Diciembre de 1938. Un grupo de científicos alemanes descubren la fisión nuclear. Los nazis están en disposición de crear la bomba atómica; mientras tanto, en la Universidad de Berkeley, EE.UU., un joven prodigio de la física llamado J. Robert Oppenheimer —la J es muda— se labra una reputación por sus ideas revolucionarias. ¡Hitler invade Polonia! La IIGM es inminente, pero lejos del campo de batalla se libra una lucha entre las mentes más brillantes de ambos bandos; una carrera contrarreloj por controlar la fuerza del Universo y utilizarla contra el enemigo en un último acto de destrucción. Aquel que lo consiga le habrá entregado a la Humanidad la llave para destruirse a sí misma. Se habrá convertido en la muerte.
Este es el núcleo alrededor del cual gravita la asombrosa nueva historia de Christopher Nolan, Oppenheimer (2023). Para entender su origen debemos remontarnos a 2021, fecha en la cual descubre la biografía ganadora del Pulitzer American Prometheus (2005) de Kai Bird y Martin J. Sherwin, convirtiéndola en su próxima película. Un año más tarde, con el guion ya terminado, se hace oficial la noticia.
Lo siguiente sería conformar el equipo idóneo para realizar su obra más ambiciosa hasta la fecha, su particular Proyecto Manhattan. El peso de interpretar al «padre de la bomba atómica» recayó sobre los avezados hombros del actor irlandés Cillian Murphy, con quien Nolan ya había trabajado hasta en cinco ocasiones. El reparto lo completaron estrellas del firmamento Hollywood como Matt Damon, Robert Downey Jr. o Emily Blunt. Su fotógrafo de confianza Hoyte van Hoytema y Ludwig Göransson, el compositor que nos hizo olvidar a Hans Zimmer, no dudaron en seguirle más allá de los confines de su locura.
La meteórica carrera de Nolan ha atravesado múltiples fases creativas que revelan la genialidad de una mente en constante ebullición. Desde la deslumbrante Memento (2000) hasta Tenet (2020) pasando por El truco final (2006) o El caballero oscuro (2008), el británico se ha convertido por derecho propio en uno de los cineastas más estimulantes de su generación. Allá donde otros fracasan él triunfa, combinando reflexión con entretenimiento, épica y melodrama de forma quirúrgica y equilibrada, como si de una fórmula matemática se tratara. Su filmografía es paradójica, en ocasiones indescifrable, cabalga contradicciones sin despeinarse y sin diluir su autoría, sino todo lo contrario, redoblándola. Un director anacrónico que es, al mismo tiempo, epítome de la posmodernidad; una figura enigmática, alejada del ruido mediático y gurú cinematográfico de la juventud. Nolan es el Oppenheimer del cine.
Su última obra marca una anomalía en su trayectoria, una desviación que demuestra la ambición de un artista en una cruzada solitaria contra las normas. Aunque ya se aventuró en el cine histórico con Dunkerque (2017), Oppenheimer adquiere una dimensión totalmente nueva. Un estudio de personaje profundo y complejo que le exige al director desprenderse de sus artimañas narrativas, desnudándolo frente al espejo, la prueba definitiva que sitúa a todo individuo ante el precipicio de sus propias limitaciones.
Nolan es famoso por emplear trucos audiovisuales con los que imbuye de épica sus relatos. El uso de efectismos y decorados grandilocuentes han vertebrado su carrera tanto como el tiempo, ese concepto abstracto que ha esculpido cuidadosamente igual que a un artesano le obsesiona su oficio. Todos estos elementos representan el tótem que lo han anclado a la realidad hasta ahora. Sin embargo, a diferencia de sus anteriores trabajos, Oppenheimer le exige dar un salto de fe con el que averiguar si está listo para la eternidad. La suma de años de trabajo culminan en un estallido de creatividad desbocado.
Catalogar Oppenheimer como un biopic al uso sería hacerle un flaco favor. Nolan coge un género aburrido, hueco y conformista y lo reconfigura en un arma de destrucción masiva. Tal como hizo con los distintos niveles del sueño en Origen (2010), aquí confecciona una matrioshka bajo la apariencia de una biografía. Una fusión de géneros que libera energía narrativa, desencadenando nuevas y emocionantes preguntas, dilemas morales y traumas personales con los que la película cobra vida ante nuestros ojos.
