada del mundo exterior, lo hicieron presa de sus propios sentimientos.

 

En una escena que parece sacada de un episodio bíblico, una terrorífica plaga de langostas devora los cultivos del granjero. La naturaleza, en su forma más ruda e inclemente, representa el amor marchito. Somos testigos entonces del hundimiento de ese pedazo de cielo, devorado por las llamas del odio, la traición y el resentimiento. 

 

Esta secuencia es una de las más inspiradas del cine de Malick, ya que contiene sus mejores cualidades: visualmente apabulla ver cómo el fuego avanza por la que fuera una mansa tierra y también va más allá en su alegoría, describiendo los últimos estertores de un proyecto de vida convertido, por la acción del hombre, en muerte. Es una escena poderosa y demoledora y está perfectamente narrada, dejando que las imágenes calen hondo.



La ira del granjero, y no la razón que siempre lo había caracterizado, empuñaba el revólver listo para matar a Bill. No lo hacía para proteger su matrimonio, que ya había fracasado, sino para vengarse del hombre que le arrebató su última oportunidad. 


Solo uno podía quedar en pie, él o Bill, aunque ambos habían perdido ya. El granjero jamás volvería con Abby, por orgullo o por despecho, y Bill estaría manchado allá donde fuera. Sus sentimientos hacia ella ya no eran lícitos, su amor resultó herido sin remedio.

 

La tragedia se culmina y concluye con la muerte del granjero a manos de Bill. Curiosamente, no hay tanta violencia como cabría esperar. Es un desenlace accidentado, que todos vieron venir y nadie pudo evitar. 

 

El epílogo vuelve a recuperar esa esencia nómada del trío protagonista y en cierta medida, de EE.UU. en general. Un país con una extensión inabarcable, donde los límites los marca tu espíritu de aventura y la fuerza de tu andar.

 

El grupo se alejan de las rutas habituales, recorriendo el río en una barca motorizada que seguramente fue robada. Intentan hacer como si nada hubiese cambiado, solo que todo había cambiado. Pueden escapar cuanto quieran, construir un mundo flotante que viene y va con la marea, pero tarde o temprano el barco se encalla.

 


Esta última muestra de rebeldía se asemeja mucho a la de Holly y Kit en Malas Tierras. Bill y Abby ya no pueden seguir huyendo de las responsabilidades que las normas sociales les exige. La primera etapa de Malick trata mucho la idea de la huida hacia delante y la resistencia a madurar.

 

Finalmente, la tribu de tres es cazada de la forma más abrupta y violenta: a él lo asesina la policía y ellas se dan por vencidas, separando sus caminos definitivamente. En su memoria, siempre quedarán aquellos efímeros días del cielo, en los que la luz jamás se apagaba y la vida era un dulce sueño.

 

Otro aspecto a reseñar de la película, aparte de la magnífica dirección de actores y unas interpretaciones inolvidables, es la fotografía del ilustre Néstor Almendros. Cómo captura la belleza de las planicies de América y a la vez ilustra la miseria de esas hordas de obreros indigentes, esas sombras que brotan del suelo. Su labor es aún más meritoria, teniendo en cuenta que se estaba quedando ciego.

 


La banda sonora compuesta por el maestro Morricone también es digna de elogios. Una partitura asombrosa gracias a las notas de un piano que recuerda vagamente al de Joe Hisaishi. Es una música serena, de esa que toca el alma y te embriaga de emociones. Un gran trabajo que merece la pena escuchar con los ojos cerrados y el corazón bien abierto.

 

Días del cielo es, en definitiva, un pequeño milagro cinematográfico de gran valor histórico y emocional. Terrence Malick resume el rumbo de una nación en tres jóvenes errantes y un gentil granjero. Sus tierras son atacadas por enemigos externos e internos, literales y figurados, hasta que termina sucumbiendo. Creyeron que esta vez sería diferente, que habría un final feliz, pero tal cosa no existe en su dimensión.



Es una obra aciaga, sí, funesta, pero también llena de hermosura, aunque todo lo hermoso es efímero. Malick nos transporta a una era rural que hoy nos es distante, pero que se siente tan real y palpable como la actual, con personas de carne y hueso que sufrían y padecían y albergaban un mundo de ilusiones que jamás cumplirían. 


8,5/10: LOS SENDEROS DEL ALMA. 

1 comentario:

  1. ¡¡¡Buenas!!! Pues, no conocía esta película, y la verdad es que sin llegar a encantarme, no me ha desagradado. El cine de Malick se me atraganta, como ya te conté, pero reconozco que es interesante. Richard Gere no me parece un gran actor, pero reconozco que aquí no está mal, él y los demás del elenco están bien dirigidos como dices en el análisis. El problema que yo he tenido con la película es una vez más el que me suele dar las cintas de Malick, que me pareció un romance contado de una forma demasiado enrevesada para mi gusto; aunque he de reconocer que ese debe ser el encanto de este místico director. Si que me gustó bastante la fotografía como bien has dicho y la suite de Morricone, la cual no sabía de que film era, pero si lo reconocí al instante. Gran análisis, maestro!!!

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