El guion fue escrito desde el punto de vista del protagonista, lo que nos dice mucho de su intención. Nolan no pretende emitir un juicio de valor sobre Oppenheimer y desde luego no simplifica su figura en aras de un homenaje impostado, como sí hacen otros biopics de excelente factura y horrorosa vacuidad —véanse Bohemian Rhapsody (2018), Ghandi (1982) o Lincoln (2012)—. El británico quiere que nos metamos en su cabeza, que interpretemos el mundo tal como lo vio para luego mostrarnos la otra cara de la moneda, su entorno; de esta forma, Nolan nos presenta todas las perspectivas de una realidad inédita. El film combina el retrato psicológico de La red social (2010) con una pieza historiográfica de carácter supranacional como en JFK (1991); subjetividad y objetividad, fisión y fusión, en una sola película. Su historia va de lo atómico a lo universal, sirviéndose de un hombre como núcleo que detonará el nacimiento de una era.
Ética. Aquel fue un momento crucial en la historia de la Humanidad; Oppenheimer se enfrentó a una cuenta regresiva contra los nazis en un escenario multifactorial con información asimétrica. De primeras, la respuesta parece clara, pero una vez cortada la cabeza de la hidra, ¿qué nos depara? Cuando un avance científico es a costa de la vida en La Tierra, cuando el progreso puede dinamitar el tablero geopolítico mundial provocando una reacción en cadena de consecuencias imprevistas, ¿deberíamos aún así emprenderlo? ¿Acaso podemos impedirlo o tan solo demorar lo inevitable? Quizá sea una ilusión en vano, al fin y al cabo, nadie puede poner puertas al campo, pero entonces surgen más preguntas. ¿Estamos condenados a autodestruirnos? ¿Puede nuestra sed de descubrimiento aniquilarnos? ¿Fue Oppenheimer el primero apóstol en anunciar el fin de los días? ¿Determinismo o libre albedrío? Todos estos interrogantes tuvieron que rondar su cabeza mientras desarrollaba la bomba en aquel desértico paraje.
Legalidad. No conforme con el dilema moral, Nolan aspira a más y ahí entra en escena el juego político. Derrotado el nazismo, las altas esferas de EE.UU. volvieron su mirada recelosa hacia «el pulpo rojo». La URSS, comandada por Iósif Stalin, era la única fuerza antagonista de la hegemonía estadounidense tras la IIGM y de aquel miedo surgieron figuras siniestras. Sabuesos disfrazados de burócratas incendiaron la nación en una caza de brujas a la que muchos oportunistas no dudaron en sumarse y un simpatizante comunista con la influencia de Oppenheimer figuraba el primero en su lista —resulta irónico que el capitalismo americano se fundara sobre el invento de un izquierdista—. Esta lucha de superpotencias tuvo como resultado la militarización de la ciencia en nombre de la patria, más conocida como La Guerra Fría. El Proyecto Manhattan nació ante la urgencia por crear la bomba atómica antes que los nazis, pero su legado dejó cientos de miles de muertos y precipitó al mundo a una época oscura marcada por la carrera armamentística; la guerra ya no era mundial, sino nuclear.
Integridad. Esta es la faceta más nebulosa y controvertida de Robert Oppenheimer. Poco sabemos de su vida familiar, qué clase de padre, de marido y de amante era, pero sí sabemos que tenía un carácter difícil, tachado de contradictorio por aquellos que lo conocieron. Nolan deja atisbos de su personalidad a lo largo de la película, pequeños chispazos a escala subatómica. Incluso tres horas se hacen escasas para la envergadura de su visión y en ese proceso de selección, priorizó la parte científica y sociopolítica a la personal. Las damnificadas de esta decisión fueron Jean Tatlock (Florence Pugh) y Kitty (Emily Blunt), las mujeres con las que compartió su vida, algo que el sector más crítico del director aprovechó para atizarle. Es verdad que su fuerte nunca ha sido lo emocional, a excepción de Interstellar (2014), la cual escribió con su hermano. A Nolan le interesan más los vericuetos científicos, se inspira en lo cerebral, no tanto en lo afectivo. Pese a todo, ambas actrices juegan un papel fundamental en el film; secundario no significa irrelevante.
Esto me lleva a hablar de las interpretaciones. Nolan es un gran director de actores, lo ha demostrado a lo largo de los años con Heath Ledger, Guy Pearce o Marion Cotillard por citar algunos. El británico recurre a menudo a actores fetiche como Michael Caine, Kenneth Branagh o Cillian Murphy. Este último es reconocido por el gremio como uno de los mejores de su generación, aunque no se haya consagrado como cabeza de cartel. No sé si Oppenheimer cambiará esto, ojalá lo haga, pero una cosa está clara: su trabajo será recordado como uno de los más evocadores de la década.
Murphy dota de ambigüedad a un científico envuelto en misterio. Oppenheimer era un tipo carismático y ambicioso, capaz de liderar y cargar con la responsabilidad en momentos límite, pero también desarrolló un gran sentimiento de culpa que lo acompañó en su etapa tardía y lo volvió un paria para unos y un peligro para el resto. El irlandés nos brinda una actuación fría e introspectiva, cargada de suficientes matices para entrever el infierno que encerraba su cabeza. Una interpretación hipnótica que crece en mi interior a medida que pasan los días. Cuenta además con el inestimable apoyo de un enérgico Robert Downey Jr. en el papel de Lewis Strauss, un personaje al que solo puedo describir como el Salieri de Amadeus (1984) y que ejerce el papel de antagonista. Strauss tiene más peso en la trama del que nadie hubiera imaginado y aunque Downey Jr. nunca ha estado mejor, su personaje no tiene el calado necesario. La cinta recalca demasiado su figura, pero no le da suficientes aristas a las que agarrarse.
Otro apartado que merece un punto y aparte es el montaje. Nolan mantiene su método de edición vertiginosa aplicando ligeros cambios. Donde antes había persecuciones y luchas pomposas, aquí encontramos una retahíla de conversaciones. Oppenheimer es sesuda, no en vano su guion está cargado de temas incómodos, pero no renuncia al entretenimiento. El desafío estaba en hacer que una película ambientada en habitaciones, despachos y laboratorios no solo fuera llevadera, sino eléctrica. Para llevar a cabo semejante tarea, Nolan y su editor montan las conversaciones con mayor intensidad de lo que lo harían normalmente; convierten cada palabra en una bala, cada silencio en un golpe directo al abdomen, cada confesión en una puñalada. El resultado es un drama que se siente más como una película de acción. El ritmo es frenético, tanto que puede resultar abrumador y confieso que en alguna ocasión me perdí tratando de seguir el hilo. Tampoco ayuda que la estructura narrativa esté alterada, de forma que escenas pasadas ocurran en el último acto y otras posteriores se muestren al inicio. Como en todas sus obras, Nolan requiere la máxima atención durante el visionado; aprieta, pero no ahoga, exige, pero jamás obliga. No estamos ante una película pedante ni abstracta —aunque sí coquetea con el surrealismo—, pero no esperéis un divertimento veraniego estándar. Aunque si habéis llegado hasta aquí seguramente no lo haréis.
Cuando adaptan la vida de una persona al cine, ya sea real o ficticia, tan importante es qué contar como qué omitir. Se trata de encontrar el equilibrio entre protones y electrones para mantener la estabilidad del átomo. Las elipsis o saltos temporales son imprescindibles a la hora de condensar toda una vida en apenas unas horas. Cuando están bien definidas, las elipsis pueden tener un gran impacto dramático. Como ya demostró Orson Welles en Ciudadano Kane (1941), no hay nada más poderoso que el paso del tiempo. Nolan empleó más de 17 km. de cinta para contar la vida de Oppenheimer, pero fue en la sala de montaje donde todas las piezas de este inmenso rompecabezas se entrelazaron para forjar un átomo.
Si hay un tapado en esta producción, ese no es otro que el compositor sueco Ludwig Göransson. Creed, The Mandalorian, Tenet, su música me ha conquistado con cada proyecto y esta no es la excepción. Su partitura es cautivadora, obsesiva y expansiva. Las notas nos invitan a soñar con reinos cuánticos, a perdernos en la inmensidad de sus posibilidades y horrorizarnos ante la imagen que nos revela. Crece exponencialmente desde lo minimalista hasta la máxima sonoridad. Un trabajo notabilísimo que forja los cimientos de una apasionante colaboración.
No es la primera vez que el dilema de Los Álamos llega a la gran pantalla. Títulos como Creadores de sombras (1989) intentaron acercarnos el dilema de la bomba atómica sin éxito. Coqueteos pueriles en el mejor de los casos que no alcanzan la trascendencia de un acontecimiento sin parangón. Oppenheimer lo logra, en gran medida, gracias a la visión de su director, quien le otorga la máxima importancia a cada escena. Solemnidad y suspense pueden ir de la mano igual que el formato IMAX puede emplearse en un escenario cerrado. Ideas contradictorias que Nolan hace funcionar y asienta como nuevo modelo de épica en las salas.
La teoría solo te llevará hasta cierto punto. Por muchas reseñas que leas o vídeos escuches, recomendando o no su visionado, Oppenheimer es un evento que ha de ser vivido para entenderlo. En una sociedad donde todo se consume al instante, donde los algoritmos y la IA avanzan a un ritmo mayor que la comprensión humana, películas como esta ofrecen un discurso admonitorio que invita a detener el tiempo y reflexionar. Por paradójico que resulte, las grandes obras son aquellas que empiezan después de los créditos finales, las que se quedan con nosotros y prenden el debate; esta es una de esas obras. Tic, tac. Un caleidoscopio de misterios desafía la conciencia colectiva. ¿Qué hay más allá del agujero negro?
8/10: TRIUNFO Y TRAGEDIA DE UNA LUZ OSCURA.
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